Teología de J. Ortega y Gasset.



Evolución del cristianismo

El cristianismo es liberación

(Cont., viene del 26 diciembre 2014)

Abundando en la segunda característica que atribuye la teología posconciliar al cristianismo, hay que decir que éste desde sus inicios ha tenido un carácter liberador, si bien es verdad que en el transcurso del tiempo ha sido infiel no pocas veces a esa exigencia.

Pero sus imperativos de liberación se mantienen, porque pertenecen a su propia esencia. Jesucristo entró en conflicto con los poderes políticos y religiosos de su pueblo, porque en su mensaje, que es un mensaje de vida, se privilegia a quienes tienen más carencia de libertad. Hoy son muchos los teólogos que hablan de la inmensa carga de liberación que encierra, pero el no haberlo sabido detectar a tiempo es la causa del ateísmo práctico actual que nos invade hoy.

No obstante, la crisis de fe que arrastramos no sería inútil, si sirviera para que el cristianismo volviera a sus orígenes eminentemente liberadores. El sueño del Dios cristiano es que todo hombre y mujer vean por sí mismos, vivan como merece su dignidad y sean los protagonistas de su destino. Una verdadera utopía como están actualmente las cosas, pero realizable.

El obispo Pedro Casaldáliga se ha referido a ella diciendo que es una "utopía necesaria como el pan de cada día". El movimiento teológico de liberación, que se despertó en América Latina con la Conferencia de Medellín, no acepta una "sociedad que reduce la vida humana a mercado o, en el mejor de los casos, se propone el objetivo, siempre aplazado, de reducir el hambre a la mitad...

Ahora ya no nos conformamos con proclamar que 'otro mundo es posible', proclamamos que es factible y lo hacemos. La humanidad efectivamente se mueve y está dando un giro hacia la verdad y hacia la justicia. Hay mucha utopía y mucho compromiso en este planeta desencantado.

El teólogo alemán Jürgen Moltmann ve en la deserción del cristianismo a lo largo del tiempo la causa del abandono masivo de las iglesias en la actualidad, porque se las considera vinculadas a los intereses de los poderosos y más preocupadas por su propia continuidad que por los graves problemas que aquejan a grandes sectores de la humanidad.

El teólogo en una larga reflexión titulada "Dios reconcilia y hace libres" trata de concienciar a los cristianos y a las iglesias, para que como embajadores de Cristo nos reconciliemos con Dios, reconciliándonos con los hombres y mujeres sin paz, sin justicia y sin libertad, propiciando así un futuro mejor al mundo. A la vez denuncia a los falsos profetas, que hablan de paz donde no hay justicia ni libertad o consuelan al pueblo en sus desgracias diciendo que las cosas no están tan mal (Jer 8, 11).

Se confunde, insiste, reconciliación con una falsa política de apaciguamento. Es decir, Se utiliza la fe para mantener tranquilos a los pobres y como analgésico de sus sufrimientos. En cambio, el Crucificado a quien se atribuye la reconciliación con los hombres ha tenido la osadía de morir enfrentándose a los poderes que producen la miseria humana y poniéndose de parte de de las víctimas.

En definitiva, el Crucificado muere condenado por la religión y la política, como tantos profetas de ayer y de hoy, que luchan de verdad y sin partidismos por el amor, la paz y la justicia, verdaderos atributos de la libertad cristiana. La Iglesia y la teología pueden hacer mucho por el mundo, pero necesitan volverse al Crucificado y contagiarse de su intrépida libertad. Sólo así pueden demostrar al mundo lo que dicen ser.

Solamente los que han entendido el cristianismo como la vedadera religión de la libertad han sido capaces de abogar por una sociedad de iguales y sin privilegios. Su intención no es destruir nada, sino liberar a los hombres siguiendo las huellas del Crucificado. Y su sueño es una Iglesia libre en un Estado libre, pero para poder hablar de la libertad han comprendido que es necesario comenzar por la liberación de los oprimidos y desposeidos de su dignidad humana. Este es el comienzo de su propia libertad, porque mientras los oprimidos no sean liberados, no pueden ellos sentirse verdaderamente libres.

El teólogo Ernst Kässemann en su libro La llamada de la libertad ha escrito: La historia de la libertad cristiana es un vía crucis al que las iglesias deberían volver la mirada con más vergüenza que orgullo. La Iglesia, en efecto, ha sometido muchas veces la libertad del espíritu en nombre del orden; ha renunciado a la libertad abdicando de su misión profética. Incluso en nombre del orden y la santidad se ha matado la libertad de las personas más santas.

El caso extremo se dió en el propio Jesucristo, como cuenta Dostoiewski en Los hermanos Karamazov. El inquisidor general arzobispo de Sevilla se enfrenta al reo Jesucristo y le reprocha: Tú te equivocaste porque predicaste a los hombres la libertad que no quieren.

Es obvio que se trata de una imagen novelada, pero refleja el ambiente de la época, cuya sombra no ha dejado de planear sobre la Iglesia. La misma tradición que se remonta a Jesucristo, primero en la comunidad judía y después en la helenística, considera la reducción de la libertad al ámbito privado una forma de domesticarla o eclesializarla.

Es sabido lo conflictiva que fue la obra de Pablo de Tarso, precisamente, por su defensa enardecida de la libertad. Cuando llegaba a una ciudad enseguida provocaba divisiones. Pero no se dejaba intimidar, su libertad se lo impedía. En definitiva, la libertad cristiana se recibe como un don y se sufre más que se aprende. Los hombres y mujeres de nuestro tiempo tienen en alta estima su libertad personal, y exigen su ejercicio descartando todo medio coercitivo.

En esta línea se mueve la Declaración sobre la libertad religiosa del Vaticano II, Dignitatis Humanae, que se percató de esta sensibilidad y exige que se permita ejercitar la libertad propia a todos los ciudadanos; por eso pide la delimitación del poder público, para que no se restrinjan los límites de la justa libertad tanto de la persona como de las asociaciones. Esta exigencia de la libertad en la sociedad humana mira también a los bienes del espíritu del hombre, etre los que se encuentran los que se refieren al libre ejercicio de la religión (DH, 1).

Por tanto, el Concilio declara que la persona humana tiene derecho a la libertad religiosa. Esta libertad consiste en que todos los hombres deben estar inmunes de coacción, tanto por parte de personas particulares como de grupos sociales y de cualquier potestad humana, y ello de tal manera, que en materia religiosa ni se obligue a nadie a obrar contra su conciencia ni se le impida que actúe conforme a ella en privado y en público, solo o asociado con otros, dentro de los límites debidos.

Declara que el derecho a la libertad religiosa se funda en la dignidad misma de la persona humana, tal como se la conoce por la palabra revelada de Dios y por la misma razón. Este derecho de la persona humana debe ser reconocido en el orden jurídico de la sociedad, de forma que se convierta en un derecho civil (DH, 2).
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