¡Vive el Viacrucis del amor, como Jesús!
Introducción
(y II)
Jesús resucitado acompaña nuestro viacrucis
El Amor de Jesús llevó a los discípulos a descubrir que había resucitado. Tras la pasión y muerte, lo normal hubiera sido que los discípulos entraran en una situación de fracaso personal y colectivo, de huída, de remordimiento y pesadumbre, de vergüenza y tristeza... Su actitud ante la detención y el proceso fue tan cobarde, tan miserable... que debían estar avergonzados de sí mismos. Habían dejado solo al maestro y amigo, lo habían negado como a un delincuente que no merece que nadie dé la cara por él. Y esto, sabiendo cómo era Jesús con ellos y con la gente. El mismo Evangelio narra la huida de algunos y el intento de organizar su vida al margen de Jesús (Lc 24, 13ss).
Las apariciones son también “estaciones” del Viacrucis de Jesús, son milagros de su Amor. Suceden cuando empiezan a sentir en sus adentros que Jesús vive y que les perdona, les alegra y pacifica, como si no hubieran hecho nada vergonzante; cuando en su corazón vuelven a latir los mismos sentimientos (comprensión, aguante, perdón del hijo pródigo, paz, alegría, valor...) que habían tenido cuando convivían con Él. Sintieron el convencimiento de que el Amor de Dios, su Espíritu, había resucitado a Jesús. Su vida histórica adquiere otra perspectiva: ahora empiezan a entender mejor sus palabras, sus obras, su pretensión. Se sienten llamados a continuar su misma misión, experimentan que tienen dentro el mismo Espíritu de Jesús. El Amor de Dios les lleva a hacer obras como las de Jesús, y aún mayores (Jn 14,12). La fe, ensuciada por su egoísmo, se hace más limpia. Creen a Jesús, a su mesianismo singular, a su presencia divina en medio de ellos. Es la aparición de Jesús a través de la fe en su Amor permanente, es su presencia resucitada.
Nuestras apariciones de Jesús son también “estaciones” de su Amor
También nosotros, al creer el evangelio de Jesús, hemos sentido el mismo “Espíritu que nos asegura que somos hijos de Dios...”. Este Espíritu es el “paráclito” (“llamado junto a” nosotros por Jesús), el anticipo, la primicia, la garantía de lo que tendremos” (Rm 8,15-23; 2Cor 5,5). Este Espíritu es nuestra vida nueva. Nos da el mismo amor que tenía Jesús, y le conducía a acercarse con corazón limpio a cualquiera. “Al amar a los hermanos comprobamos que hemos pasado de la muerte a la vida”, nos dirá Juan; ya no podemos vivir indiferentes ante la necesidad humana (1Jn 3,14. 17-18). Al comentar esta primera carta de Juan, agudamente pregunta Agustín de Hipona: “¿Cómo será posible que sepa cada uno si ha recibido el Espíritu Santo?... Pregunta a tu corazón; si hay en él amor al hermano, puedes estar seguro. No puede haber amor sin presencia del Espíritu de Dios; que así exclama san Pablo: “el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones con el Espíritu Santo que se nos ha dado” (S. Agustín: Comentario sobre la 1ª carta de Juan: Tract. 6,10; SC 75,298-300; también en 2ª lectura del martes de la XIX semana del TO, del Oficio de Lecturas, Liturgia de las Horas).
Este amor se hace buena voluntad y ayuda solidaria ante cualquier necesidad. Este amor estaba en el samaritano que se acercó, curó y atendió al herido. Este amor actúa en todos los que se dejan guiar por la falta de pan, agua, salud, vestido, compañía, cultura, dignidad... “Venid, benditos de mi Padre, porque tuve hambre...” (Mt 25, 31-46). Son bendecidos (agraciados con el Espíritu Santo) del Padre quienes se dejan conducir por su amor gratuito, que “hace salir el sol... sobre justos y pecadores” (Mt 5, 38-48; 7,1-2.12; Lc 6, 27-38). La vida en Amor no tiene fin: cuando se manifieste la gloria del amor, “seremos semejantes a él, porque lo veremos tal como es” (1Jn 3,1-2).
Nuestra vida está llamada a ser un “vía crucis de Amor”
Con el Espíritu Santo podemos hacer que nuestra vida sea un “vía crucis de Amor”, un “Camino de la Cruz” guiado por el mismo Amor de Jesús. Contemplar cómo recorrió Jesús “su camino” es fuente de inspiración continua, vivencia espiritual de sentido, ahondamiento en lo mejor de nosotros mismos y proyección de futuro. No estamos solos en ninguna situación, y menos en momentos de sufrimiento y muerte, acciones tan decisivas y humanas. “Tenemos las primicias del Espíritu” (Rm 8,23), que nos aporta la energía del Amor divino, nos inspira la verdad humana, la fraternidad básica, el trabajo por el Reino de Dios. El “vía crucis” humano recibe una inspiración nueva, se hace lucha no violenta por la justicia y la libertad. La vida tiene futuro. El amor de Jesús nos convence de que el odio y la muerte son inhumanos, destrozan lo mejor que tenemos, anulan nuestras capacidades más creativas, carecen radicalmente de sentido. Si nos dejamos conducir por el Espíritu del Amor, crecemos en libertad, colaboramos en la mesa común de la vida, en la ayuda mutua, en el arreglo de los problemas...
Sólo el amor nos salvará
Sólo el camino del Amor, con su cruz consecuente, es camino de plenitud, de realización personal y colectiva. El amor alimenta la libertad y el coraje de tomar la propia vida y conducirla de acuerdo con la propia condición natural, saltando por encima de leyes que esclavizan e impiden el propio desarrollo. Jesús fue ejemplo claro de libertad en el amor al organizar su vida. La libertad ante su familia, ante la ley, ante la religión oficial, antes la ética matrimonial de su época... le trajo mucha cruz. Como ahora a quienes quieren vivir conforme al amor ante la pobreza estructural, ante el “dolor de tantos seres injuriados, rechazados, retrocedidos al último escalón, pobres bestias que avanzan derrengándose por un camino hostil...” (J. Gil de Biedma), ante el orden patriarcal (firme en la Iglesia, marginador de la mujer), ante la cultura democrática, ante la evolución histórica... (Vientos de cambio. La Iglesia ante los signos de los tiempos, de F. Javier Vitoria. Cuaderno 178 Cristianisme i Justicia. Barcelona, febrero 2012. Quo vadis, Ecclesia. Hermanos obispos, tenemos que hablar. Rev. Iglesia Viva, nº 250, abril-junio 2012; pp. 61-87).
Necesitamos el Espíritu de libertad y amor, que empapó a Jesús, para llamar a la conversión y a la reforma evangélicas a las personas y a las iglesias. No podemos seguir anclados en normas y rutinas protestadas en nuestro tiempo y no exigidas por Jesús ni su Evangelio. Con este Espíritu, invocado antes de cada sesión de trabajo, han sido redactadas estas oraciones del Viacrucis. En parte fueron publicadas por la revista HOMILÉTICA, de Sal Terrae, en diversos ciclos litúrgicos. Ahora las he revisado, corregido y añadido aspectos nuevos. Que el Espíritu de Dios quiera servirse de estos textos para seguir derramando su amor sobre todos “nosotros, hermanos, llamados a la libertad; pero que no tomamos la libertad como pretexto para el egoísmo, sino que el amor nos tiene al servicio de los demás” (Gálatas 5,13).
Rufo González
(y II)
Jesús resucitado acompaña nuestro viacrucis
El Amor de Jesús llevó a los discípulos a descubrir que había resucitado. Tras la pasión y muerte, lo normal hubiera sido que los discípulos entraran en una situación de fracaso personal y colectivo, de huída, de remordimiento y pesadumbre, de vergüenza y tristeza... Su actitud ante la detención y el proceso fue tan cobarde, tan miserable... que debían estar avergonzados de sí mismos. Habían dejado solo al maestro y amigo, lo habían negado como a un delincuente que no merece que nadie dé la cara por él. Y esto, sabiendo cómo era Jesús con ellos y con la gente. El mismo Evangelio narra la huida de algunos y el intento de organizar su vida al margen de Jesús (Lc 24, 13ss).
Las apariciones son también “estaciones” del Viacrucis de Jesús, son milagros de su Amor. Suceden cuando empiezan a sentir en sus adentros que Jesús vive y que les perdona, les alegra y pacifica, como si no hubieran hecho nada vergonzante; cuando en su corazón vuelven a latir los mismos sentimientos (comprensión, aguante, perdón del hijo pródigo, paz, alegría, valor...) que habían tenido cuando convivían con Él. Sintieron el convencimiento de que el Amor de Dios, su Espíritu, había resucitado a Jesús. Su vida histórica adquiere otra perspectiva: ahora empiezan a entender mejor sus palabras, sus obras, su pretensión. Se sienten llamados a continuar su misma misión, experimentan que tienen dentro el mismo Espíritu de Jesús. El Amor de Dios les lleva a hacer obras como las de Jesús, y aún mayores (Jn 14,12). La fe, ensuciada por su egoísmo, se hace más limpia. Creen a Jesús, a su mesianismo singular, a su presencia divina en medio de ellos. Es la aparición de Jesús a través de la fe en su Amor permanente, es su presencia resucitada.
Nuestras apariciones de Jesús son también “estaciones” de su Amor
También nosotros, al creer el evangelio de Jesús, hemos sentido el mismo “Espíritu que nos asegura que somos hijos de Dios...”. Este Espíritu es el “paráclito” (“llamado junto a” nosotros por Jesús), el anticipo, la primicia, la garantía de lo que tendremos” (Rm 8,15-23; 2Cor 5,5). Este Espíritu es nuestra vida nueva. Nos da el mismo amor que tenía Jesús, y le conducía a acercarse con corazón limpio a cualquiera. “Al amar a los hermanos comprobamos que hemos pasado de la muerte a la vida”, nos dirá Juan; ya no podemos vivir indiferentes ante la necesidad humana (1Jn 3,14. 17-18). Al comentar esta primera carta de Juan, agudamente pregunta Agustín de Hipona: “¿Cómo será posible que sepa cada uno si ha recibido el Espíritu Santo?... Pregunta a tu corazón; si hay en él amor al hermano, puedes estar seguro. No puede haber amor sin presencia del Espíritu de Dios; que así exclama san Pablo: “el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones con el Espíritu Santo que se nos ha dado” (S. Agustín: Comentario sobre la 1ª carta de Juan: Tract. 6,10; SC 75,298-300; también en 2ª lectura del martes de la XIX semana del TO, del Oficio de Lecturas, Liturgia de las Horas).
Este amor se hace buena voluntad y ayuda solidaria ante cualquier necesidad. Este amor estaba en el samaritano que se acercó, curó y atendió al herido. Este amor actúa en todos los que se dejan guiar por la falta de pan, agua, salud, vestido, compañía, cultura, dignidad... “Venid, benditos de mi Padre, porque tuve hambre...” (Mt 25, 31-46). Son bendecidos (agraciados con el Espíritu Santo) del Padre quienes se dejan conducir por su amor gratuito, que “hace salir el sol... sobre justos y pecadores” (Mt 5, 38-48; 7,1-2.12; Lc 6, 27-38). La vida en Amor no tiene fin: cuando se manifieste la gloria del amor, “seremos semejantes a él, porque lo veremos tal como es” (1Jn 3,1-2).
Nuestra vida está llamada a ser un “vía crucis de Amor”
Con el Espíritu Santo podemos hacer que nuestra vida sea un “vía crucis de Amor”, un “Camino de la Cruz” guiado por el mismo Amor de Jesús. Contemplar cómo recorrió Jesús “su camino” es fuente de inspiración continua, vivencia espiritual de sentido, ahondamiento en lo mejor de nosotros mismos y proyección de futuro. No estamos solos en ninguna situación, y menos en momentos de sufrimiento y muerte, acciones tan decisivas y humanas. “Tenemos las primicias del Espíritu” (Rm 8,23), que nos aporta la energía del Amor divino, nos inspira la verdad humana, la fraternidad básica, el trabajo por el Reino de Dios. El “vía crucis” humano recibe una inspiración nueva, se hace lucha no violenta por la justicia y la libertad. La vida tiene futuro. El amor de Jesús nos convence de que el odio y la muerte son inhumanos, destrozan lo mejor que tenemos, anulan nuestras capacidades más creativas, carecen radicalmente de sentido. Si nos dejamos conducir por el Espíritu del Amor, crecemos en libertad, colaboramos en la mesa común de la vida, en la ayuda mutua, en el arreglo de los problemas...
Sólo el amor nos salvará
Sólo el camino del Amor, con su cruz consecuente, es camino de plenitud, de realización personal y colectiva. El amor alimenta la libertad y el coraje de tomar la propia vida y conducirla de acuerdo con la propia condición natural, saltando por encima de leyes que esclavizan e impiden el propio desarrollo. Jesús fue ejemplo claro de libertad en el amor al organizar su vida. La libertad ante su familia, ante la ley, ante la religión oficial, antes la ética matrimonial de su época... le trajo mucha cruz. Como ahora a quienes quieren vivir conforme al amor ante la pobreza estructural, ante el “dolor de tantos seres injuriados, rechazados, retrocedidos al último escalón, pobres bestias que avanzan derrengándose por un camino hostil...” (J. Gil de Biedma), ante el orden patriarcal (firme en la Iglesia, marginador de la mujer), ante la cultura democrática, ante la evolución histórica... (Vientos de cambio. La Iglesia ante los signos de los tiempos, de F. Javier Vitoria. Cuaderno 178 Cristianisme i Justicia. Barcelona, febrero 2012. Quo vadis, Ecclesia. Hermanos obispos, tenemos que hablar. Rev. Iglesia Viva, nº 250, abril-junio 2012; pp. 61-87).
Necesitamos el Espíritu de libertad y amor, que empapó a Jesús, para llamar a la conversión y a la reforma evangélicas a las personas y a las iglesias. No podemos seguir anclados en normas y rutinas protestadas en nuestro tiempo y no exigidas por Jesús ni su Evangelio. Con este Espíritu, invocado antes de cada sesión de trabajo, han sido redactadas estas oraciones del Viacrucis. En parte fueron publicadas por la revista HOMILÉTICA, de Sal Terrae, en diversos ciclos litúrgicos. Ahora las he revisado, corregido y añadido aspectos nuevos. Que el Espíritu de Dios quiera servirse de estos textos para seguir derramando su amor sobre todos “nosotros, hermanos, llamados a la libertad; pero que no tomamos la libertad como pretexto para el egoísmo, sino que el amor nos tiene al servicio de los demás” (Gálatas 5,13).
Rufo González