El abrazo del Papa entre las ruinas de Amatrice

Hay imágenes que esponjan el corazón y que te hacen sentir que, pese a todo, es posible construir un mundo nuevo. Una de ellas, otra vez, ha sido protagonizada por el Papa Francisco, quien esta mañana, y por sorpresa (aunque algunos lo hubiéramos adelantado el día anterior), ha llegado en su coche a Amatrice, el epicentro del devastador terremoto que asoló el centro de Italia el pasado 24 de agosto.

Lo ha hecho sin más escolta que su fiel Domenico Giani, el portavoz Greg Burke y el obispo de Rietti, con quien ha hablado todos los días desde la tragedia. Los primeros pasos lo han llevado hasta la nueva escuela, construida en un barracón muy cerca de los restos de la antigua, deslavazada por el seísmo. Allí, se ha encontrado con un centenar de alumnos, a los que ha abrazado, besado, escuchado. Si a Francisco le dieran un céntimo por cada selfie que se hacen con él, seguramente hoy se habría acabado la pobreza sobre la Tierra (si es que esto dependiera del dinero, y no de las desigualdades en el reparto, y en el egoísmo propio del ser humano, pero este es tema para otro post). Ni una queja, ni una cara de disgusto: una sonrisa y una mirada acogedora.

El momento más emotivo ha sido su encuentro con un hombre destrozado, que había perdido a su mujer y a sus dos hijos aquella fatídica noche. 297 muertos, cada uno con un nombre, una historia, un recuerdo, un vacío. Miles de personas que, aún hoy, siguen viviendo en tiendas de campaña. Aquel hombre se agarró a la mano de Francisco como si fuera un madero vencido por la fuerza del oleaje. Y es que el Papa, más allá de su presencia, de su oración, de sus palabras, es el símbolo de la esperanza frente a cualquier derrota, la seguridad de que alguien, en algún lugar, nos sostiene. Nadie, a estas alturas, podrá negar que Bergoglio es un motor impresionante para la fe de muchos. El abrazo con aquel hombre, que pareció eterno, simboliza el de toda la Humanidad al que sufre. Una nueva muestra del pontificado de la misericordia.

Después, una parada. Impresionante. Tremenda. El Papa solo, en pie, orando, en silencio y con los ojos cerrados. A izquierda y derecha, las ruinas. Al fondo, el campanario de la iglesia que se sostiene en mitad del destrozo en la "zona roja". Otro símbolo de una fe que se mantiene aunque no entienda las razones, si es que las hay, para tanta devastación. Francisco, imbuido en un absoluto recogimiento, concentra en su oración todas las lágrimas, todo el esfuerzo, todo el ánimo de miles de voluntarios, profesionales y personas de bien que, dos meses después, continúan llegando a Amatrice para sanar las heridas, escuchar al que sufre, liberar de escombros una calle y apuntalar un edificio. Queda mucho por hacer, pero hoy, también hoy, sabemos que es posible.

Y que, en ocasiones, ha de venir un hombre sin más atributos que su ejemplo, para recordárnoslo. Porque recordar es volver al corazón, y de ahí nace el amor, la caridad, los sentimientos más nobles que Dios pudo poner en nuestro interior. Porque, como nos recordó en su reciente viaje a Georgia, sólo abriendo de par en par las puertas del corazón podemos dejar que Dios actúe en nosotros. Y así hacernos instrumentos de su paz. Hermoso día para recordar esta última frase, pues no es casualidad que Bergoglio quisiera visitar Amatrice el día de San Francisco de Asís. Porque nada sucede por casualidad, igual que no la fue que el Espíritu soplara hace ahora tres años y medio, y de una barca en ruinas surgiera un hombre, solo un hombre, con la santa intención de reformarla y dejarla tan bonita como nos la presentó el Resucitado. De las ruinas, hoy lo hemos comprobado, también puede surgir la belleza.
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