Teología de J. Ortega y Gasset. Evolución del Cristianismo



Virtudes públicas o laicas
en José Ortega y Gasset

Irracionalidad de la lengua


La vida humana en su verdad última es radical soledad. El amor de los amantes a que se ha referido Ortega anteriormente, lo que hace es canjear dos soledades o entremezclar dos intimidades, como dos venas fluviales que funden sus aguas. Los amantes entienden bien que para comunicarse sus sentimientos tienen que decir esas u otras palabras semejantes. Pero no entienden por qué su sentimiento se llama amor y no de otra manera.

En realidad si le llaman amor es porque lo han oído decir a dos que se aman, pero no por ninguna razón que encuentren en la palabra amor. Así que "la lengua es un uso social que viene a interponerse entre los dos, entre las dos intimidades, y cuyo ejercicio o empleo por los individuos es predominantemente irracional".

De ahí que nuestro autor considere paradógico y hasta cómico que llamemos con las palabras racional y lógico a nuestro comportamiento más inteligente, puesto que esos vocablos vienen de ratio y logos que en latín y griego significaron originariamente hablar, es decir, una faena que es irracional la mayoría de las veces.

Es cierto que entendemos más o menos las ideas que queremos expresar con lo que decimos, pero no entendemos lo que significan esas palabras dichas por nosotros mismos. Es algo extraño, porque es una acción humana que ejercitan los hombres y las mujeres con plena conciencia, e inhumana porque los actos de hablar son mecánicos (El decir de la gente: la Lengua. Hacia una nueva lingüística VII, 233ss El decir de la gente: las opiniones públicas, las vivencias sociales. El poder público Ib., 259ss).

Decíamos al principio de este apartado que la lengua estaba ya ahí en el contorno social antes de existir nosotros. Por lo que hablar es consecuencia de haber recibido mecánicamente desde fuera esa lengua. Hablar, pues, es una operación que se realiza de fuera a dentro. "Mecanica e irracionalmente recibida del exterior, es mecánica e irracionalmente devuelta al exterior".

Por el contrario, decir es una operación que empieza dentro del individuo, en un intento de exteriorizar algo que hay en su intimidad. A este fin consciente y racional, emplea todos los medios que tiene a su alcance, uno de los cuales es hablar.

Pero entre uno y otro existe una contraposición que nos permite ver claramente la diferencia: mientras el decir, o intentar decir es una operación propiamente humana del individuo, hablar es ejercitar un uso que no nace en el que lo ejercita ni es suficientemente inteligible por él; tampoco es voluntario sino algo impuesto por la colectividad.

3. Tesis paradógica del decir
Hasta en el decir ve Ortega una cierta paradoja. En un estudio titulado Principios de una nueva Fenomenología formuló dos leyes antagónicas en apariencia que se observan en toda enunciación verbal. La primera dice así: "Todo decir es deficiente", porque nunca logramos decir lo que nos proponemos.

La segunda contrariamente declara: "Todo decir es exuberante". Esto es, lo que decimos manifiesta siempre muchas más cosas de las que nos proponemos decir e incluso algunas que queremos silenciar. El aspecto contradictorio de ambas proposiciones desaparece al percibir que defecto y demasía se refieren formalmente, como a un nivel, al decir. Pero decir es siempre querer decir tal cosa determinada. Esta cosa concreta es la que no logramos decir de manera plena y satisfactoria. Siempre habrá una cierta inadecuación entre lo que teníamos en la mente y lo que de hecho decimos.

Por otra parte, eso que hemos resuelto decir tiene otros muchos supuestos que callamos, porque creemos que los que nos escuchan los conocen. Es decir, que aunque es poco lo efectivamente dicho, es mucho lo que, sin propósito y contra propósito queda patente. El primer caso corrobora las limitaciones propias de la lengua, las cuales disminuyen la voluntad de decir. El segundo, por el contrario, pone de manifiesto que la vida es más rica y sobrepasa al instrumento expresivo (La reviviscencia de los cuadros VIII, 493-494).
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