Y entonces, el hombre de blanco se visitó de verde, y fue a visitar a bebés que luchan por su vida en incubadoras, y a enfermos terminales que esperan a que ésta se apague. El Papa visitó ayer tarde la unidad de urgencias y neonatología de un hospital romano, se colocó la bata, los guantes y la máscara protectora y abrazó y besó a los pequeños más vulnerables, y a unos padres que rompieron a llorar, en una mezcla de cansancio, alegría y esperanza.
Francisco se presentó sin atributos, sin avisar, para que nadie le hiciera una fiesta ni colocara micrófonos ni preparase placas que inaugurar. El Papa venía a hacer realidad visible la misericordia de Dios ante los más débiles. Por eso después acudió a visitar a 30 enfermos terminales, que ven cómo su vida se va agotando lentamente, sin esperanza de curación. Y los acarició, los besó, escuchó sus lamentos y sus sueños jamás cumplidos. Y lloró con ellos y los bendijo.
Y fue el modo más cristiano, más de Jesús, de defender la vida, desde su inicio a su final, de acariciar al que sufre, a los que pelean casi sin esperanza, sin tener que recurrir a exabruptos ni a condenas a la hoguera. Más allá de papolatrías: yo a este hombre me lo creo. Como me creo al Galileo