"Algún día habrá mujeres que serán ordenadas oficialmente como diáconos o sacerdotes”, señala la religiosa María José Arana: "No es fácil trabajar en una Iglesia indiferente y hostil hacia las mujeres"

“A veces tuve que esforzarme por mantener el buen ánimo, porque no es fácil trabajar en una Iglesia que, para mí, es indiferente y hostil hacia las mujeres. Mirando atrás, me alegro de cómo ha resultado mi vida. Mujeres de todo el mundo sufren el dolor de no poder vivir su vocación plenamente. Con nuestro libro [Mujeres sacerdotes, ¿cuándo?] queremos animar a otras mujeres a no rendirse"
“Cuando tenía 13 o 14 años, quería ser sacerdote. Me molestaba que esta labor en la Iglesia no fuera posible para mí por ser niña. En aquel entonces, no creía que sería mejor ser niño. Pensaba más bien: La Iglesia debería cambiar sus leyes y permitirme ordenarme algún día. Esta injusticia me dolió porque quería seguir el llamado de Dios, que sentía con tanta fuerza. Dios era lo más importante en mi vida”
“A veces tuve que esforzarme por mantener el buen ánimo, porque no es fácil trabajar en una Iglesia que, para mí, es indiferente y hostil hacia las mujeres. Mirando atrás, me alegro de cómo ha resultado mi vida. Mujeres de todo el mundo sufren el dolor de no poder vivir su vocación plenamente. Con nuestro libro [Mujeres sacerdotes, ¿cuándo?, editado por Desclée de Brouwer, ahora traducido al alemán, y conscripto con Adelaide Baracco] queremos animar a otras mujeres a no rendirse. Las cosas cambiarán, estoy segura, y algún día habrá mujeres que serán ordenadas oficialmente como diáconos o sacerdotes”.
María José Arana, religiosa del Sagrado Corazón de Jesús, primera “párroca” de España e incansable luchadora por la igual dignidad de la mujer en el seno de la Iglesia, se ‘confiesa’, en entrevista con el portal Katholisch, donde, desde la atalaya de los 82 años, hace un repaso de su vida, en donde siempre estuvo presente (muchas veces en secreto) su sincero anhelo de convertirse en sacerdote.
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“Cuando tenía 13 o 14 años, quería ser sacerdote. Me molestaba que esta labor en la Iglesia no fuera posible para mí por ser niña. En aquel entonces, no creía que sería mejor ser niño. Pensaba más bien: La Iglesia debería cambiar sus leyes y permitirme ordenarme algún día. Esta injusticia me dolió porque quería seguir el llamado de Dios, que sentía con tanta fuerza. Dios era lo más importante en mi vida”, señala.
Al contrario que ahora, entonces aquella joven religiosa y teóloga no conocía a ninguna otra mujer que quisiera ser sacerdote. Y en la década de los 80 del siglo pasado, pudo convertirse en lo más parecido a ese sueño, convirtiéndose en la primera mujer “párroca” de España.

“Me nombraron oficialmente párroco porque no existía otro título para una mujer que asumiera responsabilidades en la parroquia. Por aquel entonces, trabajaba como profesora en una escuela primaria en el pequeño pueblo de Arántzazu, en la diócesis de Vizcaya. El párroco había sido trasladado a otras parroquias y su puesto estaba vacante. Por ello, los dos obispos de Bilbao, Luis María de Larrea y Juan María Uriarte, me pidieron que asumiera las tareas pastorales de la parroquia para sustituir al sacerdote ausente”, recuerda.
“En una pequeña ceremonia y servicio religioso, fui nombrada oficialmente ‘pastora’. Los obispos explicaron a la congregación que, como mujer, asumiría las responsabilidades pastorales y también la administración. En ese momento, me sentí la persona más afortunada del mundo, porque lo que ahora podía hacer correspondía en gran medida a mi vocación: podía hablarles de Jesús y llevarles el Evangelio”.

“Dirigí esta pequeña parroquia española durante diez años, acompañada por los hombres y mujeres del pueblo, quienes me recibieron con cariño. Les pedí que me ayudaran a renovar los edificios de la iglesia y a recaudar fondos para la obra. Sin embargo, mis principales responsabilidades eran la atención pastoral. Preparaba los sacramentos, organizaba las celebraciones litúrgicas, los funerales , las oraciones y los catecismos”, rememora Arana.
“También organizaba los archivos parroquiales, firmaba los libros parroquiales, administraba las finanzas parroquiales con un comité, formaba un consejo pastoral y me mantenía en contacto con las demás parroquias del Valle de Arratia. También firmé actas de matrimonio y bauticé a todos los niños nacidos en esta parroquia durante esos diez años. En otras palabras, también administré el sacramento del bautismo”.
Sin embargo, siempre sintió que todo aquello era provisional. “Fue solo una solución temporal. Como mujer, no me permitían celebrar la Eucaristía y tenía que depender de otros sacerdotes cada vez para administrar los sacramentos, como la confesión o la comunión a los enfermos. Así que me sentía más como una especie de sacristán con responsabilidades especiales”.