Desde el Cebreiro he visto, hundido en la penumbra, el valle abovedado por las nubes densas de este atardecer otoñal. Las luces, como estrellas de una fabulosa constelación que se arrastraba por el valle, eran el único y mudo comentario a aquel vasto espectáculo capaz de arrastrar al olvido los recuerdos de las miserias propias y ajenas que la garra del tiempo, “sangriento tirano de pies alados”, imprime en la memoria, azanca de dicha pero también de dolor. Cuando descendía, el armazón del oscuro campanario me trajo la nostalgia de las campanas, viejas y familiares como la voz de la abuela, que antaño subían hasta la cima que yo iba dejando a mi espalda y hoy calladas por falta de manos que acaricien su melena.