Santo proclamado por el pueblo, Roma tardó casi 40 años en reconocer su condición San Romero de América: el santo que el poder quiso callar… y su muerte multiplicó su vida

Óscar Arnulfo Romero
Óscar Arnulfo Romero

"Monseñor Óscar Arnulfo Romero, el obispo salvadoreño, fue asesinado mientras consagraba el pan y el vino, el Cuerpo y la Sangre de Cristo, aquel 24 de marzo de 1980"

"Entonces, en El Salvador se violaban mujeres, se torturaban campesinos, se asesinaban niños delante de sus madres. Y los gobiernos que ordenaban esas atrocidades lo hacían con el beneplácito de Washington y con el silencio de Roma"

"No es posible hablar del Evangelio sin hablar de estas heridas. Porque la fe que no denuncia la injusticia, no es fe, es complicidad"

"Romero lo entendió mejor que nadie: ser discípulo de Cristo significa ponerse de parte del que sufre, aunque eso tenga un precio. Y él lo pagó con su vida"

A siete años de su canonización oficial, Monseñor Romero sigue siendo la conciencia viva de un continente crucificado por la injusticia.

Han pasado ya siete años desde que la Iglesia oficial canonizó a Monseñor Óscar Arnulfo Romero, el obispo salvadoreño asesinadomientras consagraba el pan y el vino, el Cuerpo y la Sangre de Cristo, aquel 24 de marzo de 1980. Lo hizo el papa Francisco el 14 de octubre de 2018, pero para el pueblo, Romero ya era santo desde mucho antes: desde el instante en que la bala asesina interrumpió la consagración y su propia vida se hizo ofrenda. En aquel momento, su sacrificio se unió al de Cristo, y el pueblo comprendió que el obispo que defendía a los pobres se había convertido él mismo en pan partido y sangre derramada por amor a su gente.

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Y es que la canonización del pueblono pasa por los despachos vaticanos ni por los trámites que Roma impone con su burocracia espiritual. El pueblo canoniza con lágrimas, con sangre y con memoria. Monseñor Romero fue canonizado por su pueblo, por las madres que lloraban a sus hijos desaparecidos, por los campesinos a quienes defendió, por los que creyeron que el Evangelio no era una evasión celestial, sino un llamado urgente a la justicia. Fue canonizado por los que vieron en él el rostro de Jesús crucificado y resucitado en la historia concreta de El Salvador.

Asesinato de monseñor Romero - 24 de marzo de 1980 - Zenda

Lo mataron los poderosos. No fue un loco solitario. Lo asesinaron quienes se sentían amenazados por su palabra profética. Los escuadrones de la muerte —financiados y entrenados por el ejército salvadoreño y con el apoyo de los Estados Unidos— quisieron silenciar a un obispo que les incomodaba, porque Romero había roto el pacto del silencio. En nombre de Dios, se atrevió a decir: “Cese la represión”.

Y en ese instante firmó su sentencia. Porque cuando un profeta le habla de tú a tú al poder, el poder no perdona.

El mayor Roberto D’Aubuisson, fundador del partido ARENA, fue quien ordenó su asesinato. Él encarnaba la alianza entre la política, el dinero y la represión militar. Creyó que matando al obispo mataría también su mensaje. Pero ocurrió lo contrario: su muerte multiplicó la vida. A partir de ese momento, Romero empezó a caminar con su pueblo desde otro lugar. En las misas clandestinas, en los refugiados, en los exiliados, en las comunidades de base, su voz seguía viva, denunciando, consolando, encendiendo esperanza en medio de la oscuridad.

El Salvador se convirtió en tierra de mártires. Después de Romero vinieron los jesuitas de la UCA, las religiosas, los catequistas, los campesinos anónimos que fueron torturados y desaparecidos. Miles de hombres y mujeres que, como él, creyeron que la fe no podía separarse del compromiso con los pobres. Y sin embargo, Roma tardó casi cuarenta años en reconocer oficialmente lo que el pueblo ya sabía desde el primer día. ¿Por qué tanta demora? ¿Por qué el miedo a reconocer que un hombre asesinado por un régimen militar y bendecido por la oligarquía fuera un verdadero santo?

La respuesta es incómoda. Porque muchas canonizaciones no nacen del Evangelio, sino del poder. Porque en Roma también hay silencios cómplices, intereses, equilibrios diplomáticos. No se trata de negar la santidad, sino de preguntarse cuánto cuesta ser santo en un sistema que canoniza con dinero y con influencia. El Evangelio, ese texto incómodo, nos recuerda que los profetas no se aplauden en vida. Se les mata primero y se les levanta después como estatuas, cuando ya no pueden incomodar.

Me decía un sacerdote amigo que había sido un error decir que el pueblo había beatificado a Monseñor Romero, que eso no correspondía, porque las beatificaciones se hacen desde Roma. Según él, el pueblo no tiene autoridad para declarar santo a nadie.

Yo le preguntaría, con todo respeto, si todas las beatificaciones nacen del Espíritu o si algunas se negocian en los despachos del Vaticano. Porque la historia demuestra que no siempre el Evangelio guía esas decisiones, y que muchas veces la Iglesia ha guardado silencio ante el sufrimiento de los pueblos para no incomodar al poder político.

¿Cuántas veces —me pregunto— se canoniza la obediencia y se margina la profecía? ¿Cuántas veces el sistema eclesiástico termina premiando al que calla y condenando al que habla en nombre de los pobres?

Cronología de Monseñor Romero - Monseñor Romero

Mientras tanto, en El Salvador se violaban mujeresse torturaban campesinosse asesinaban niños delante de sus madres. Y los gobiernos que ordenaban esas atrocidades lo hacían con el beneplácito de Washington y con el silencio de Roma. No es posible hablar del Evangelio sin hablar de estas heridas. Porque la fe que no denuncia la injusticia, no es fe, es complicidad.

Romero lo entendió mejor que nadie: ser discípulo de Cristo significa ponerse de parte del que sufre, aunque eso tenga un precio. Y él lo pagó con su vida.

El papa Francisco, tan distinto de los pontífices que lo precedieron, tuvo la valentía de reconocer oficialmente lo que el pueblo llevaba décadas proclamando: que Romero fue un santo de verdad, un pastor con olor a oveja, un profeta que no se arrodilló ante el poder. Francisco —como Romero— ha sido también criticado, señalado, acusado de populista, de político, de comunista. Pero los dos comparten una misma convicción: el rostro de Dios se revela en el pobre, no en el palacio.

Por eso, cuando imagino a Romero y a Francisco abrazándose en el cielo, veo una fiesta sencilla, alegre, sin ornamentos. Dos hombres que comprendieron que la santidad no consiste en pureza, sino en compromiso. Que la verdadera santidad es anunciar y denunciar. Anunciar el Reino que libera, y denunciar los infiernos que el poder construye en la tierra.

Hoy, a los ocho años de su canonización oficial, Monseñor Romero sigue siendo una herida y una esperanza. Su palabra resuena más viva que nunca:

“En nombre de Dios, y de este pueblo martirizado, os suplico, os ruego, os ordeno: cese la represión”.

Aquel grito no fue solo para su tiempo. Es un eco que atraviesa generaciones y fronteras.
Porque mientras haya pueblos humillados, mujeres violentadas, jóvenes desaparecidos y gobiernos que llaman “orden” a la injusticia, la voz de Romero seguirá resonando como una campana que no se puede callar.

Comienza ceremonia de beatificación de monseñor Romero en capital  salvadoreña | Puranoticia.cl

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