El hombre que no supo reinar

Es su último discurso. Este martes al mediodía, el cardenal de Madrid, Antonio María Rouco Varela pronunciará sus últimas palabras como presidente de la Conferencia Episcopal española (CEE), organismo que ha presidido con mano de hierro durante casi dos décadas. Esa misma tarde, los obispos elegirán a su sucesor al frente de la Iglesia española. La era de Rouco, el vicepapa español, el hombre que quiso hacer de Madrid un Vaticano a su medida, culmina.

Se va, aunque no del todo, pues todavía resta que el Papa Francisco acepte su renuncia –presentada el 20 de agosto de 2011, al cumplir los 75 años - como arzobispo de Madrid. Pero su poder, a partir de este miércoles, se reducirá a la mínima expresión. Serán otros los que habrán de hacerse cargo de la “herencia recibida”.

Una herencia venenosa, pues Rouco deja una Iglesia oscura, tremendista, obsesionada por la moral sexual y con una inclinación excesiva por una opción política más a la derecha que la propia derecha, con la defensa a ultranza de la familia tradicional y de la unidad de España como bien moral como ejes.

"Nos preocupa también que la unión fraterna entre to­dos los ciudadanos de las distintas comunidades y territorios de España, con muchos siglos de historia común, pudiera llegar a romperse", decía en noviembre el cardenal Rouco. Una tesis que lleva manteniendo 20 años, desde que Juan Pablo II le nombrara, arzobispo de Madrid culminar la misión de “reunificar” la España católica que comenzó su antecesor, el cardenal Suquía.

Desde Madrid, Antonio María Rouco se afanó a la tarea de “reconquistar” una España que estaba dejando de ser católica tras la caída del Franquismo. A toda costa, buscando complicidades con la derecha liberal, primero de José María Aznar, y posteriormente de Esperanza Aguirre (hasta Rajoy fue visto como enemigo); potenciando una derecha mediática a través de los micrófonos de la Cope (y ahora de 13TV), donde el insulto y la difamación llegaron a todos los sectores –incluso, el eclesiástico- que no se plegaban a sus postulados; entregándose a los movimientos eclesiales más conservadores (kikos, Opus Dei, Comunión y Liberación o Legionarios de Cristo) para una cruzada pública contra el matrimonio gay, la Educación para la Ciudadanía, el aborto o cualquier modelo de familia que no fuera el “tradicional”.

Para llevar a cabo su labor, Rouco contó con el absoluto respaldo de Juan Pablo II y Benedicto XVI, quienes le nombraron y renovaron como miembro de la poderosa Congregación de Obispos, desde donde logró colocar en diócesis clave a una mayoría de obispos neoconservadores. ¿El resultado? Una Iglesia española monolítica, triste y obsesionada por las prohibiciones.

El modelo Rouco, como el de Franco, estaba destinado a quedar “atado y bien atado”. Sin embargo, hace ahora justo un año, el Cónclave elegía como Papa a Jorge Mario Bergoglio, el primer Papa jesuita. Un Pontífice que está cambiando la cara de la Iglesia mundial, alejándola de los poderes, la corrupción o el carrerismo, y hacerla más cercana a los pobres y más inclusiva. Rouco no escondió que su candidato era Angelo Scola, el patriarca de Venecia, marcadamente conservador. Y tampoco, que su estrella comenzaba a apagarse.

Desde entonces, el cardenal de Madrid ha ido perdiendo todos sus apoyos. Y, lo que es más importante, su influencia. Los propios obispos españoles, liberados del miedo y de las servidumbres, impusieron a un secretario general alejado de las tesis de Rouco Varela –y de su delfin Juan Antonio Martínez Camino, auténtico “martillo de herejes” de la ortodoxia-. Y, desde Roma, Francisco lo alejó de la Congregación de Obispos y empezó a designar pastores “con olor a oveja” en lugar de prelados sumisos y oscuros.

La primavera de Francisco, con todo, aún no ha llegado a la Iglesia española. Rouco es el “tapón” que, hasta el momento, ha frenado la renovación. Una renovación que, a partir de este miércoles, comenzará a ser una realidad. El sucesor de Rouco Varela –previsiblemente Ricardo Blázquez- tendrá ante sí una tarea complicada: lograr que sociedad española vuelva a confiar en una institución que, a lo largo de las dos últimas décadas, se ha significado más por el castigo, el pecado y la oscuridad, que por el mensaje del Jesús de los Evangelios.
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