LOS SACERDOTES CASADOS, SIGNO DEL ESPÍRITU (XXIII)
El celibato “obligatorio para el ministerio” no procede del Espíritu Santo
“Harán más por amor de lo que la ley manda por fuerza...” (San Juan de Ávila)
En el artículo anterior comenté el II Memorial (1561) al Concilio de Trento, en el que Juan de Ávila proponía “tomar y criar ministros buenos y castos”. Así, creía él, se salvarían los “inconvenientes muy perjudiciales de que está lleno el matrimonio para los ministros de Dios”. El santo patrón del clero de España, unos años antes escribió el I Memorial (1551), dirigido al mismo concilio. En dicho Memorial apuntaba al corazón del problema. Leamos el párrafo esencial:
“La gracia de la virtud de Jesucristo” es la gracia del Espíritu
Sin duda el mismo Espíritu de Jesús es “la gracia de la virtud de Jesucristo”. Hoy estamos en condiciones de defender la tesis del santo de Ávila, pero en un sentido más inclusivo: también los sacerdotes casados pueden “ser tales que more en ellos la gracia de la virtud de Jesucristo”. Como en todos los cristianos. El Espíritu que nos habita tiene como fruto primero y principal el Amor de Dios, el amor “que hacer salir el sol y bajar la lluvia sobre justos e injustos”. Es el amor que actúa libremente, fruto del Espíritu Santo. Este amor, “cinturón de la perfección” (Col 3, 14) y “plenitud de la ley” (Rm 13,10) “gobierna todos los medios de santificación, los informa (estructura y vitaliza) y los conduce a su fin” (LG 42).
El celibato no es “gracia imprescindible” para la “vida apostólica”
La “gracia de la virtud de Jesucristo” es variada en dones para bien de la Iglesia y del mundo. Un don, una gracia, es dada para el ejercicio del ministerio “ordenado”. Este don o gracia es “la actitud y aptitud para animar, servir y unir a las comunidades” cristianas con el Evangelio, los sacramentos y el cuidado del Amor. Por tanto, la “gracia de la virtud de Jesucristo”, propia del ministerio eclesial no es el celibato por el Reino. Éste no es la gracia precisa, obligatoria, para dedicarse a la “vida apostólica”, y, mucho menos, para el seguimiento de Jesús. En todos los estados de vida puede y debe lograrse la santidad, el seguimiento en el Amor divino: “todos los cristianos son invitados y deben buscar la santidad y perfección de su propio estado” (LG 42).
Hoy conectamos más con la libertad que en el siglo XVI. Hoy percibimos más claramente la inspiración de Juan de Ávila: “que more en ellos la gracia de la virtud de Jesucristo; lo cual alcanzado, fácilmente cumplirán lo mandado y aún harán más por amor de lo que la ley manda por fuerza...”. La “virtud de Jesucristo” vive siempre en la libertad. La afirmación de Pablo, “donde está el Espíritu del Señor, hay libertad” (2Cor 3,17), y otras similares (Rm 8,15; Gál 4,6-7), debían inspirar constantemente a la Iglesia, especialmente a quienes la presiden.
Sólo el celibato opcional responde dignamente al Espíritu
Los dones del Espíritu no pueden imponerse. “La gracia” –lo dice la palabra- es una realidad dada gratuitamente. El celibato por el reino es un don del Espíritu, aceptado siempre en libertad. No puede imponerse en ningún momento de nuestra vida. Sólo el celibato opcional, aceptado y consentido permanentemente, es digno del Espíritu de Dios. No podemos olvidar que el celibato es una excepción en una “tendencia creada” nuestra. Suspender su ejercicio en algún aspecto repercute en toda nuestra estructura personal. El celibato, por supuesto, no suprime la tendencia, pero supone renunciar a algunos de sus aspectos más importantes como la intimidad exclusiva, el ejercicio del sexo, procrear... La voluntad ordinaria de Dios es el ejercicio humanizado del sexo. Cercenar el pleno ejercicio natural es una excepción, un milagro moral, una cierta violencia contra la pulsión. “Violencia” que a veces es insoportable: destruye el equilibrio personal, aviva el autoerotismo, crea represiones, inclina a compensaciones inhumanas de poder, de injusticia contra terceros (abuso de menores...) u otras aberraciones morales.
Nunca debería ser exigido para poder ejercer ministerio alguno
La historia nos dice claramente que vincular obligatoriamente el ministerio “ordenado” con el celibato ha traído “inconvenientes muy perjudiciales”. De hecho una parte de la Iglesia, la Oriental, ha tratado de solventarlo con el celibato opcional. La Occidental ha elegido, en palabras de san Juan de Ávila, “mandar que se guarde so penas o castigos...”. Ahí siguen los amancebamientos más o menos discretos, los destierros obligatorios a otras provincias o naciones, los dramas personales sin salida digna, las víctimas más o menos inocentes como son las mujeres y los hijos... Sinceramente creo que acertó plenamente en su diagnóstico el ya fallecido Díez Alegría, al escribir que “las erróneas ideas de que el sexo es malo y de que los “sacerdotes” son “extraterrestres” están, sin duda, a la base de la descabellada institución del celibato obligatorio de los obispos y presbíteros. La llamo descabellada, porque la experiencia histórica demuestra que es una cabezonería humana en que el Espíritu Santo no ha entrado, y que, por eso, siempre funcionó a trompicones” (Rebajas teológicas de otoño. Editorial Desclee de Brouwer, S.A. Bilbao 1980. p. 144).
Atrevimiento inaudito: ponerse en el lugar del Creador
Antes o después se comprueba si el don del celibato por el Reino es meramente aparente, creído ingenuamente, o es cierto que Dios ha intervenido en nuestra “tendencia creada”, al igual que puede intervenir en las leyes físicas, alterando el orden natural. Vincular la gracia del ministerio eclesial a la gracia excepcional de superar una tendencia natural (la sexual) es un atrevimiento inaudito, un querer intervenir la voluntad divina, un ponerse en el lugar del Creador. Así no es de extrañar los desórdenes que la ley del celibato obligatorio ha introducido a lo largo de la historia.
San Juan de Ávila cree que la “la gracia de la virtud de Jesucristo” puede superar los problemas que la ley eclesiástica no es capaz de superar. Por amor, fruto del Espíritu, “harán más de lo mandado”. Habría que matizar: siempre y cuando “lo mandado” no contravenga la ley natural, las tendencias creadas. Es posible la gracia de superación, pero eso es “gracia”, don que depende del Creador. Exigirlo de antemano para poder ejercer el ministerio eclesial es “tentar a Dios”, intentar obligar a Dios con nuestra oración a que se hagan las cosas conforme a nuestra voluntad. Eso cuentan del nuevo santo, Juan Pablo II: preguntaba a los obispos por los seminaristas que tenían en sus diócesis. Si tenían pocos, les recriminaba que “no oraban suficientemente”.
La actitud cristiana es pedir la gracia, no exigirla
Agradecerla y cuidarla cuando constatamos que nos ha sido concedida. Pero cuando se constata lo contrario, cuando nos visita la depresión, la amargura, el desequilibrio personal, la sensación de estar encerrados en una trampa... lo humano es buscar una salida digna. Permitir el ejercicio de la otra gracia, la de “animar, servir y unir a las comunidades” es voluntad ordinaria de Dios. Castigar al pueblo de Dios a no poder celebrar la eucaristía porque Dios no ha concedido ministros célibes, es vengarse de Dios en su pueblo. A pesar de los “inconvenientes muy perjudiciales de que está lleno el matrimonio para los ministros de Dios”, como dice Juan de Ávila, pensando con mentalidad eclesial del siglo XVI, viciada por la ignorancia sobre el sexo y las relaciones humanas. Todo cristiano tiene “inconvenientes”, a veces más fuertes, en su matrimonio. Y muchos nos dan ejemplo de entrega por el Reino de Dios. Por no hablar de los sacerdotes casados de la Iglesia oriental, o los procedentes del anglicanismo...
Rufo González
“Harán más por amor de lo que la ley manda por fuerza...” (San Juan de Ávila)
En el artículo anterior comenté el II Memorial (1561) al Concilio de Trento, en el que Juan de Ávila proponía “tomar y criar ministros buenos y castos”. Así, creía él, se salvarían los “inconvenientes muy perjudiciales de que está lleno el matrimonio para los ministros de Dios”. El santo patrón del clero de España, unos años antes escribió el I Memorial (1551), dirigido al mismo concilio. En dicho Memorial apuntaba al corazón del problema. Leamos el párrafo esencial:
“El camino usado por los concilios hasta ahora para la reformación de la Iglesia, ha sido hacer nuevas leyes y mandar que se guarden so penas o castigos. Pero esta reformación ha tenido mal fin. Porque castigar es cosa molesta al que castiga y a los castigados... Por eso estamos ahora donde estamos: que es mucha maldad con muchas y muy buenas leyes... Si quiere el Concilio que se cumplan las nuevas leyes y las pasadas, tome trabajo -aunque sea grande- para hacer que los eclesiásticos sean tales que more en ellos la gracia de la virtud de Jesucristo; lo cual alcanzado, fácilmente cumplirán lo mandado y aún harán más por amor de lo que la ley manda por fuerza...”
“La gracia de la virtud de Jesucristo” es la gracia del Espíritu
Sin duda el mismo Espíritu de Jesús es “la gracia de la virtud de Jesucristo”. Hoy estamos en condiciones de defender la tesis del santo de Ávila, pero en un sentido más inclusivo: también los sacerdotes casados pueden “ser tales que more en ellos la gracia de la virtud de Jesucristo”. Como en todos los cristianos. El Espíritu que nos habita tiene como fruto primero y principal el Amor de Dios, el amor “que hacer salir el sol y bajar la lluvia sobre justos e injustos”. Es el amor que actúa libremente, fruto del Espíritu Santo. Este amor, “cinturón de la perfección” (Col 3, 14) y “plenitud de la ley” (Rm 13,10) “gobierna todos los medios de santificación, los informa (estructura y vitaliza) y los conduce a su fin” (LG 42).
El celibato no es “gracia imprescindible” para la “vida apostólica”
La “gracia de la virtud de Jesucristo” es variada en dones para bien de la Iglesia y del mundo. Un don, una gracia, es dada para el ejercicio del ministerio “ordenado”. Este don o gracia es “la actitud y aptitud para animar, servir y unir a las comunidades” cristianas con el Evangelio, los sacramentos y el cuidado del Amor. Por tanto, la “gracia de la virtud de Jesucristo”, propia del ministerio eclesial no es el celibato por el Reino. Éste no es la gracia precisa, obligatoria, para dedicarse a la “vida apostólica”, y, mucho menos, para el seguimiento de Jesús. En todos los estados de vida puede y debe lograrse la santidad, el seguimiento en el Amor divino: “todos los cristianos son invitados y deben buscar la santidad y perfección de su propio estado” (LG 42).
Hoy conectamos más con la libertad que en el siglo XVI. Hoy percibimos más claramente la inspiración de Juan de Ávila: “que more en ellos la gracia de la virtud de Jesucristo; lo cual alcanzado, fácilmente cumplirán lo mandado y aún harán más por amor de lo que la ley manda por fuerza...”. La “virtud de Jesucristo” vive siempre en la libertad. La afirmación de Pablo, “donde está el Espíritu del Señor, hay libertad” (2Cor 3,17), y otras similares (Rm 8,15; Gál 4,6-7), debían inspirar constantemente a la Iglesia, especialmente a quienes la presiden.
Sólo el celibato opcional responde dignamente al Espíritu
Los dones del Espíritu no pueden imponerse. “La gracia” –lo dice la palabra- es una realidad dada gratuitamente. El celibato por el reino es un don del Espíritu, aceptado siempre en libertad. No puede imponerse en ningún momento de nuestra vida. Sólo el celibato opcional, aceptado y consentido permanentemente, es digno del Espíritu de Dios. No podemos olvidar que el celibato es una excepción en una “tendencia creada” nuestra. Suspender su ejercicio en algún aspecto repercute en toda nuestra estructura personal. El celibato, por supuesto, no suprime la tendencia, pero supone renunciar a algunos de sus aspectos más importantes como la intimidad exclusiva, el ejercicio del sexo, procrear... La voluntad ordinaria de Dios es el ejercicio humanizado del sexo. Cercenar el pleno ejercicio natural es una excepción, un milagro moral, una cierta violencia contra la pulsión. “Violencia” que a veces es insoportable: destruye el equilibrio personal, aviva el autoerotismo, crea represiones, inclina a compensaciones inhumanas de poder, de injusticia contra terceros (abuso de menores...) u otras aberraciones morales.
Nunca debería ser exigido para poder ejercer ministerio alguno
La historia nos dice claramente que vincular obligatoriamente el ministerio “ordenado” con el celibato ha traído “inconvenientes muy perjudiciales”. De hecho una parte de la Iglesia, la Oriental, ha tratado de solventarlo con el celibato opcional. La Occidental ha elegido, en palabras de san Juan de Ávila, “mandar que se guarde so penas o castigos...”. Ahí siguen los amancebamientos más o menos discretos, los destierros obligatorios a otras provincias o naciones, los dramas personales sin salida digna, las víctimas más o menos inocentes como son las mujeres y los hijos... Sinceramente creo que acertó plenamente en su diagnóstico el ya fallecido Díez Alegría, al escribir que “las erróneas ideas de que el sexo es malo y de que los “sacerdotes” son “extraterrestres” están, sin duda, a la base de la descabellada institución del celibato obligatorio de los obispos y presbíteros. La llamo descabellada, porque la experiencia histórica demuestra que es una cabezonería humana en que el Espíritu Santo no ha entrado, y que, por eso, siempre funcionó a trompicones” (Rebajas teológicas de otoño. Editorial Desclee de Brouwer, S.A. Bilbao 1980. p. 144).
Atrevimiento inaudito: ponerse en el lugar del Creador
Antes o después se comprueba si el don del celibato por el Reino es meramente aparente, creído ingenuamente, o es cierto que Dios ha intervenido en nuestra “tendencia creada”, al igual que puede intervenir en las leyes físicas, alterando el orden natural. Vincular la gracia del ministerio eclesial a la gracia excepcional de superar una tendencia natural (la sexual) es un atrevimiento inaudito, un querer intervenir la voluntad divina, un ponerse en el lugar del Creador. Así no es de extrañar los desórdenes que la ley del celibato obligatorio ha introducido a lo largo de la historia.
San Juan de Ávila cree que la “la gracia de la virtud de Jesucristo” puede superar los problemas que la ley eclesiástica no es capaz de superar. Por amor, fruto del Espíritu, “harán más de lo mandado”. Habría que matizar: siempre y cuando “lo mandado” no contravenga la ley natural, las tendencias creadas. Es posible la gracia de superación, pero eso es “gracia”, don que depende del Creador. Exigirlo de antemano para poder ejercer el ministerio eclesial es “tentar a Dios”, intentar obligar a Dios con nuestra oración a que se hagan las cosas conforme a nuestra voluntad. Eso cuentan del nuevo santo, Juan Pablo II: preguntaba a los obispos por los seminaristas que tenían en sus diócesis. Si tenían pocos, les recriminaba que “no oraban suficientemente”.
La actitud cristiana es pedir la gracia, no exigirla
Agradecerla y cuidarla cuando constatamos que nos ha sido concedida. Pero cuando se constata lo contrario, cuando nos visita la depresión, la amargura, el desequilibrio personal, la sensación de estar encerrados en una trampa... lo humano es buscar una salida digna. Permitir el ejercicio de la otra gracia, la de “animar, servir y unir a las comunidades” es voluntad ordinaria de Dios. Castigar al pueblo de Dios a no poder celebrar la eucaristía porque Dios no ha concedido ministros célibes, es vengarse de Dios en su pueblo. A pesar de los “inconvenientes muy perjudiciales de que está lleno el matrimonio para los ministros de Dios”, como dice Juan de Ávila, pensando con mentalidad eclesial del siglo XVI, viciada por la ignorancia sobre el sexo y las relaciones humanas. Todo cristiano tiene “inconvenientes”, a veces más fuertes, en su matrimonio. Y muchos nos dan ejemplo de entrega por el Reino de Dios. Por no hablar de los sacerdotes casados de la Iglesia oriental, o los procedentes del anglicanismo...
Rufo González