El llanto del Papa

Ante los crucificados de Siria

Hace tiempo que me interpela el hecho de bautizar, a la vez que me alegra y me renueva. Me provoca desde el contexto actual en el que vivimos -claramente pagano-, donde la fe no es un bien preciado y conlleva sus dificultades. Puede apreciarse este detalle en la gran masa de bautizados paganos, es decir, personas que no llegaron nunca a poner en activo su cristianismo; hombres y mujeres que, al fin y al cabo, no han conocido realmente a Jesús.

Otros se han ido alejando del camino casi sin darse cuenta, pero ya están demasiado lejos como para avistar ni uno solo de sus pasos.

Ayer lloraba el Papa Francisco, y aunque éstas no eran las dificultades que le hacían sollozar al mismísimo obispo de Roma, las lágrimas estaban provocadas por testimonios como éstos de los últimos días en Siria:

"Si quieren ejemplos, en Maaloula crucificaron a dos jóvenes porque no quisieron decir la shahada (fe musulmana). Les dijeron: ‘Entonces quieren morir como su amo en el que creen. Tienen una opción: recitan la shahada o serán crucificados’. Y les crucificaron. Hubo uno que fue crucificado delante de su padre. Incluso mataron a su padre. Esto ocurrió por ejemplo en Abra, en la zona industrial en las afueras de Damasco".



"En cuanto entraron en la ciudad, comenzaron a matar a hombres, mujeres y niños. Y, después de la masacre, se llevaron las cabezas y jugaron al fútbol con ellas. En cuanto a las mujeres, les sacaron a sus bebés y los ataron a los árboles con sus cordones umbilicales. Afortunadamente, la esperanza y la vida es más fuerte que la muerte".

En nuestra sociedad, el problema no es que nos crucifiquen por ser cristianos, es, más bien, casi lo contrario: la indiferencia indolora, individualista, consumista y placentera crucifica la fe y nos lleva a la acedia humana y a la mediocridad reflexiva, ahogando la vida del Espíritu que nos da el Bautismo. Cuando eso ocurre, entonces la sal se vuelve sosa –como dice el Evangelio- y sólo sirve para tirarla fuera, para que la pise la gente; así, la fe queda desvirtuada y la propia Iglesia pierde su sentido más auténtico, que es ser transmisora de la vida de la fe. Y esto vale, como dice el propio Papa, para él, para los cardenales, para la curia vaticana, para los obispos, para los sacerdotes, para los religiosos y para el último monaguillo o bautizado.

Por eso, como sacerdote, me compromete a mí administrar el Bautismo, me hace preguntarme si de verdad asumo ministerialmente el compromiso de ayudar a Isabel –a quien bautizamos ayer- a crecer como creyente en su vida, de propiciarle una comunidad de fe en la que pueda alimentarse y experimentar al Dios de la vida y su palabra, conocer internamente a Jesucristo para amarle y seguirle con la alegría del Evangelio. Me hace mirar mi propio Bautismo y su espiritualidad para descubrir si estoy en la búsqueda de ser fiel a aquél que fue crucificado por mí, si estoy dispuesto yo a llevar la cruz de la autenticidad y de la originalidad, aunque me cueste. Me interrogo si vivo y deseo vivir en las claves del Evangelio en medio de esta realidad, o hasta qué punto confieso la fe de un “dios mamón”, a la medida de los baales, acomodado a lo fácil, a lo seguro, a la riqueza… a todo ese mundo que sólo viste lo cristiano como marca y que no es de origen ni auténtica.

Por eso ayer, al bautizar a Isabel, lo hice con el corazón puesto en los crucificados de Siria donde el Evangelio me está pidiendo, con ternura y misericordia, que vuelva al amor primero de encuentro y seguimiento de Jesucristo. Hoy, al compás de esa melodía que ansío hacerla mía hasta el fin de mis días, quiero renovar mi bautismo al celebrar el suyo, quiero sentirme lavado, perdonado, liberado, animado para ser más cristiano y más auténtico. Quiero ser compañero de Isabel, en el camino para sentir a Dios con su inocencia y su ternura, recibir su mirada y su sonrisa como la caricia de Dios, que me perdona y me dice:

¡Ánimo, no temas, soy yo! Estoy contigo y con Isabel, me fío de vosotros y os daré mi espíritu a raudales para que llevéis el Evangelio de la vida. Os ayudaré para que no tengáis miedo al que pueda crucificar vuestros cuerpos, porque nada podrá hacer a vuestros espíritus de vida y esperanza. Mirad a Siria, a los crucificados de hoy, no lo utilicéis como razón para el enfado y la violencia, ni siquiera para victimaros como cristianos en el mundo y exigir respeto; miradlo, más bien, como una llamada para salir de la mediocridad, un grito para creer que es posible ser fieles con radicalidad en medio del mundo, que se puede vivir el Evangelio y que no os va a faltar el Espíritu de Cristo si os abrís y lo buscáis dentro de vosotros.

Y ahora, Señor, me silencio ante ti para acoger tu palabra. Deseo entrar de nuevo en mi propio Bautismo, volver a su originalidad, sus aguas puras y vivas, su vestidura blanca, su luz deslumbrante, su crisma de pertenencia, su cruz de identidad, su nombre de santidad, su óleo de fuerza y sus exorcismos para poder salir de la inercia de la tibieza que nos puede quitar la alegría y la esperanza. Ayúdanos Señor, a volver a Ti como único absoluto y a desligarnos de todos nuestros endiosamientos que nos impiden nacer de nuevo. Sólo Tú eres nuestro Señor y nuestra vida, ¡sólo Tú! Sin miedo, enraizado a cada lágrima del Papa, hoy miro al cielo para gritar: ¡mártires cristianos, crucificados en Siria, rogad por nosotros!


José Moreno Losada. Sacerdote de Badajoz

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