"Ángeles que sostienen el mundo, los marineros no tienen alas: tienen callos, sudor y nostalgia" Las estelas en la mar

"Son más de un millón de almas navegantes, errantes, invisibles. Son los marineros del mundo. Hijos del agua. Portadores del comercio y del riesgo. Custodios del abismo"
"Viven una existencia que pocos miran. Su realidad no sale en las noticias, salvo cuando hay naufragios, tormentas o piratas"
"Casi el 90% del comercio mundial de bienes se transporta por mar... Todo lo que en nuestras manos parece limpio y neutro, lo fue antes de esfuerzo y sacrificio"
"Pero no todos los que navegan lo hacen por trabajo. Algunos son empujados por la desesperación. Son los que cruzan el Mediterráneo en pateras, cayucos, sueños de madera"
"Casi el 90% del comercio mundial de bienes se transporta por mar... Todo lo que en nuestras manos parece limpio y neutro, lo fue antes de esfuerzo y sacrificio"
"Pero no todos los que navegan lo hacen por trabajo. Algunos son empujados por la desesperación. Son los que cruzan el Mediterráneo en pateras, cayucos, sueños de madera"
De los más agradables recuerdos de mi paso por la Conferencia episcopal está el sencillo descubrimiento de las gentes del Apostolado del Mar que se encontraba en nuestra Comisión de Movilidad humana. Y cuando llega el dia de la Virgen del Carmen siempre me acuerdo de ellos - además de mis queridas carmelitas- con gratitud y admiración
A muchos de nosotros, cómodamente instalados en nuestra casa —bajo techo firme, entre rutinas domesticadas, con la despensa llena y la ropa seca—, se nos escapa una verdad salada, una verdad que huele a salitre y a gasóleo, a cuerda húmeda y a manos heridas: que nuestra vida cotidiana depende del mar. Que todo lo que somos y tenemos está, de algún modo, mecido por las olas.
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Porque hay hombres —y también mujeres— que no duermen en colchones, sino en literas que crujen al ritmo de la tormenta. Que no escuchan el tic-tac de un reloj, sino el rugido del oleaje y la voz del viento silbando profecías antiguas. Son más de un millón de almas navegantes, errantes, invisibles. Son los marineros del mundo. Hijos del agua. Portadores del comercio y del riesgo. Custodios del abismo.

Casi el 90% del comercio mundial de bienes se transporta por mar... Todo lo que en nuestras manos parece limpio y neutro, lo fue antes de esfuerzo y sacrificio: el grano que comemos, el cobre de nuestros cables, el café de nuestras mañanas, la ropa que vestimos, los libros que leemos. Todo, o casi todo, llegó por mar. Y el mar no es un camino, es un misterio.
Los barcos mercantes, esos gigantes de acero, avanzan lentos como letanías por rutas trazadas en silencio. A bordo, los marineros —en su mayoría procedentes de países pobres, de tierras donde la esperanza se embarca antes que ellos— viven una existencia que pocos miran. Su realidad no sale en las noticias, salvo cuando hay naufragios, tormentas o piratas. Están allí, siempre, como los ángeles que sostienen el mundo desde el anonimato. Pero no tienen alas: tienen callos, sudor y una nostalgia permanente por la tierra firme.
Viven expuestos al capricho del mar, que puede ser generoso como una madre o cruel como una fiera. No hay defensa contra una ola de treinta metros. No hay oración que detenga al huracán. Y sin embargo, ahí siguen, entre turnos imposibles y horas muertas, sobreviviendo a la soledad, al cansancio, a la injusticia. Arriesgando la vida para que la nuestra no se interrumpa.
Pero no todos los que navegan lo hacen por trabajo. Algunos son empujados por la desesperación. Son los que cruzan el Mediterráneo en pateras, cayucos, sueños de madera. Huyen de la guerra, del hambre, de la muerte. Buscan otro sol, otro pan, otro horizonte. Y el mar —trágico, sagrado, terrible— se convierte para muchos en su tumba. Las estelas que dejan estas embarcaciones no son de progreso, sino de duelo. A veces, solo quedan cuerpos flotando, nombres sin lápida, memorias que se disuelven con la sal.
Y sin embargo, hay quienes tienden la mano en mitad del naufragio. Hay ONG que no preguntan pasaporte ni rezan banderas, sino que arriesgan sus propias vidas por salvar otras. Son la conciencia del mundo en alta mar. Son profetas en zodiacs, samaritanos flotantes. Mientras algunas voces políticas los acusan de buenismo, ellos responden con actos de amor radical. Porque saben que cada ser humano que se hunde es una derrota colectiva.
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También hay otros atrapados. Otros que quedan “atrapados en la red”, pero no por la pesca, sino por la esclavitud. Porque el sector pesquero está lleno de sombras: trabajo forzoso, trata de personas, abusos que no caben en ningún parte meteorológico. Hombres que son vendidos, que son golpeados, que trabajan jornadas infinitas por salarios invisibles. Su mar no es azul ni libre: es una cárcel líquida. Y nosotros, desde tierra, nos comemos su pescado sin saber que su carne fue obtenida al precio de otra carne.
¿Cómo aceptar que el mar, espejo de lo eterno, se haya convertido en escenario de tantas injusticias? ¿Cómo mirar sus olas sin pensar en los que ya no regresarán? ¿Cómo no escuchar, entre las gaviotas y el viento, el grito de los que claman justicia?
Y sin embargo, a Dios lo encuentran muchos en el mar.
Sí, en ese mar que es desierto y camino. En ese mar que es tumba y cuna. En ese mar que es voz y silencio. Lo encuentran en el alba que rompe tras la guardia de noche. Lo encuentran en la calma inesperada tras la tempestad. Lo encuentran cuando una red se llena, o cuando una mano ajena les salva de morir ahogados. Lo encuentran en el misterio, en lo inmenso, en lo que no se puede controlar.
Muchos marineros —creyentes o no— han rezado alguna vez a la Virgen del Carmen, madre de los navegantes. No porque crean en supersticiones, sino porque saben que en el mar, cualquier protección es bienvenida. Y porque sienten que alguien los escucha, aunque estén solos entre la bruma.
El papa Francisco, en su encíclica Laudato si’, nos recuerda que también el mar sufre. Que las barreras de coral mueren. Que los fondos marinos se cubren de plásticos. Que hemos convertido “el maravilloso mundo marino en cementerios subacuáticos despojados de vida y color”. Lo que era cuna de especies, sinfonía de colores y danzas milenarias, ahora es basurero. El mar, otrora sagrado, se ha convertido en víctima.
Pero aún hay tiempo. Aún podemos limpiar las estelas. No como simple gesto ecológico, sino como acto de justicia. Justicia para los que navegan. Justicia para los que mueren. Justicia para los que rezan mirando al horizonte.
Quizás sean ellos —los marineros, los migrantes, los pescadores, los rescatadores— los que construyen las estelas en la mar. No las estelas de los barcos, sino las que permanecen cuando todo lo demás desaparece. Las estelas del recuerdo. Las estelas de la entrega. Las estelas que Dios mira y bendice desde lo alto.
Porque el mar no olvida. El mar guarda. El mar canta. Y en su canto, escuchamos una antigua profecía: que el mundo solo será justo cuando miremos al mar no como frontera, sino – franciscanamente - como un hermano.

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