París y los refugiados

Este fin de semana, el mundo occidental se ha visto sacudido por la masacre de París. Lamentable, inhumano, masacre, dolor, guerra... son algunos de los términos que se nos vienen a la boca ante los indiscriminados ataques terroristas en la capital del mundo. Un dolor que nos recorre, y que nos lleva a una eclosión de sentimientos encontrados: temor, pena, odio, miedo... Y, sin embargo, tras la oración, tras las lágrimas, hace falta volver la mirada un poco más allá de la pena, del shock, de la confusión.

Y es que, más allá de las calles de París, de las velas, las vigilias, las pancartas, hay que intentar buscar soluciones. Y éstas no pueden venir por criminalizar al mundo musulmán de los horrores del Estado Islámico. Es más: a poco que nos paremos a pensarlo, son los propios musulmanes quienes más sufren la violencia y el terror de estos locos disfrazados de guardianes de la verdadera fe.

Convendría, también, pasados unos días, reflexionar sobre el valor de cada vida humana arrancada por el horror: en Siria han fallecido a manos del ISIS decenas de miles de personas, la práctica totalidad de ellos seguidores del Islam. Ayer mismo, un atentado en Líbano segaba medio centenar de vidas. Toda vida es sagrada, y ninguna vale más que la otra, pero desgraciadamente cada atentado en Occiente multiplica por mil el impacto en la opinión pública.

Y no: parece que los muertos no son los mismos. En las fronteras de la Unión Europea, desde hace meses, centenares de miles de personas, que han huido de la misma violencia que hoy nos atemoriza en París, aguardan una puerta abierta del mundo civilizado. No quieren seguir junto a los asesinos del Estado Islámico, quieren entrar en Occidente, en la Tierra Prometida. Apenas 150 lo han conseguido por los cauces oficiales. Llega el invierno, y la catástrofe puede alcanzar límites inimaginables. Pero ya se están comenzando a escuchar voces -algunas, desgraciadamente, desde la propia Iglesia- que vuelven a identificar a cualquier musulmán, a cualquier sirio, con un potencial terrorista.

Nuestro dolor, que es el de toda la Humanidad, el de todos los hombres y mujeres de bien, no puede convertirnos en verdugos de civilizaciones distintas a las nuestras. Hay que buscar justicia y reparación a las víctimas, mejorar nuestra seguridad, abordar conjuntamente la lucha decidida contra los terroristas que dicen matar en nombre de Dios, como si no hubiera mayor blasfemia que esa misma expresión. Pero no podemos permitirnos el lujo de transformar el dolor en ira, la justicia en venganza, el Evangelio en el ojo por ojo.

Hoy, por muy políticamente incorrecto que pueda suceder, no podemos permitirnos el lujo de dejar morir a su suerte a centenares de miles de personas, que esperan una respuesta por nuestra parte. No podemos dejar morir de hambre y de frío a tanta gente. Demostremos que los valores de la civilización occidental, que surgen directamente del Evangelio, siguen siendo los mismos que Cristo predicó sobre la Tierra. La Torre Eiffel marcando el signo de la paz, que ilustra este post, es una buena idea para el futuro. Que de la masacre de París salga la lucha por un mundo en paz. Para todos. También para los que sufren en Siria, Irak, Jordania, Serbia, Montenegro y las falsas fronteras de Europa.
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