Hombres nuevos que sepan ser fermento de sociedad nueva.
| Luis Van de Velde
Baja el subtítulo “Presencia cristiana y activa en el mundo” encontramos las siguientes citas:
“Pero fíjense, se hizo hombre de su pueblo y de su tiempo: vivió como un judío, trabajó como un obrero de Nazaret y desde entonces Cristo sigue encarnándose en todos los hombres. Si muchos se han alejado de la Iglesia, es precisamente porque la Iglesia se ha alejado un poco de la humanidad. Pero una Iglesia que sepa sentir como suyo todo lo humano y quiera encarnar el dolor, la esperanza, la angustia de todos los que sufren y gozan, esa Iglesia será Cristo amado y esperado, Cristo presente; y eso depende de nosotros.”
En esta cita Monseñor Romero hace una autocrítica muy fuerte: la causa por la cual mucha gente se ha alejado de la Iglesia es “precisamente porque la Iglesia se ha alejado un poco de la humanidad”. Sobre todo en Europa se observa desde hace varias décadas que más y más gente se retira silenciosamente de la Iglesia. Desde la industrialización la Iglesia reaccionó demasiado tarde ante la vida y el sufrimiento de la clase trabajadora. Luego era sobre todo la juventud y los adultos jóvenes que no fueron escuchados por los encargados de la Iglesia. El papel subordinado y excluido de las mujeres de la dirección de la Iglesia sigue siendo una tremenda debilidad frente a la evolución cultural del reconocimiento de las mujeres en la sociedad. Pero también ante el grito de la madre tierra, la Iglesia ha reaccionado muy tarde. Parece que tiempos de cambios fuertes en los medios de comunicación siempre han provocado también crisis en la Iglesia. Así no es de extrañar que mucha gente en las nuevas generaciones se ha ido desconectando de las actividades de la Iglesia. Una Iglesia alejada de la vida real e histórica (con sus heridas, con sus experiencias, con sus esperanzas y sus decepciones, ..) ya no tiene mensaje de vida para esas generaciones.
En ciertos momentos de crisis hasta se busca públicamente desinscribirse de lo libros de bautizos y exigir que sus nombres sean borrados de esos libros. A pesar de la apertura de ventanas a partir del Concilio Vaticanos II (y en América Latina a partir de la aceptación en Medellín y Puebla) la realidad indica que la Iglesia en su testimonio y en sus palabras se ha alejado de la vida real de muchísima gente. Monseñor Romero no echa la culpa sobre “la gente”, sino reconoce que la misma Iglesia tiene que asumir su responsabilidad. Y por supuesto que el encubrimiento público de abusos (sexuales) también de parte de personas de la jerarquía de la Iglesia ha debilitado fuertemente el mensaje y el testimonio del conjunto de la Iglesia. Las páginas tan oscuras empezaron a pesar mucho más que los grandes testimonios de servicio a personas y sectores vulnerables y los aportes valiosos en la permanente búsqueda del sentido y del horizonte de la vida.
Monseñor Romero recuerda el camino que la Iglesia debe andar: saber “sentir como suyo todo lo humano y encarnar el dolor, la esperanza, la angustia de todos los que sufren y gozan” Son palabras grandes y muy generales, pero indican el camino a andar si queremos ser “esa Iglesia que será Cristo amado y esperado, Cristo presente”. Encarnarse en todas las experiencias humanas (dolorosas y gozosas). No pocas veces hemos olvidado que el cristianismo nació a partir de la cruz de Jesús. Ahí donde hay “cruz”, dolor, sufrimiento en todas sus formas y dimensiones, ahí debe estar la Iglesia, ahí se forma Iglesia, ahí se da respuesta a Jesús que llama. Es la opción por los pobres, por los “crucificados”, por las víctimas. Así como Jesús gritó al Padre “¿Por qué me has abandonado?”, de la misma manera las y los seguidores de Jesús debemos estar ahí uniendo nuestras voces en los gritos de quienes sufren esa “ausencia de Dios” en todo lo inhumano, cargar con ellos/las la cruz. En el entorno de cada creyente y de cada comunidad de creyentes (hasta en la misma comunidad) debemos ir al encuentro de quienes cargan la cruz pesada. La cruz impuesta por otros humanos pesa aún más que las cruces del sufrimiento propio de la vida. Escuchemos el dolor que brota del corazón. No tengamos miedo para “tocar las heridas”, así como Jesús pidió a Tomás que le tocara las heridas de la cruz en su cuerpo. Y cuando nos toque la cruz, busquemos a otras personas que puedan ayudarnos a cargarla. Ahí se hace “Iglesia”, “esa Iglesia será Cristo presente”.
“Y un mundo que necesita transformaciones evidentes, sociales, ¿cómo no le vamos a pedir a los cristianos que encarnen la justicia del cristianismo, y la vivan en sus hogares y en su vida, y que traten de ser agentes de cambio, que traten de ser hombres nuevos? Como dice Medellín: “De nada sirve cambiar estructuras si no tenemos hombres nuevos que manejen esas estructuras.” Hombres con los mismos vicios, con los mismos egoísmos, si se cambian las estructuras, si se hacen transformaciones agrarias y demás, pero vamos a ocuparlas con la misma gente egoísta, lo que tendremos serán nuevos ricos, nuevas situaciones de ultraje, nuevos atropellos. No basta cambiar estructuras. Es esto del cristianismo – y en esto he insistido-, por favor, entiéndanme, que el cambio que predica la Iglesia es a partir del corazón del hombre: hombres nuevos que sepan ser fermento de sociedad nueva.”
Monseñor Romero señala la urgencia de “hombres nuevos y mujeres nuevas” capaces de crear “sociedades nuevas”. Está bien claro que las estructuras y los sistemas construidos durante los últimos siglos están más que agotados. La explotación económica de grandes mayorías para enriquecer a élites, dueños de los medios de producción, ha llegado a sus límites extremos de inhumanidad. El agotamiento de la naturaleza, la destrucción multidimensional de la tierra y su sacrificio en el altar del capitalismo salvaje (en todas sus formas), está llevando la humanidad al bordo de la destrucción de la vida.
No podemos aislar el grito de Mons. Romero a “ser hombres nuevos y mujeres nuevas” del cambio de las estructuras viejas. Por supuesto que cristianos/as debemos llevar una vida diferente, concretar opciones diferentes en economía, en política, en lo cultural, en la vida social, y – es evidente – que la misma comunidad creyente (la Iglesia) debe ser una alternativa (signo del Reino) de vida en todas sus dimensiones. De ahí que urge que la estructura patriarcal y vertical de la Iglesia cambie, que todo el funcionamiento sistémico de la Iglesia sea transformado. “El poder eclesial” debe desintegrarse para que nazca el servicio y el testimonio de una vida nueva.
A estas horas aun no sabemos cuáles serán de verdad los frutos del sínodo sobre la sinodalidad de la Iglesia, pueblo de Dios en camino. De nada sirven bonitas declaraciones y propósitos si no van acompañados por hechos concretos. Pensemos en verdadera autonomía para las iglesias locales en comunicación con las demás. Pensemos en el rompimiento de la exclusividad de hombres para guiar a la Iglesia a todos los niveles. Pensemos en nuevas prioridades pastorales a partir de los más vulnerables y heridos, los más excluidos de la sociedad. Pensemos en liturgia nueva encarnada en la realidad histórica de la vida. Solamente una verdadera diversidad pueda ser fuente de la Unidad en Cristo. Tantas pistas a renovar radicalmente… ¿Porqué nos cuesta tanto creer en la fuerza del Espíritu Santo que, desde el pueblo de Dios, desde los “pobres” renueva la faz de la tierra? La fidelidad a lo mejor de la tradición eclesial no se garantiza repitiendo y repitiendo lo anterior, sino en la búsqueda de nuevas respuestas tanto a preguntas nuevas (de nuestra generación y la futura), como a las preguntas fundamentales sobre la vida (el planeta, la humana). Para la obra renovadora de la Iglesia habrá que deconstruir lo que no funciona, lo que daña, lo que bloquea la práctica de la fe, y a la vez habrá que ser muy creativos y dinámicos. Lo fundamental de la Iglesia es: “yo tengo hambre y qué hicieron,….” No dudemos. No tengamos miedo.
Para la reflexión de este día hemos tomado una cita de la homilía de Mons. Romero del 3 de diciembre de 1978. Homilías, Monseñor Oscar A Romero, Tomo IV, Ciclo B, UCA editores, San Salvador, p 34.35