¿Por qué no te cansas? ¿Por qué me amas?

Jesús no duraría tres años en la Iglesia de hoy. Al menos, entre los que se otorgan la única representatividad de la Iglesia. ¡Hay tantas analogías en los textos de estos últimos días, y en los que narran la traición, prendimiento, pasión y muerte de Jesús, con los gritos de quienes pretenden ser los únicos guardianes de la fe! Como si la fe pudiera ser guardada en cofres o en sagrarios, y no en el corazón de todos los hombres de buena voluntad, aquellos a los que primero se apareció el ángel en la Navidad de Belén, y ante las que primero se dejó ver el Resucitado.
Jesús muere, traicionado por los suyos, escupido, casi apedreado. Su piel hecha jirones en virtud de la ley. Buenos judíos, hombres de Yahvé, asistirán, regocijados, al dolor de su madre, de María y de Juan. Todos han huído. La historia está llena de "buenos" que se apartan. Son grandes las espaldas del hombre-dios cuya muerte recordamos estos días.
Porque no celebramos su Muerte, la anunciamos. Celebramos la Resurrección, la de un Dios vivo, que da la vida, que vino a trer vida y esperanza, no fuego ni condenas. "¿Quién soy yo para condenarte?". Ven, sigue viniendo, Señor Jesús. En mitad de los cayucos, de los rostros cortados por las cuchillas, entre los desahuciados por el poder y la corrupción. Entre los expulsados de la comunión por los sepulcros blanqueados, por los que confunden tibieza con misericordia, ortodoxia por fanatismo. Mi Dios, mi buen Jesús, cuántas veces volverían a matarte ahora. Cuántas veces volveríamos a hacerlo.
¿Por qué, sin embargo, regresas? ¿Por qué no te cansas? ¿Por qué no nos dejas por imposibles? ¿Por qué continuas amándonos hasta la muerte, y más allá, hasta la Vida? ¿Por qué nos salvas?
Demasiado dolor, demasiadas preguntas, y una sola mirada: Yo soy. Y una sola respuesta posible. Gracias por tu amor.