Testamento historiológico para los españoles en la "Historia de España", (edic. 1920) de Francisco Rodríguez Adrados . 2/2

El historiador cuyo relato se reduce a narrar los hechos del pasado historiográficamente no escientífico, sólo lo es el historiador que los narra historiológicamente cual lo hace Francisco Rodríguez.

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1. adj. Perteneciente o relativo a la historiología.

historiología

De historia y -logía.

1. f. Teoría de la historia, y en especial la que estudia la estructura, 

leyes o condiciones de la realidad histórica.

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la situación de las fuerzas políticas ha variado completamente.

Y es que la situación de las fuerzas políticas ha variado completamente. Esto es el resultado de la aproximación de los socialistas y las fuerzas del centro y derecha, que existe aunque los protagonistas sean reluctantes a reconocerlo.

La fractura está ahora entre los socialistas, de un lado, y un grupo en que entran los sindicatos y los comunistas y gente de izquierda agrupados con ellos en Izquierda Unida.

A veces hay en ella y en un ala del Partido Socialista deseos de contraer alianza: esto no ha cristalizado hasta ahora. La experiencia del Frente Popular es un recuerdo que a pocos atrae. Y quedan los grupos marginales que defienden causas particulares que a veces acoge el PSOE, a cambio de que griten a su favor.

Aquí sí que hay una diferencia ideológica en torno al papel del Estado, que ellos querrían ampliar en beneficio de las masas populares, lo que los demás consideran irrealista y pernicioso a la larga. Pero es una fractura civilizada, aunque haya erupciones de tiempo en tiempo.

Desde el punto de vista electoral, toda esa izquierda, de las elecciones de 1977 a las de 1996, reúne en torno al diez por ciento de los votos. Y no logra recuperar su papel de guía de toda la izquierda.

Es muy diferente, de otra parte, de la izquierda de los años treinta: ni en España ni en el mundo ha pasado el tiempo en vano. Desde todos estos puntos de vista, qué duda cabe de que en España ha habido un progreso. Nada de incendios de iglesias, de ocupaciones de fábricas, de huelgas políticas (con las excepciones mencionadas), de asesinatos en las calles (ETA, el GAL y el GRAPO exceptuados). El ambiente polarizado de los años treinta ha quedado muy lejos.

Son inconcebibles hoy las presiones y amenazas, el clima de guerra en torno a las elecciones; y la amenaza de no aceptarlas e incluso el rechazo efectivo y la revolución contra ellas. Esto sucedió hace no tanto en nuestro país.

Hoy se vota en paz y libertad, con contadas excepciones. Porque están, por debajo de las elecciones y la Constitución, los acuerdos tácitos que hicieron todo esto posible. Un rebajar el recuerdo y olvidar ciertos temas. Una aceptación de la monarquía, de las autonomías, del liberalismo democrático, del estado social; un rebajamiento del papel de la Iglesia y el ejército, prohibiéndose también la acción frontal contra ellos; una aceptación del derecho de propiedad (con alguna excepción, como la confiscación de Rumasa). También una cierta ampliación de los márgenes de la legalidad, un cierto cerrar los ojos ante el pequeño delito y ante toda clase de actitudes marginales, una cierta minimización de la idea de España, que ahora llaman «el Estado español». Un cierto populismo a veces más de palabras y actitudes que de otra cosa.

Dejo ahora fuera de consideración los desarrollos más recientes, tras el año 2004. 4.7.2. Los partidos del centro y los grandes problemas nacionales

Hay que decir que estos grandes problemas son, en buena medida, los de todas las democracias desarrolladas; y que su solución buena o menos buena y el papel ante ellos de los partidos, no difieren sustancialmente de lo que ocurre en otros países de Europa. Así, los problemas derivados del Estado-providencia y de la educación. Hablaré de ellos en el próximo capítulo.

De todas maneras, conviene echar la vista atrás y repescar algunos de los grandes problemas divisivos de la Segunda República (ya desde fecha anterior), para ver cómo han evolucionado.

Mi conclusión anticipada podría ser que varios de ellos han sido, al menos, atenuados. El problema territorial, a ratos hibernado o aparcado, a ratos explosivo, es, pienso, la principal asignatura pendiente. Volveré sobre ella.

Los problemas principales eran, dejando éste de lado por el momento, el religioso, el militar y el social. Solucionado el problema entre monarquía y república, quedaban pendientes estos otros. Y, todavía, otros más o menos emparentados: la opción entre liberalismo y socialismo económico, la posición en el campo internacional, los límites de la libertad y del imperio de la ley.

A que hubiera posibilidades de acercamiento entre los partidos (entre todos, a veces; entre los del centro, otras) contribuyó, ciertamente, el desplazamiento del partido comunista y del socialista, que ya he mencionado; también, la gradual pérdida de significado de la derecha más tradicional.

Un cambio general de costumbres, una apertura liberal nos ha afectado a todos. El Partido Socialista comenzó su andadura en los nuevos tiempos como un partido radical de izquierdas. Así en el congreso de Suresnes en 1974, el que trajo el poder de Felipe González y su grupo juvenil del interior frente a los socialistas históricos de Llopis; luego absorbieron, como se sabe, al partido de Tierno, más doctrinario.

Todavía propugnaban los socialistas, entre mil cosas, la nacionalización de la Banca y el enfrentamiento con Estados Unidos y con Marruecos.

Sólo en su congreso de 1976 renunció el PSOE al marxismo (los alemanes, sus mentores, lo habían hecho en 1959). Los nuevos jefes del PSOE, jóvenes estudiantes violentamente antifranquistas y cuya experiencia política no había pasado, las más de las veces, de haber corrido delante de los guardias, lo ignoraban casi todo.687 Para ellos, bastaba hacer lo contrario de Franco.

Poco a poco vieron que ciertas cosas eran imposibles: fracasaban las nacionalizaciones y el colectivismo, la alianza con Estados Unidos era necesaria.

Hubieron de tragarse sus prejuicios contra la OTAN: ¡un socialista llegó a Secretario General de la misma! Lo único que quedaba era humanizar el capitalismo que invadía el mundo, incluidas las vidas privadas.

Los socialistas aceptaron la economía mixta, más tarde hasta las privatizaciones. Fueron cambiando, ellos y los demás llamados «progres», sus atuendos revolucionarios por otros más conservadores, cambiaron sus vidas, cambiaron sus ideas. Aceptaron el alegre consumo capitalista, algunos se corrompieron.

Se ha hablado de derechización: se trata, más bien, de una aceptación de la realidad, sin intentar cambiarla de frente, sólo gradualmente en el sentido de la igualdad y la solidaridad.

En realidad, en algunas actitudes el Partido Comunista se les adelantó, aunque, fuera del poder, siguió estando más avanzado en lo social.

Las derechas también habían evolucionado. Habían aceptado algún grado de intervencionismo social (ya desde Franco), ponían menos énfasis en lo religioso y aun en lo militar; aceptaban de mejor o peor grado la reforma autonómica.

En realidad, cuando se dice que el PSOE no está tan lejos de los partidos del centro y derecha, se dice una verdad que los interesados intentan disimular. Temas personalistas, más que los doctrinarios, dominaron, en las elecciones de 1996, la polémica entre los dos grandes partidos.

Después del triunfo, sin mayoría absoluta, del Partido Popular en estas elecciones y de su llegada al gobierno, el clima de moderación y acuerdo aumentó. Se puede decir que, en cierta medida, este partido no hacía sino gestionar el Estado legado por el socialismo (como, inversamente, el socialismo gestionó el Estado capitalista). Prometían hacerlo con más eficiencia, conocimiento y limpieza, eso es todo.

Los socialistas cultivaban, a efectos de identidad, ciertos tics, como el del aborto o el jurado o la amistad con Fidel Castro. Pero en las elecciones los debates principales no eran dialécticos: giraban en torno al éxito o fracaso conseguido (el paro, etc.), la corrupción, los procedimientos para captar el voto (el PER, el manejo de TVE, etc.). El voto, en realidad, era en buena parte un voto «contra», de castigo. Y de esperanza por el «cambio» que se promete.

Así, se diluía, en términos generales, el problema religioso, se ha llegado a entendimientos razonables, aunque quedaban cabos sueltos como el de la enseñanza de la religión o el del aborto. Se reducía y reorganizaba el ejército, sin entusiasmo por parte de éste, pero sin rebelión abierta. Se asumía el avance de la legislación social, sobre todo en lo relativo a pensiones y subsidios de paro, con aceptación de todos a fin de cuentas, quedando muy limitada la reforma agraria.

En cuestiones como el terrorismo o las autonomías se llegó tras las elecciones, pese a manifestaciones anteriores, a un acuerdo en la práctica.

Se liberalizó cierta legislación, con lo que a fuerza de amnistías, de reformas legislativas, de reducciones de las penas, etc., se creó una casi impunidad para el «pequeño delito» y la inseguridad ciudadana aumentó en términos drásticos. Se abrió la mano de la tolerancia para que todo el mundo protestara de todo y las ciudades fueran invadidas cada poco por esas protestas. Son válvulas abiertas que hay que pagar y que sin duda se han abierto demasiado. Éste es un fallo de nuestra democracia al que la derecha, más o menos reluctantemente, se acomoda.

Igual en otros graves problemas, como el problema educativo, otro fallo muy grave. Los niveles de exigencia en la selección del alumnado y profesorado han disminuido drásticamente y la generalización cada vez mayor de la enseñanza ha significado una mejora en los niveles elementales y en los altamente especializados; pero ha traído la ruina de las Enseñanzas Medias de alto nivel y, concretamente, de la cultura humanística. Hablo a nivel general, no especializado. Y esto hasta ahora mismo. Todo el mundo, pese a las palabras, ha tolerado esta demagogia, ese utopismo igualitario del que no quiero ocuparme aquí más detalladamente, aunque algo diré en el próximo capítulo.688

Es triste que las esperanzas de crear una sociedad verdaderamente culta que las democracias trajeron se hayan frustrado por el pedagogismo y la demagogia, que sólo han fomentado la enseñanza muy elemental y la especializada, a expensas de una cultura media elevada. Ésta disminuye de día en día, incluso dentro de las profesiones liberales y de la clase media alta.

Un igualitarismo por lo bajo, un calidoscopio cultural igualitario, de tipo televisivo, nos invade. Parece que es el precio que hay que pagar por un progreso incomparable en lo económico, social y político, aquí y en todo el mundo. ¡Pero muy amenazado en los últimos años!

He de decir algunas palabras más sobre este tema.

Un cierto ambiente socializante es característico de todas las democracias: es la búsqueda, tras la igualdad política, de la social y económica. Es algo que conocemos desde Atenas y que es, en términos generales, positivo. Pero en la enseñanza se ha traducido en la reducción del Bachillerato a cuatro años en la reforma de 1970 y a dos en la de 1990. La teoría es ésta: todos, de la clase que sean y del nivel económico e intelectual que sean, deben seguir una misma enseñanza (EGB y ESO), es la llamada «enseñanza comprensiva»; luego (tras un resto de Bachillerato de dos años), enseñanzas especializadas y profesionales. O sea: se ha igualado por lo bajo, con garantía prácticamente de aprobado, con rebajamiento de todas las disciplinas históricas y de pensamiento. En realidad de todas: el impartir conocimientos ha sido programáticamente minusvalorado.

Este comunismo educativo, a diferencia del económico hoy por todos rechazado, se ha impuesto, hasta el momento, aunque las derechas intentan (no mucho) recortarlo. Pienso que la aproximación cultural de la población, igual que la económica, es necesaria; pero que el igualitarismo cultural es tan nocivo, a la larga, como el económico. Es un daño para la nación y no puede durar: la naturaleza humana se vengará de él. Es de lo más preocupante de la situación actual.

Por otra parte, las universidades han sufrido gravemente en determinados aspectos, como la selección del profesorado, el abuso del especialismo, etc. Problemas como éstos –la falta de seguridad, el constante griterío, los lobbies de todas clases sustituyendo los votos con el ruido, la degradación cultural al tiempo que aumentan las enseñanzas elemental y especializada– son, parece, algunas de las cosas que hay que aceptar a cambio de la atenuación de los enfrentamientos y crispaciones, del acomodo entre posiciones contrapuestas en problemas críticos tradicionales.

Pero el resumen es claro: el acuerdo democrático, el consenso logrado a la caída del franquismo, se mantiene, aunque no todos los puntos sean optimistas. Hemos llegado, prácticamente, a una alternancia entre dos formaciones próximas, como en la época de Cánovas, como en Inglaterra o Estados Unidos, aunque a veces la confrontación no sea como quisiéramos.

La izquierda es un estímulo para lo social, no crea problemas insalvables. Y el margen extraparlamentario es mínimo. Pero quedan problemas, por desgracia. La victoria, sin mayoría absoluta, del Partido Popular, el centroderecha, en las elecciones de marzo de 1996, no cambió esencialmente las cosas, pese al enfrentamiento de los partidos. Fundamentalmente, es un mismo sistema el que sigue funcionando ¡todavía hoy! y al que habría que inyectar, simplemente, eficacia y honestidad. En suma, ha habido una aproximación de los dos grandes partidos que es sana, pero también crea problemas; hablaré de ellos en la Conclusión.

Se ha creado un cierto turno de partidos. Los populares insisten en el orden público y la economía, no demasiado en educación; los socialistas, en la solidaridad, su nuevo lema. Pero las diferencias son de matiz. Hay a quienes no les gusta la degradación del orden público o la política autonómica o la educativa, a otros no les gusta. quizá  la exterior o la económica o la social: políticas que, más o menos, comparten todos. Pero quizá eran las únicas posibles. Y no se olvide que el conflicto es el origen de todo –lo dijo Heráclito–, la democracia no es sino un procedimiento para intentar encauzarlo, para seguir tejiendo en paz la eterna tela de Penélope. Habría que hacerlo. 

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