Domingo 4º Cuaresma C (10-03-2013)

El sacramento de la Penitencia no es un “ajuste de cuentas”

Introducción:Dios mismo estaba en Cristo reconciliando el mundo consigo (2Cor 5,17-21)
El texto coincide en parte con el leído el miércoles de ceniza (5,20-6,2). Pablo se ha visto atacado en su ministerio (1,12-7,16). Se defiende y desea reconciliarse con quienes le han ultrajado: “no somos comerciantes de la palabra de Dios..., hablamos unidos a Cristo, en presencia de Dios” (2,17). “Dios nos capacitó como ministros de una nueva alianza, no de letra, sino del Espíritu... que hace vivir” (3, 6). La reconciliación, sugiere Pablo, está sustentada en el amor del Dios de Jesús.

Pablo entiende la vida de Jesús como reconciliación: “Dios estaba reconciliando el mundo consigo en Cristo, no anotándoles sus ofensas y confiándonos el mensaje de la reconciliación”. Lo mismo dice en otro lugar: “justificados por la fe, estamos en paz con Dios por medio de nuestro señor Jesucristo, por medio del cual hemos obtenido –gracias a la fe- el acceso a esta gracia en que nos mantenemos” (Rm 5,1-2).

“Esta gracia” (don gratuito) es el Espíritu de Jesús, que nos hace “criatura nueva”. Nos capacita para responder a Dios con el mismo amor con que somos amados. El amor, que “no lleva cuentas del mal” (1Cor 13, 4-7), es el mismo que “no anota sus ofensas” (versión litúrgica: “sin pedirle cuantas de sus pecados”). Así “estamos en Cristo”, reconciliados con Dios. Al creer a Jesús recibimos su Espíritu (eso celebra el bautismo), que nos empapa en el amor incondicional del Padre, retratado hoy en la parábola de Lucas (15, 11-32). El Evangelio de Jesús es: el Padre ama siempre, está siempre reconciliado con sus hijos. Nosotros ponemos las trabas a la reconciliación: nos hemos hecho un “dios” a nuestra medida: justiciero, vengativo, que lleva cuenta de nuestros delitos, que se deja camelar con nuestra oración y ofrendas, etc. El sacramento de la Penitencia, tal como lo administra hoy la Iglesia, ¿es signo de un “ajuste de cuentas” o del “amor del Padre”? Si Dios “no pide cuentas de los pecados”, ¿por qué lo hace la Iglesia? ¿Lo hace el Padre al hijo pródigo que vuelve al hogar del amor?

Pablo se siente reconciliador como Jesús: “Actuamos como enviados de Cristo, como si Dios os exhortara a través de nosotros. Por Cristo os lo pedimos: reconciliaos con el Dios” (de Jesús). Sólo el reconciliado puede ser reconciliador, diciendo lo que decía Jesús: “convertíos y creed el Evangelio” (Mc 1,15: metanoeite kai pisteuete en to euanguelio). Esta es la clave: creer a Jesús, fiarnos de su amor, reflejo del amor del Padre. “A Dios nadie le ha visto nunca: un Hijo único, Dios, el que está en el regazo del Padre, ése lo reveló” (Jn 1,18).

En Jesús se acerca Dios, como “uno de tantos”. Sin pecar, pero tentado, Jesús vive en su carne y en la de sus semejantes las secuelas del pecado y la limitación humana. Así puede decirse que “Dios hizo pecado al que no conocía pecado”. Como en Gálatas (3,13): “Cristo nos ha liberado de la maldición de la ley haciéndose por nosotros maldición”. Jesús, pues, nos ha traído “la justicia de Dios”, nos ha revelado su amor gratuito. El amor “que está llamando a la puerta; si le oímos y abrimos, cena con nosotros” (Apoc 3,20); “el que quiera, coja de balde agua viva” (Apoc 22,17).

ORACIÓN:Dios mismo estaba en Cristo reconciliando el mundo consigo (2Cor 5,17-21)

Jesús, acogedor y comensal de justos y pecadores.
Los dirigentes religiosos creen contraria a Dios tu conducta:
“ese acoge a los pecadores y come con ellos”.
Pablo, tras convertirse a tu amor, la interpreta justamente al revés:
“Dios mismo estaba en Cristo reconciliando el mundo consigo;
todo viene de Dios, que por medio de Cristo nos reconcilió consigo”.

Para ti no hay enemigos: amas a todos con el mismo amor que el Padre;
acoges a todos, dialogas con todos, escuchas a todos;
no tienes reparo en sentarte a cualquier mesa.

Algunos descubrieron el amor divino al comer contigo:
“la mitad de mis bienes, Señor, se la doy a los pobres;
si a alguno le defraudé, voy a restituirle cuatro veces más” (Lc 19, 8);

otros intuyeron el Amor al oír tus exhortaciones inauditas:
“amad a vuestros enemigos, haced el bien a los que os aborrecen...;
así seréis hijos del Altísimo, que es bueno con los desagradecidos y malos” (Lc 6, 35);

otros se encontraron con el Amor al verte cercano a los enfermos y marginados:
“los atormentados por espíritus inmundos se curaban;
la multitud trataba de tocarlo, porque salía de él un fuerza
que los sanaba a todos” (Lc 6, 18-19).

Tus parábolas de perdón y alegría siguen llevando a muchos al Amor:
se sienten ovejas y monedas perdidas, pero valiosas...;
hijos añorados, deseados, aunque lejanos...;
“trabajados siempre” por el Amor, que quiere abrazarles, besarles (Lc 15).

Tu resistencia al poder y al dinero te lleva a la cruz y a la muerte:
declaras abiertamente que eres el Mesías y que Dios está de tu parte;
los poderes de este mundo rechazan tu reino de Amor;
prefieren dominio, violencia, sumisión, desigualdad, honores, marginación...

Dios, el Padre, ha aprobado tu vida resucitándote de entre los muertos:
ha bendecido la lucha contra el hambre y la miseria, la desigualdad y el dominio;
está con quien actúa como tú: ofreciendo tu amor, curando, abriendo los ojos,
perdonando, compartiendo la mesa, aportando vida para todos.

Esta es, Jesús acogedor y comensal de justos y pecadores, la reconciliación:
la que hacías en tu vida histórica;
Dios mismo obraba, “reconciliando al mundo consigo”;
“no pidiendo cuenta de los pecados”;
“viendo de lejos y conmoviéndose” ante cualquier miseria;
“echándose al cuello y besando” al que vuelve al amor;
“sacando el mejor traje, poniendo el anillo” de la dignidad,
“vistiendo y calzando, alimentando y celebrando” el encuentro fraternal;
“tampoco yo te condeno. Anda y en adelante no peques más”.

Ayúdanos, Jesús de todos, a representar al Padre como lo hacías tú:
que busquemos la oveja perdida con tu humildad y amor;
que nos conmuevan sus desgracias;
que no les impongamos más cargas que tu amor;
que tengamos coraje para cambiar “nuestros modos” de reconciliación,
parecidos más a un “ajuste de cuentas”, que al encuentro evangélico;
que nos alegremos y celebremos la conversión al Amor.

Rufo González
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