… y Miguel Ángel tomó su pincel

Tal día como hoy, hace 500 años, Miguel Ángel Buonarroti se encerraba entre los muros de la Capilla Sixtina para comenzar la que, a la postre, sería su gran obra. Lo hizo en dos etapas: entre el 10 de mayo de 1508 y el 1 de noviembre de 1512, el artista florentino, por encargo de Julio II, pintó la bóveda y los lunetos. En una segunda fase, probablemente la más conocida, Miguel Ángel pintó en la pared del altar el Juicio Universal.

Obras maestras como la Creación, la caída del hombre, el Diluvio y el renacer de la humanidad con la familia de Noé comenzaban a ver la luz tal día como hoy hace medio milenio. Mientras Miguel Ángel buscaba la perfección y jugueteaba con la locura entre los muros de la Sixtina, se proyectaba y comenzaba a construirse, justo al lado, la que con el tiempo sería nueva basílica de San Pedro, y una de las razones esgrimidas por Lutero (los estipendios y la venta de indulgencias para su financiación) como causa de su marcha de la Iglesia y el consiguiente cisma.
Durante el Jubileo de los periodistas, celebrado en junio de 2000, tuve el inmenso privilegio de poder pasar 45 minutos en la Capilla Sixtina. Sin agobios, ni colas. Disfrutando de cada instante y empapándome de cada gesto, cada movimiento, cada línea de expresión de las figuras retratadas por Miguel Ángel. Las Sibilas y los Profetas parecían tener volumen, grosor. Era como si fueran a caérsete encima Moisés, Noé o Elías.

Evidentemente, la imagen del Juicio Final y del retorno glorioso de Cristo eclipsa el resto del conjunto, que en los últimos tiempos ha sido noticia más por su función –lugar donde se celebran los Cónclaves en los que se elige al Papa- que por el arte que respiran cada uno de sus arcos, esquinas y paredes.

Si los muros de la Sixtina hablasen, probablemente provocaran un terremoto en el interior de la Iglesia. Pero, gracias a Dios, el único modo en el que se expresan ha sido a través de la maravillosa mano de Miguel Ángel Buonarroti, a quien la historia le tiene reservado un lugar entre los más grandes. Y que, tal día como hoy, hace 500 años, tomó un pincel, y transformó para siempre el arte en ese pequeño rincón del mundo que una vez cada cierto tiempo vuelve al corazón del mundo gracias a una pequeña chimenea, y un humo blanco. Bendita locura la del florentino, que logró sacar de su cabeza, y de su interpretación de la Biblia, tanta belleza. Que, al fin y al cabo, es la que salvará el mundo. O eso dicen.
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