18.5.25 (D 5 pascua). Ama y haz lo que quieras (Agustín). Si amas no está bajo ley, eres ley (Juan de la Cruz)

Jesús Os doy un mandamiento nuevo: que os améis unos a otros; como yo os he amado, amaos también entre vosotros. La señal por la que conocerán todos que sois discípulos míos será que os amáis unos a otros."

Camino de Elías, conversión de Jesús, oración de la Iglesia

Sobre el amor no hay normas, poderes, razones o leyes que lo acoten. El amor permanece por encima de la muerte, es poderoso y nada puede exterminarlo. No hay ley sobre el amor, pero si quiere pervivir (que los hombres pervivan) debe organizarse a sí mismo.

Sobre el gráfico de la Subida al monte del amor puso  Juan de la Cruz  este "letrero": «Ya por aquí no hay camino, porque para el justo no hay ley», añadiendo: «Caridad: sólo mora en este monte amor, gloria y temor de Dios».  

Es difícil escalar la gran montaña de Dios entre los hombres; son duras las jornadas, duros los senderos. Pero una vez que se ha llegado hacia la altura cesan las leyes, desaparecen los mandatos. De un modo semejante había dicho  Agustín Dilige et fac quod vis, ama y haz lo que quieras (Homilía 7 a 1 Jn). Sólo queda el amor, pero un amor que funda la vida y establece su ley.

Saint Augustine quote: Dilige et quod vis fac. (Love and then what you...

El amor se hace ley. Agustín y Juan de la Cruz afirman que el amor es primero, pero suponen que debe expresarse como ley y fundamento de la vida. Tú misma has advertido que el amor, si quiere concretarse en un camino y expresarse en su vida, ha de crear sus propias leyes.

Por un lado, transciende todos los principios y leyes que han querido imponerle desde fuera. Pero él mismo se “legaliza”, organizando la vida de los hombres. Aquellos que ahora gritan acusando al cristianismo de haber reglamentario un amor que antes fue libre deberían fijarse mejor en el origen y sentido (función) de las leyes, que pueden entenderse como “ordenación” de la razón o del amor: 

Ama Y Haz Lo Que Quieras San Agustin - Estudiar

– Ordinatio rationis (ordenación de la razón). Tradicionalmente se dice que la ley nace de la “razón”, que se dirige al bien común, buscando al mismo tiempo la realización plena de los individuos. Por medio de la ley se ha pretendido conseguir que el hombre pueda hacerse humano y se realice de manera equilibrada, armónica, en respeto mutuo. Todo este es verdad, pero: ¿Quién hace la ley, quién la descubre, la instituye, la sanciona? ¿Basta la razón para que el hombre se haga humano? Algunos responden que sí, buscando en este contexto los principios de una “democracia racional”, que puede expresarse por parlamentos e instituciones de diálogo que deberían fundar y trazar las formas de la vida.

Ya por aquí no hay camino,
Porque para el justo no hay ley;
Él para sí se es ley.

Juan de Yepes – San Juan de la Cruz

– Ordinatio amoris (ordenación del amor). Sin negar lo anterior, pienso que la ley ha de ser ante todo una forma de organizar y ordenar el amor, para que los hombres puedan así convivir, no desde principios puramente racionales, sino desde las fuentes de las que brota su existencia. En ese fondo quieren situarse las reflexiones que siguen, formulando aquello que a mi juicio es el principio de toda organización de humana, la frontera de todas las leyes, la razón de amor, es decir, el mismo amor que se vuelve palabra de fundamentación y regulación de la vida social. Aquí se puede afirmar, según la frase de San Agustín: “Amad, y veréis como habéis de actuar”. En este nivel no existe ya, en principio, ninguna ley externa, porque el mismo amor se hace ley al servicio de la vida de los demás.

Me decías que el amor es principio de todo ser humano, y yo te respondía que  para lograr su objetivo ha de encauzarse por normas o leyes, organizando así el despliegue de la vida. Esa manifestación legal del amor resulta, a mi entender, absolutamente necesaria. Un amor que fuera arbitrariamente indefinido, un amor para el que todo resultara indiferente, perdería su carácter creador, volviéndose simple “lotería” o lugar de predominio del más fuerte. Por eso, el amor ha de expresarse en forma de ley humana (humanizadora).

¿Quién concreta o define sus normas? ¿Cómo distingues su poder de lo que es simple apetito del momento? En otras palabras: ¿Dónde están los erudi­tos, sacerdotes o juristas que legislan partiendo de la creativi­dad originaria del amor, y no a partir de ventajas nacionales o intereses? Ésta es una cuestión que, a mi entender, carece de respuesta definitiva. Sin embargo, creo que de un modo aproximado podemos acercarnos a ella desde cuatro niveles: naturaleza, búsqueda humana, religión, revelación.

La naturaleza. En un primer momento, puedes admitir que los principios de la ley de amor brotan de la naturaleza. Así se ha presu­puesto a lo largo de los siglos. Se decía que es el cosmos dispone del curso de las cosas. Nosotros no tenemos más remedio que aceptar­lo, agradecidos, sometiendo nuestro ser a los torrentes de su fuerza. Así el mismo cosmos ofrece ley de amor para los hombres. Comprende­rás que esta visión ya no consigue convencernos: sabes bien que los poderes del amor desbordan las fronteras naturales. Por eso no podemos someterlo a los principios de una naturaleza legisladora.

Búsqueda humana. Al llegar al plano humano, la naturaleza se vuelve pensamiento. Lógicamente, habrá de ser el pensamiento del hombre quien decida los principios del amor, quien dictamine sus valores y sus leyes. De esta forma, el ser humano, convertido en «auto-ley», inicia un proceso creativo, fundando las leyes de la ciudad: «Muchas cosas hay portento­sas, pero ninguna tan portentosa como el hombre...», que surca los mares, trabaja la tierra, doma las fieras y establece las leyes, como dice Sófocles en Antígona (334 s).

Religión. La ley humana, cerrada en sí misma, no logra resolver los problemas de la vida, como suponía Sófocles, y como sigue diciendo Sócrates, cuando afirma que la ley más alta no viene de la ciudad (dominada por tiranos), sino del mismo Dios que habita en el alma humana. Por eso es necesario que la vida del hombre se armonice con los valores superiores de lo divino. La ley de la ciudad condena a Sócrates (como había condenado a Antígona). Pero Sócrates se mantiene firme, porque sabe que hay una ley divina, por encima de la ley de Atenas

Revelación. Israel ha dicho que las leyes de la convivencia humana derivan de una revelación más alta de Dios que dice al hombre: «Puedes comer todo… Pero del árbol del conocimiento del bien y del mal no comas; porque el día en que comas de él tendrás que morir» (Gen 2, 17).

Dios mismo ha marcado al hombre un límite, para que viva como humano. Esto supone que el hombre no se ha inventado a sí mismo, no decide sobre el fondo originario de las cosas, es efecto de una gracia, que se expresa en una ley de amor le sobrepasa. Por eso, es normal que Moisés, el gran legislador del pueblo, tenga que subir a la montaña. Allá, en el centro de la inmensa teofanía, en fuego y en tormenta, recibe de los labios de su Dios la gran palabra: sé persona, vive sobre el mundo, crea y ama en libertad, en reverencia (cf. Ex 19-20).

 La Biblia supone que la norma radical proviene de un amor de Dios que nos sobrepasa y fundamenta. Una ley que no podemos manejar a nuestro antojo, no podemos asumirla y controlarla como hacemos con el resto de las cosas de la tierra. Pero esa “ley”, viniendo de fuera, es totalmente “nuestra”, es la expresión radical de nuestra vida, fundada en el amor de Dios.

La ley originaria, aquella que tú presientes y que buscas (la “ley” que sustenta tu vida y nuestra vida), va mostrándose ante ti como reflejo del amor de Dios que quiere que tú seas. Dios te ofrece su camino y va marcando ante tus ojos un campo de existencia.

Es un Dios que en este plano personal no te ha obligado de manera necesaria; no te impone o determina. Por eso, desde Dios, la ley de amor es el principio de una vida abierta y creadora, capaz de realizarse de un modo gratuito y creador. Sabes, según esto, que, siendo algo que brota de tu entraña, el amor no es exclusivamente tuyo: no lo has inventado y, por lo tanto, careces de poder para entenderlo a tu capricho. Desde el fondo de ti misma, la llamada del amor te sobrecoge y fundamenta, como signo de presencia del misterio, signo grande de ese Dios que te ha creado para amar y revelarse en tu existencia. Pero de esto es necesario que te hable más a fondo.

El amor te arraiga en las constantes primordiales. Quieras o no, has de interpretarlas como tuyas y asumirlas como tales: Atracción física, tendencia al otro, convivencia... Pero, al fundarte en el don de la vida, la potencia del amor te eleva y te conduce hasta un espacio trascendente, en los orígenes y meta de toda tu existencia. Entre esos límites te mueves: Fundada en una vida que no logras controlar, abierta hacia una plenitud que nunca alcanzas, plantada sobre el mundo y distendida hacia una altura inalcanzable, así eres tú: prisionera y liberada del amor, al mismo tiempo. Hay un momento en que quisieras decir ¡soy! y así vivirlo plenamente desde ti, sin más medida que tu propio deseo y tus proyectos. Pero luego, volviendo a tu interior, miras mejor y sientes que merece la pena tu existencia, como gracia que se encarna en una tierra, como amor que se realiza en un camino de apertura.

Limitada y potenciada entre infinitos, como viviente del mundo y como persona autónoma, a quien sorprende la llamada de Dios, tú misma has de ir trazando tu camino en fidelidad a la palabra. Por eso es necesario que edifiques la casa de tu vida, sobre un fundamento de amor, descubriendo (y recreando), desde Dios y sobre el mundo, una ley (una norma de vida) que brota del amor y te permita convivir.

Tomada en su hondura radical, esa ley de amor, no será nunca necesaria en un sentido externo. No viene marcada desde fuera, por el mundo, ni Dios te la ha mostrado de manera obligatoria. Pero tampoco es una ley que tú puedas manejar a tu manera, hacer y deshacer a tu capricho, así como manejas y dispones otras cosas de la vida. En el fondo, la ley de amor se identifica con tu propio camino, que Dios mismo te ha ofrecido en forma de regalo que tú debes asumir y realizar de una manera responsable.

Momentos y formas de la ley de amor. Conforme a lo anterior, ella tiene tres momentos. a. Es ley que te precede, como suelo del que brota, pues Dios ha puesto en tus raíces, con el fin de que aparezcas en la vida y te realices de una forma libre y responsable.

Es ley que asumes y haces tuya: Sólo eres persona en la medida en que, arraigándote en el humus de tu propia llamada a la vida, despliegas tu propia existencia. Sólo en la medida en que el amor se vuelve tuyo, lo asumes libremente y lo actualizas al hacerte, puedes ser persona. c. Sabes, en fin, que ese principio de amor te sobrepasa: Siendo plenamente tuyo y recibiéndolo en confian­za, sin presiones exteriores, el amor te desborda, situándote en un plano en que eres tú cuando te encuentras fuera de ti misma, actúas libremente cuando llegas a ponerte en las manos de un misterio de amor que te transciende. Desde ese fondo quiero precisar tres formas de entender la ley humana.  

Ley israelita, norma de vida, riesgo de sometimiento. Israel concibe la Ley como palabra de Dios, testimonio de su acción y presencia en la vida los hombres, es decir, como gracia originaria, que brota de la misma alianza y permite vivir en madurez y responsabilidad. En esa línea, los judíos han sido, y siguen siendo, el pueblo de la Ley de Dios. Pero algunos, en un momento dado, han podido correr el riesgo de absolutizar esa Ley, como si fuera la expresión de un Dios de normas especiales, valiosas sólo para un pueblo. Ignoro si has permanecido al interior del judaísmo, si has vivido su vivencia y respirado de su aliento. Deja que yo evoque mi experiencia. En un primer momento me he sentido fascinado ¡Qué misterio! ¡Qué grandeza! Pero luego, quizá por influjo cristiano, he sentido esa Ley, tomada en sí misma, podría convertirse en un tipo de norma independiente, separada del amor y de la gracia. Así descubrió San Pablo ,volviendo a decir (como judío radical, seguidor de Jesús) que la ley debe fundarse en una gracia, un amor anterior, que él veía expresado en Jesucristo

Imperativo kantiano, un mandamiento primero. En la línea anterior avanza (pero sin Dios) el deber por el deber de Kant o los diversos ideales de transformación humana que aparecen, por ejemplo, en el marxismo. Lo que importa en estos casos es la ley: El cumplimiento de un imperativo, la exigencia de una acción que debemos asumir. Hay ley, pero desaparece la gracia antecedente, Dios se ha diluido y sólo queda ya un mandato: Vivir al servicio de lo humano, entendido de un modo especial (desde las coordenadas de la Ilustración europea de finales del siglo XVIII o principios del XX). Miras mejor y descubres que falta la gratuidad, se diluye el amor como regalo inmerecido de la vida, se hace imposible el encuentro de amor entre personas como verdad originaria. Sobre la tumba de un Dios ausente o convertido en guardián de principios imperativos sólo queda el testamento de su ley. Una razón, una ley, por encima del amor. Ése ya no es el ideal cristiano (ni el judío).

Jesús, amor encarnado, ley de libertad. San Pablo ha formulado la clave de la identidad cristiana, diciendo que el principio es el amor, y que la ley es una consecuencia. Antes del imperativo kantiano (¡tú debes!) está el indicativo del amor de Dios en Jesucristo: Dios que se ha hecho humano entre los hombres, asumien­do su destino, para expresar entre ellos (para ellos) la gracia de su vida. Esta experiencia puede concretarse en tres momentos.

a) Jesús está antes de toda ley, antes de todo mandamiento que se impone desde fuera, como dato externo, como norma.

b) Jesús es pura gracia: Es el amor de Dios hecho persona en nuestra historia, amor en forma humana (cf. tema 26). c) Sólo en un segundo momento, desde dentro, el amor puede volverse –ha de volverse-- una exigencia: Seguir a Jesucristo significa actualizar su «reino», traduciendo su amor en forma de tarea humanizadora. 

En la raíz del cristianismo no hay una ley (como puede suceder en cierto judaísmo, o en un tipo de kantismo), sino una gracia: El descubrimiento agradecido de Dios. Sabes que Dios nos ama, nos ha regalado su vida en Jesús, ha sembrado su camino en nuestra tierra. Sobre este punto de partida, que es el amor creador de Dios, puede y debe apoyarse la nueva “ley” entendida como ordinatio amoris, es decir, como expresión y expansión del mismo amor (como ha destacado Jn 15-17).La ley no sustituye al amor, sino que lo expresa y concretiza en la vida social. Sólo en esta perspectiva se comprende el amor como apertura hacia los otros: No les amas porque exista una ley impositiva que te obliga desde fuera sino porque Jesús, amor de Dios hecho persona, está presente en ellos. Les amas de manera gratuita, sin hacer separaciones entre perfec­tos e imperfectos, buenos y malos, amigos y enemigos. Les amas porque sabes el misterio, porque en Cristo has descubierto y has vivido la absoluta gratuidad, porque la vida está en la entrega, la pascua en la muerte, el gozo en la existencia que se ofrece por los otros.

Comenzabas con Juan de la Cruz, yo citaba a Agustín: «Ama y haz lo que quieras». Estas palabras, que se podían interpretar como superación de toda ley, se han convertido en fundamento de una ley de gracia más urgente y creadora. El amor no se conquista ni se impone, pero debe regalarse y potenciarse, dando la vida a los otros. Sabemos por san Pablo (1 Cor 13) que sólo el amor permanece, mientras todas las restantes cosas pasan: pero es amor que permanece sustentando y realizando, creyendo, soportando, cimentando, edificando y celebrando. Sólo el amor vive; y en amor seguimos caminando nosotros, vivientes, a quienes Dios ha dicho en Cristo: ¡Sed perfec­tos, realizaos plenamente! (cf. Mt 5, 48). Por eso, la ley de amor se identifica con la ley de la existencia y del hacerse de la vida en dimensión de gracia.

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