16.2.25 Dom 6 TO. Declaración universal de paz: Bienaventuranzas
No podía tocar un evangelio más adecuado: Lc 6, las bienaventuranzas, toda la vida de Jesús, el evangelio entero.
Casi todos los medios hablan hoy de la guerra y/o paz impuesta o buscada en Ucrania, de la paz posible y/o imposible en Gaza y en otros lugares del mundo.
La liturgia nos pide que leamos las bienaventuranzas de Lc 6... He hecho un esfuerzo, he preparado una vez más el tema. y así lo presento, desde la perspectiva de la paz de Cristo.
El material es largo. Son suficientes las dos primera páginas... Si alguien quiere, con calma, puede seguir. Buen día a todos. Mucha paz que es tema y clave de las bienaventuranzas.
La liturgia nos pide que leamos las bienaventuranzas de Lc 6... He hecho un esfuerzo, he preparado una vez más el tema. y así lo presento, desde la perspectiva de la paz de Cristo.
El material es largo. Son suficientes las dos primera páginas... Si alguien quiere, con calma, puede seguir. Buen día a todos. Mucha paz que es tema y clave de las bienaventuranzas.
| Xabier Pikaza
Jesús, Mesías de los pobres. Bienaventuranzas de Lucas
Asumiendo un mensaje central de Israel (de la tradición profética y apocalíptica) Jesús ha optado por los perdedores, pero no por aquellos que han luchado de un modo violento y han perdido, sino (sobre todo) por aquellos que no han podido ni luchar. No ha proclamado felices a los que vencen o han vencido, imponiendo su poder sobre los otros, sino precisamente a los derrotados de la guerra de la vida:
- ¡Felices vosotros, los pobres, porque es vuestro el reino de Dios,
- felices los que ahora estáis hambrientos, porque habéis de ser saciados,
- felices los que ahora lloráis, porque vosotros reiréis…! (Lc 6, 20-21).
En un primer momento, en algún sentido, esas tres bienaventuranzas podrían encontrarse en los capítulos finales de 1 Henoc, Test XII Pat o en las sentencias de rabinos no cristianos que entendieron el mensaje de Israel en una perspectiva apocalíptica. Jesús llama felices a los pobres, especificados después como hambrientos y llorosos (derrotados de la vida), no por lo que tienen (o les falta), sino porque está llegando el Reino de Dios y ellos son sus primeros destinatarios. Jesús no habla sólo de un futuro, sino de un presente de felicidad para los campesinos perdedores de Galilea.
En esa línea, estas palabras podrían entenderse como inversión, es decir, como cambio final y venganza: los ahora derrotados (alienados, oprimidos) vencerán al fin, recibiendo la herencia de la vida. Bastará con que resistan por un tiempo y se mantengan fieles mientras pasa la gran calamidad. Al fin tendrán la dicha. Lógicamente, en ese contexto podrían entenderse las antítesis o malaventuranzas dirigidas a los vencedores, a quienes se anuncia la venganza
- ¡Ay de vosotros los ricos, porque ya habéis recibido el consuelo!
- ¡ay de vosotros los ahora saciados, porque tendréis hambre!
- ¡Ay de vosotros, los que ahora os reís, porque lamentaréis y lloraréis! (Lc 6, 24-25).
Los profetas habían dicho palabras de amenaza, para promover así la conversión de los violentos. También Jesús lo hace, debe hacerlo, pues este aviso y exigencia de conversión, su evangelio no sería creíble, no sería verdadero. Pero, bien miradas, estas palabras no son de venganza, sino de afirmación profética: los que luchan y vencen, viviendo de esa forma a costa de los derrotados o no-luchadores, se pierden a sí mismos.
La misericordia de Dios se extiende y abre a partir de los pobres y, de un modo especial, a partir de aquellos pobres que no pueden ni siquiera luchar o que renuncian a la lucha como medio de afirmación y triunfo. La misericordia se abre a todos, pero no de la misma forma, pues no todo da lo mismo, ni todo es igualmente verdadero y justo. Por eso, el evangelio incluye las malaventuranzas.
Miradas en ese contexto, las bienaventuranzas no son algo que se cumplirá al final de la historia, sino que han de vivirse desde aquí, como palabra y programa de vida que comienza ya en la tierra. Jesús no habla sólo de aquello que “serán” los bienaventurados al final, sino de aquellos que son ya (han de ser) desde ahora.
Según eso, las bienaventuranzas ofrecen un programa de felicidad, que es el punto de partida y principio de toda paz, desde la pobreza, el hambre y el llanto. Por eso, ellas pueden y deben entenderse como un proyecto y propuesta de inversión (superación) de los principios y estrategias de guerra que antes habían dominado sobre el mundo. Los hombres han combatido entre sí básicamente por motivos económicos (¡nuevas tierras, tesoros, mercados!); han hecho guerra también para saciarse y disfrutar, encontrando su gozo en la victoria. Pues bien, Jesús proclama su ¡ay! más intenso sobre este programa de gozo de los triunfadores (riqueza, saciedad, satisfacción…) que se destruyen a sí mismos[1].
Tomamos el texto de Lucas, que consta de cuatro bienaventuranza y dejamos a untado, por ahora, la última (de los perseguidos: Lc 6, 22), para fijarnos en las tres grupos primeras (que tratan de los pobres, hambrientos y tristes). Ellos vienen a mostrarse ahora como portadores de la felicidad de Dios (de la felicidad de la vida), que es la única fuente paz para los hombres. Por ley puede cambiarse el “sistema”. La vida de los hombres sólo puede transformarse por amor, por un amor que es capaz de ofrecer felicidad.
- Bienaventurados vosotros, los pobres, porque es vuestro el Reino de Dios (Lc 6, 20). Ésta es la bienaventuranza más general, tanto por el sujeto (pobres: todos los oprimidos, tristes y/o enfermos del mundo) como por el predicado (se les ofrece el Reino, el mundo nuevo). Al decir bienaventurados los pobres, Jesús está expresando la lógica de Dios: los portadores de su paz son precisamente los vencidos, expulsados de los grandes programas imperiales, perdedores (quizá tras haberse defendido, quizá sin haber luchado).
Al llamarles bienaventurados, Jesús interpreta la historia al revés, desde aquellos derrotados que no quieren responder con violencia (para vengarse de los vencedores), sino descubrir y desplegar la mano y presencia de Dios en su derrota. No son bienaventurados a pesar de la pobreza (ni porque un día serán ricos, al estilo antiguo), sino en su misma pobreza, entendida como espacio de fraternidad y riqueza compartida. Esos pobres no quieren ya luchar al modo antiguo (para hacerse ricos), sino que descubren a Dios desde su misma pobreza, en un camino abierto para todos (incluso para los ricos), iniciando un proceso de pacificación, que les permite curar a los enfermos (cf. Mt 10, 8 par), para que al fin puedan servirse unos a otros (cf. Mt 25,31-46)..
- La segunda y tercera bienaventuranza (¡Bienaventurados los hambrientos, los que lloran…!: Lc 6, 21) pueden entenderse como una expansión de la primera, pues los mismos pobres, de los que antes se hablaba de un modo general, aparecen ahora como necesitados, pues no tienen suficiente comida (son derrotados económicos), ni causa exterior de alegría (son derrotados psíquicos, lloran). En este contexto, la promesa del Reino se expresa también en dos signos de inversión radical: el hambre se vuelve hartura (más económica) y el mismo llanto del mundo se convierte en felicidad de Reino (más personal).
El seguidor de Jesús no llora por lo que lloran otros, sino que, al contrario, encuentra una fuente de gozo precisamente allí donde la mayoría de los hombres y mujeres lloran... No goza porque lloran sino todo lo contrario porque estos que lloran son principio, testimonio y promesa de una felicidad superior.... En contra de otros grupos, que presentan a los derrotados (hambrientos...) como un material de derribo, Jesús les señala y define como iniciadores de un Reino que no se construye a partir de los fuertes (a través de una victoria militar y de un boom económico), sino a partir de la humanidad, es decir, desde el hambre y el llanto de los que escuchan la Palabra.
Es evidente que allí donde se acogen estas palabras la vida de los hombres debe convertirse en expansión (explosión) de fuerte gracia. Jesús no quiere conquistar el Reino por tristeza, ni por negaciones, sino por ofrecimiento de felicidad. En esa línea, el camino de Reino de Dios (es decir, de la paz) debe entenderse como terapia de gozo. En este contexto no son bienaventurados los ricos que pueden ayudar a los pobres (dándoles de comer o consolándoles desde fuera, como podría pensarse desde Mt 25, 31-45), sino que la verdadera bienaventuranza y alegría está en los pobres y hambrientos, en aquellos que descubren su situación como promesa de Reino. Los mismos pobres aparecen así como privilegiados, como portadores de la bienaventuranza de Dios, iniciando sobre el mundo una terapia de alegría, abriendo un camino de Reino.
Los ricos-saciados-satisfechos no pueden ofrecer un Reino hecho de amor universal, sino sólo un imperio como el de Roma, fundado en la riqueza y poder de los soldados. Sólo los pobres de verdad (los que no quieren hacerse ricos, sino simples seres humanos) pueden construir el Reino de Dios, para todos los hombres, con Jesús (como Jesús). Sólo ellos pueden introducir hartura donde hay hambre, felicidad donde se impone la desdicha. En este contexto, la “malaventuranza” de Jesús (que dice ¡ay de vosotros los ricos-saciados-satisfechos!) no es señal de venganza, sino aviso y deseo de cambio, para que también ellos, los ricos, puedan asumir el camino de paz de Jesús, su estrategia gratuita de Reino[2].
Mateo: de los pobres a los constructores de paz
Mateo ha interpretado las bienaventuranzas desde el contexto general del mensaje y de la vida de Jesús, tal como se está viviendo en su iglesia (hacia el 80 d. C.). Por eso no añade malaventuranzas (incluidas, de algún modo, en otros pasajes como Mt 25, 31-46: “Apartaos de mí...”). Para convertirlas una “lección de catequesis”, Mateo aumenta su número (hasta siete) y las presenta como programa de vida integral de la Iglesia. Desde ese fondo se entienden algunos cambios que él mismo (o su iglesia) han introducido en el texto de Lucas y así las presentamos, como siete peldaños de una Escala de Paz, Via Pacis del Evangelio.
(1) Bienaventurados los pobres de Espíritu (Mt 5, 3). Sólo pueden hablar de paz aquellos que asumen e instauran un camino de pobreza. En esa línea, Mateo dice pobres de espíritu donde Lc 6, 20 decía simplemente pobres. Con eso no ha negado la bienaventuranza de aquellos que son pobres por necesidad (cf. Mt 18, 1-14), pero ha querido destacar de un modo especial la opción por la pobreza, dentro de la Iglesia, pues sólo pueden construir activamente el Reino y hablar de paz aquellos que aceptan voluntariamente la pobreza (y no toman el camino de los ricos-saciados-satisfechos, que es propio del Imperio romano). En ese sentido, Mateo habla de los pobres de espíritu, esto es, de aquellos que, en vez optar por la riqueza, asumen voluntariamente un camino de pobreza, por solidaridad y por servicio a los demás, como Jesús, que, pudiendo haberse puesto al lado de los vencedores, se unió a los pobres, iniciando con ellos un camino de salvación (cf. 2 Cor 8, 9; Flp 2, 6-11).
Esta bienaventuranza nos pone ante Jesús, el siervo que no grita, no se ensalza, no esclaviza (cf. Mt 12, 15.21), sino que inician un camino de solidaridad, que se abre al Reino desde la misma pobreza. Quien quiera ante todo hacerse rico no puede hablar de paz, pues miente cuando habla de ella. Donde se busca el dinero pueden lograrse otras cosas, pero nunca la paz, porque el dinero/capital oprime a los pobres y enciende la envidia de los ladrones (Mt 6, 19).
(2) Bienaventurados los que sufren (Mt 5, 4). Sólo aquellos que saben sufrir pueden ser constructores de paz. Lucas hablaba de los que lloran (hoi klaiontes), destacando más sólo el llanto externo, quizá no aceptado. Mateo, en cambio, dice hoi penthountes, término que parece referirse ya en concreto a los que “saben” sufrir, es decir, a los que aceptan el dolor, pudiendo así convertirlo en principio de vida fecunda. Ciertamente, podemos decir como Lucas, que son bienaventurados todos los que lloran, por la razón que fuere, sin distinguir la forma en que asumen o no su sufrimiento. Pero Mateo parece haber puesto de relieve el valor de maduración e incluso de revolución radical del sufrimiento.
Los que no saben sufrir, los que no soportan el dolor, reaccionan con violencia, siendo capaces de matar a otros con tal de sentirse ellos seguros, satisfechos. En contra de eso, sólo aquellos que, quizá con miedo, saben aceptar el sufrimiento pueden ayudar a los demás, abriendo con ellos y para ellos un camino de vida. Quien no sabe sufrir termina siendo un dictador; quien hace sufrir a los demás (por hambre o terror, guerra o dictadura) no será jamás hombre de paz. Sólo aquellos que saben aceptar el sufrimiento, acompañando a los que sufren y sufriendo con ellos, pueden iniciar el camino del Reino de Dios y hacer la paz del evangelio. De la incapacidad de sufrir nace la violencia; los que saben padecer pueden ser pacíficos.
(3) Bienaventurados los mansos… (Mt 5, 5). Ésta es una bienaventuranza nueva, que Mateo o su iglesia han creado, siguiendo el testimonio de Jesús, que ha sido pobre y pequeño (sin poder económico o social), pero que ha sabido elevar y enriquecer a los pequeños, convirtiendo su pobreza en fuente de gracia y vida para muchos. Mansos son los que actúan sin imponerse, los que ayudan a los demás desde su pobreza. Así ha dicho Jesús: «Acercaos a mí todos los que estáis rendidos y abrumamos, que yo os daré respiro. Cargad con mi yugo y aprended de mí, que soy manso y humilde…» (Mt 11, 28-29). Siendo pobre (manso, no violento), él puede acoger y ayudar a los pobres.
Pues bien, esa bienaventuranza (tomada del Salmo 37, 11), expresa una experiencia radical, de tipo político: “los manos heredarán la tierra”, no al modo actual (por violencia), sino al modo de Dios: por herencia de gracia. Esta palabra (los mansos heredarán la tierra) abre una utopía de pacificación, que va en contra de todos los principios y tácticas de guerra. Sólo los mansos, los que renuncian a la imposición militar para “conquistar la tierra” podrán poseerla de verdad, pues la tierra no se conquista, sino que se recibe de aquellos que nos han precedido, para regalarla y compartirla con aquellos que nos sigan o esta a nuestro lado. La tierra que se conquista y somete por fuerza se vuelve un infierno de guerra y destrucción: cuanto más la dominemos más la estropeamos. Sólo los mansos podrán heredar y compartir la tierra. Los otros, los violentos, la destruyen y se destruyen a sí mismos.
(4) Hambrientos de justicia (Mt 5, 6). En vez de hambrientos sin más (como Lc 6, 21), Mateo dice hambrientos y sedientos de justicia. Ciertamente, son bienaventurados los carentes de comida, como supone Mt 25, 31-46 (pues el mismo Jesús habita y sufre en ellos), pero, como indica ese pasaje, Mateo sabe también que hay hambrientos mesiánicos, que entregan la vida por los otros, dando de comer a los necesitados, buscando así la justicia de Dios que es la liberación de los oprimidos (Antiguo Testamento) y la justificación y perdón de los pecadores (San Pablo).
Esta bienaventuranza habla de los hambrientos creativos, de aquellos que habiendo descubierto la presencia de Dios en los necesitados se empeñan en ponerse a su servicio. Esos hambrientos son los verdaderos portadores de la justicia de Dios (cf. Mt 25, 37). Es evidente que entre ellos se sitúa Jesús, Mesías del reino (cf. Mt 6, 33). En este contexto se entiende su palabra: “no sólo de pan vive el hombre” (cf. Mt 4, 4), sino también de hambre de justicia. Sólo a través de esta justicia, que es la liberación de los pobres, se puede hacer la paz.
(5) Bienaventurados los misericordiosos (Mt 5, 7). Ellos aparecen vinculados al Dios de Israel, a quien la Escritura presenta como «clemente y misericordioso, lento a la ira…» (Ex 34, 6-7). La fe en ese Dios misericordioso y clemente ha definido y marcado la historia de Israel, viniendo a culminar, según el evangelio, en Jesús de Nazaret, a quien Mateo ha definido, de un modo muy intenso, como Mesías misericordioso, Hijo de David que tiene piedad de los perdidos y excluidos (cf. Mt 9, 27; 25, 22; 20, 30-31). Desde ese fondo expone Jesús su novedad mesiánica, según el mensaje de Oseas: “Misericordia quiero y no sacrificios” (Mt 9, 13; 12,17; cf. Os 6, 6).
Eso significa que la religión (sacrificio) de Jesús es la misericordia (es decir, la negación de sacrificio para los demás). Éste es el sacrificio que Jesús pide a los suyos: que sean misericordiosos, capaces de compartir la vida con los otros, creando así la paz. Desde ese fondo, la religión se hace política y la política se hace “misericordia”, dirigida por la ternura y el amor gratuito, y no por la dureza de la ley implacable o la venganza. Ésta es la dicha más honda de Jesús, su felicidad mesiánica: compartir desde el corazón la suerte de los pobres, ayudar a los necesitados. Ésta es la nota fundante del evangelio, el principio de la política cristiana: la misericordia que hace felices a los hombres y crea la paz.
(6) Bienaventurados los limpios de corazón (Mt 5, 8). Un tipo de judaísmo bastante extendido en tiempos de Jesús tenía miedo de aquello que mancha al hombre y puede separarle de la santidad de Dios. A su juicio, la limpieza básica se logra través de la ley: es pureza de manos que se lavan según rito, observancia que se cumple, según lo mandado, en vestidos y comidas etc. Es religión de normas exteriores (prestigios nacionales o sociales, insignias, banderas...). Pues bien, en contra de esa pureza de ley, al servicio de los fuertes (piadosos y cumplidores), ha destacado Jesús la pureza del corazón que se abre en forma solidaria a todos, especialmente a los expulsados del sistema.
El mensaje de Jesús, tal como se vive en la Iglesia de Mateo, nos lleva a superar un sistema de purezas muy centrado en manchas de la piel, en rituales sabáticos (cf. Mc 1, 4-0-45; 2, 23-3, 6) y en tabúes de sangre y sexo (cf. Mc 5), de pureza externa y de comidas (cf. Mc 7). Jesús quiso ofrecer a sus amigos y seguidores el camino de pureza del corazón misericordioso, que se abre a los necesitados, por encima de toda ley o patria particular (de tipo político o religioso), pues su patria (su nación o iglesia) es la misericordia universal, desde los más pobres. Sólo así se inicia un camino de paz, pues los limpios de corazón no sólo “verán a Dios” (en el futuro), sino que pueden mirar ya a los demás (incluso a los enemigos) con los ojos de Dios. El limpio de corazón no hará la guerra contra otros, pues no le verá jamás como enemigos, sino como personas.
(7) Bienaventurados los constructores de paz (Mt 5, 9). Otros tipos de judaísmo podían tener sus propios bienaventurados: guerreros de Dios que conquistan un reino (celotas), buenos sacerdotes con su ritual de sacrificios, cumplidores de la ley… (en línea farisea). Pues bien, para Jesús, judío mesiánico, la bienaventuranza verdadera culmina allí donde los hombres son capaces de “hacer” (poiein) la paz del Reino, regalando generosamente la vida a los demás. De los pobres de la primera a los pacificadores de la séptima bienaventuranza discurre así un camino recto, la Via Pacis de la plenitud mesiánica, que se opone no sólo a otras formas particulares de judaísmo, sino al ideal de victoria del imperio romano.
Aquí culmina el mensaje de Jesús, aquí se condensa su proyecto, centrado en el surgimiento de unos hombres y mujeres que sean hacedores de paz (eirenopoioi), término que, como ya es costumbre, hemos traducido en mejor castellano por constructores de paz. Estos hacedores de paz son los “portadores” de la victoria de Jesús, que no es victoria contra nadie, ni imposición sobre ninguno (como en el imperio romano), sino victoria de la paz para todos, empezando por los pobres, los hambrientos, los mansos[3].
Estos constructores de paz (no constructores de una Iglesia determinada) sólo pueden aparecer claramente al final del despliegue de las bienaventuranzas que empieza con los pobres y continúa con los sufridos y los mansos etc. La verdadera paz viene de abajo, desde el perdón de los más pobres, a través de aquellos que van suscitando comunidades de personas que se aman y se abren en misericordia activa hacia todo el mundo. En ese sentido, la tradición cristiana dirá que el pacificador por excelencia ha sido Cristo (él es nuestra paz: Ef 2, 14-15), pues ha querido reunir con su gesto de entrega no violenta a todos los hombres.
Éste proyecto y propuesta de las bienaventuranzas, que ha empezado en los pobres y culmina en los pacificadores, implica una gran ruptura, como decía Mc 13, 12 y como confirma Mateo: “No penséis que he venido para traer paz a la tierra. No he venido para traer paz, sino espada. Porque yo he venido para poner en disensión al hombre contra su padre, a la hija contra su madre y a la nuera contra su suegra” (Mt 10, 34-35). La paz de Jesús rompe un tipo de vinculaciones impositivas (de tipo familiar o social), propias de los privilegiados del sistema, para abrirse a todos los hombres y mujeres, desde los más pobres, reuniéndoles en la gran familia de los hijos de Dios[4].
El mensaje de Jesús no ha sido una teoría, una vivencia separable de las estructuras concretas de los hombres, sino que implica y suscita una forma de vida provocadoramente pacífica, pues va en contra de estructuras y comportamientos familiares, sociales y políticos que parecían esenciales en aquel tiempo de cambios fuertes de la sociedad galilea (y de manera semejante en nuestro tiempo). Pues bien, enfrentándose a esos cambios, Jesús ha trazado su camino de paz social y familiar, cultural y religiosa (¡política!), desde los más pobres. Lógicamente, para ello, ha tenido que romper (superar) las formas de vida dominante de su entorno. Como se podía haber previsto, su propuesta ha encontrado opositores, no sólo entre los miembros de las clases altas (herodianos, sacerdotes, algunos escribas y, finalmente, los romanos), sino entre las familias galileas donde había iniciado el camino del Reino.
Su camino de paz (que empieza con los pobres, hambrientos y tristes) supone un cambio fuerte en las prioridades del entorno social. Jesús no ha querido implantar la paz con violencia, ganando una posible guerra externa (pues con eso seguiría dominando la violencia), sino cambiando la forma de ser y sentir, de querer y comportarse de los hombres y mujeres de su entorno, desde los más pobres, en terapia de gozo (de nuevo nacimiento). Por eso tuvo que enfrentarse con las estructuras dominantes de solidaridad familiar y social, para crear solidaridades nuevas, desde los más pobres, abiertas a todos, por encima del patriarcalismo familiar y social de su tiempo.
Lógicamente, al cuestionar los esquemas de vida tradicional, ha suscitado reacciones fuertes, persecuciones y violencias. Suele decirse que es más fácil cambiar un imperio militar (dar un golpe de estado, como pudieron haber hecho, en aquel tiempo, Tiberio o Calígula, Claudio o Nerón, Galba, Otón o Vitelio y, por fin, Vespasiano), que trasformar desde abajo los modelos de vida familiar y social de los campesinos y demás habitantes de Israel o Roma. Pues bien, eso último es lo que quiso hacer Jesús, iniciando una revolución integral, desde los más pobres, al servicio de la gratuidad y amor entre todos los hombres y mujeres.
Conclusión. La paz de las bienaventuranzas
Conforme a lo anterior, las bienaventuranzas no son sólo una promesa para el fin de los tiempos, sino anuncio y garantía de felicidad actual, testimonio de la presencia del reino: ¡Bienaventurados porque es vuestro el Reino de Dios! No postulan ni piden un cambio previo de los hombres, para así llegar a Dios, sino que se arraigan en Dios, para fundar el cambio y alegría de los hombres.
En su fondo de ellas late la certeza de que el mismo Dios se ha hecho vida para (entre) los hombres, de manera que se puede afirma: «¡Dichosos vuestros ojos porque ven y vuestros oídos porque oyen, pues os aseguro que muchos profetas y justos desearon ver lo que veis y no lo vieron, y oír lo que vosotros oís y no lo oyeron!» (Mt 13, 16-17). Sólo porque el Reino está presente y porque así lo han descubierto los pobres-hambrientos-entristecidos, se puede asegurar: ¡Dichosos, vosotros, los pobres…! Sin esa certeza, las bienaventuranzas serían talión resentido (¡cambiarán las suertes!) o sarcasmo (¡consolaos, vosotros, los pobres…!).
Las bienaventuranzas son palabra performativa, pues realizan lo que dicen. Otros hombres y mujeres pueden poseer otras cosas (armas, negocios externos…), pero los que escuchan y acogen el mensaje de Jesús son destinatarios de la Palabra de Dios, creadores de una nueva humanidad, que se realiza y crece desde la pobreza y la marginación. Las bienaventuranzas no son palabras de ilusión ni de evasión, sino de auto-conocimiento y auto-afirmación, propias de un grupo de marginados que se sienten y actúan como portadores privilegiados del amor de Dios, principio y centro de la nueva realidad del Reino, que está ya despuntando. En un nivel, los bienaventurados-pacificadores de Jesús forman parte del mundo anterior (del que provienen) y en ese sentido son pobres-hambrientos-entristecidos. Pero, al mismo tiempo, en una dimensión más honda, ellos se descubren ciudadanos del “mundo prometido”, adelantados del tiempo nuevo de paz que ya comienza.
Las bienaventuranzas no expresan un tipo de paz honorable, que es propia de los estamentos superiores, que dominaban por entonces, tanto en Roma como en Israel, pues esa paz es falsa y está al servicio de los intereses de unas clases sociales, que se juzgan importantes, portadoras de un poder sagrado… Pues bien, en contra de eso, Jesús ha comenzado su camino de pacificación desde aquellos que carecían de honor y dinero, desde los rechazados sociales, invirtiendo los programas y proyectos de la sociedad establecida. Precisamente aquellos que no tienen nada (legiones, dinero, nobleza social…), campesinos sin tierra y excluidos de la nueva Galilea comercializada por los romanos, se atreven a iniciar un movimiento de bienaventuranza, sabiendo que Dios les ha hecho portadores de su paz mesiánica, tal como ha sido revelada en Cristo[8].
Las bienaventuranzas son una experiencia exigente y salvadora, como muestran las palabras sobre los misericordiosos y los pacificadores. Si Dios fuera talión (¡ojo por ojo…!), también los hombres podrían responder con el talión, condenando a los culpables. Pero, siendo gracia, los creyentes deben responder gratuitamente, haciéndose portadores de paz. Cierta apocalíptica tendía a situar casi de forma paralela (simétrica) el premio y el castigo, como suponiendo que para Dios es lo mismo premiar que castigar. Pues bien, en contra de eso, el Dios de Jesús no es simetría, de manera que la bienaventuranza y los ayes, no pueden colocarse en paralelo. Dios se ha comprometido positivamente en favor de los hombres, empezando por los pobres. Por eso es parcial y universal: ama a los pequeños y, a partir de ellos, quiere salvar a todos. Sólo en ese sentido se pueden entender los ayes, no como palabra de condena impositiva, sino como expresión de la tristeza y muerte en la que vienen a cerrarse aquellos que se cierra a la gracia[9].
NOTAS
[1] En el centro del imaginario del imperio romano (que está imponiendo su programa en Galilea) puede situarse “la marcha triunfal de los guerreros victoriosos, tal como puede descubrirse y leerse todavía en el arco de triunfo que se alzó a la memoria de Tito, tras su victoria sobre los judíos, el año 70 d. C. Los soldados triunfantes entraban como portadores de gozo y de gloria en la Ciudad Eterna, que los recibía como a héroes, en desfile triunfal, de tipo religioso, Pues bien, al proclamar bienaventurados a los pobres-hambrientos-entristecidos, Jesús ha elevado su máximo aviso (¡ay!) en contra de esos vencedores, mostrándoles no sólo el mal que hacen, sino el riesgo de malaventuranza radical en que se encuentran. Aquel desfile triunfal de los ricos-saciados-satisfechos es para Jesús la máxima desdicha; no es signo de paz, sino de guerra perpetua, no es signo de felicidad, sino de desdicha. Allí donde normalmente se dice (donde Roma ha dicho) vae victis (¡ay de los vencidos!), Jesús proclama vae victoribus (¡ay de los vencedores!), no por revancha (los antes vencidos vencerán), sino por descubrimiento de la gracia superior de Dios, que actúa y se expresa a través de los vencidos, portadores de la más alta bienaventuranza de Dios, no porque un día vayan a triunfar según el modelo antiguo, sino porque el futuro de Dios, que está empezando ya, rompe ese esquema de lucha que ha dominado en la historia de los hombres. De esa forma, en realidad, los vencedores son los derrotados.
[2] Leídas desde un fondo de inversión, en la línea de la historia parabólica de Ester (fiesta de Purim), las malaventuranzas seguirían siendo palabra de ley: reflejarían una ética de juicio, hablarían de la justicia inexorable que planea sobre la historia, instaurando en ella un principio de equivalencia y venganza apocalíptica. Pero, leídas desde el conjunto de la vida y mensaje de Jesús, ellas proclaman una enseñanza mesiánica e inician un movimiento de trasformación humana, que se expresa y expande precisamente aquí y ahora, a partir de los pobres y derrotados de la historia. Ellas instauran y definen un camino de paz que está llegando ya, que se está realizando ahora, desde los pobres, a diferencia del camino imperial de Roma, que es propio de los ricos-saciados-satisfechos. Si la historia perteneciera sólo a los vencedores, no habrá lugar para los vencidos. Pero si la historia pertenece a los vencidos, desde ellos y con ellos puede haber lugar para todos los hombres y mujeres.
[3] La frase hacer la paz (poiein eirênên) que traducimos por “construir la paz” aparece en varios textos centrales del Nuevo Testamento (Mt 5, 9; Ef 2, 15; Sant 3, 18). Los pacificadores de Jesús siguen siendo los pobres y excluidos que renuncian, con su gesto de paz, a la violencia del ambiente, para construir de esa manera el Reino. En contra de la política oficial de Roma y de los reyes herodianos, la paz no es obra de los emperadores y monarcas que instauran su dominio por la fuerza, como Augusto, que edificó en el centro de Roma su Ara Pacis (Altar de la Paz), para expresar su soberanía (y soberbia) mundial. A los ojos del Cristo de Mateo, los portadores de la paz de Augusto, simbolizada en su Altar central de Roma, serían unos engañados e impositores.
[4] La Iglesia de Mateo ha proclamado así la paz familiar y social de Jesús. Siglos de espiritualismo sacral e idealista nos han impedido abrir los ojos y entender el evangelio como programa real de Reino, en este mundo, como movimiento de paz que se expresa y expande en un plano social y político. El evangelio es un proyecto de pacificación, desde los más pobres, un programa intenso de no-violencia activa, fuerte, que vincula a todos los hombres. Hemos identificado a veces evangelio con ley, santidad con sacralidad, fidelidad a Dios con represión del sexo o los placeres. Pues bien, en contra de eso, las bienaventuranzas son un programa de dicha política y social, capaz de vincular en un gesto de paz a todos los hombres.
[5] Sigo partiendo de lo que he dicho en Hijo de Hombre. Historia de Jesús Galileo, Tirant lo Blanch, Valencia 2007. Sobre la persecución en el contexto de Jesús y de sus primeros discípulos, desde diversas perspectivas cf. C. S. Barton, Discipleship and family ties in Mark and Matthew, Cambrige UP 1994; M. Borg, Conflict, Holiness and Politics in the Teachings of Jesus, Mellen, New York-Toronto 1984; C. J. Gil Arbiol, Los Valores Negados. Ensayo de exégesis socio-científica sobre la autoestigmatización en el movimiento de Jesús, Monografías, ABE-Verbo Divino, Estella 2003; R. A. Horsley, Jesus and the Spiral of Violence, Harper, San Francisco 1987; M. Mödritzer, Stigma und Charisma im Neuen Testament un seiner Umwelt, Vandekhoeck, Göttingen 1994; H. Moxnes, Poner a Jesús en su lugar. Una visión radical del grupo familiar y el Reino de Dios, Verbo Divino, Estella 2005; G. Theissen, El movimiento de Jesús. Historia social de una revolución de los valores, Sígueme, Salamanca 2005; G. H. Twelftree, Christ Triumphant: Exorcism Then and Now, Hodder and Stoughton, London 1984; Jesus, the Exorcist. A Contribution to the Study of the Historical Jesus, Hendrickson, Peabody 1993.
[6] Hemos evocado ya la guerra familiar y social de Jesús. En ella pueden distinguirse tres momentos. (a) Provocación. Jesús y sus discípulos provocan porque inician y buscan un tipo de vida contracultural, pues rompe los esquemas de dominio y sumisión de la nueva Galilea, para instaurar otro tipo de cultura campesina, fundada en la solidaridad, desde los pobres. (b) Reacción. Algunos que no aceptan la propuesta de Jesús responden con violencia verbal e incluso social y física. En principio, la primera reacción no viene de las autoridades, sino de grupos menores (familias y aldeas) que se sienten amenazadas por la conducta de Jesús y de su grupo. Tienen miedo, se saben oprimidas, pero aún así prefieren la seguridad del estado (sistema fuerte), a la aventura de Jesús y de su grupo. Esta reacción (que culminará en la guerra del 67-70) se ha generalizado en el tiempo de las primeras comunidades de Galilea. (c) Ratificación. Jesús pide a los suyos que respondan manteniéndose firmes en su provocación, con alegría, no por el mal que les hacen al rechazarles, sino por la posibilidad que tienen de presentarse como testigos del Reino de Dios, en la línea de los antiguos profetas.
[7] En un contexto en parte semejante, Mahoma y sus amigos emigraron a Medina (Hégira), para formar allí una comunidad autónoma. En contra de eso, Jesús y sus discípulos permanecen básicamente en Galilea, corriendo el riesgo del rechazo y la persecución. Con Jesús, a quien la tradición presentará como justo sufriente y perseguido (cf. Mc 8, 31-9, 1 par), han de sufrir también los suyos. Jesús no les quiere masoquistas, sino que les ofrece y promete la felicidad perfecta, que consiste en mantenerse alegres en medio de la persecución, en paz personal y social, sin rebelarse contra Dios, sin descargar la violencia contra otros. Esta bienaventuranza le presenta como hombre dichoso, que sabe dar la vida sin victimismo. No busca el dolor por el dolor, no se goza en la desdicha, sino que busca y promete bienaventuranza. El evangelio no es guía de pecadores (contra el libro famoso de Luis de Granada), ni de perdedores (como podría suponer una lectura poco atenta de Mc 8, 31; 9, 31, 10, 32-34 par), sino de amadores y gozadores, personas que saben ser felices desde el más hondo manantial de su existencia.
[8] Sobra la “antropología del honor y deshonor” que está en el fondo del mundo del Nuevo Testamento, sigue siendo clásico: B. J. Malina, El mundo del NT. Perspectivas desde la antropología cultural, Verbo Divino, Estella 1995; Id. y R. L. Rohrbaugh, Los evangelios sinópticos y la cultura mediterránea del siglo I. Comentario desde las ciencias sociales, Ágora 2, Verbo Divino, Estella 1996.
[9] Entendidos de esa forma, los “ayes” no son una amenaza para después, sino una palabra de aviso para el presente: son lamentos de Jesús frente a unos hombres y mujeres que quieren fundar su alegría y su paz mentirosa en una riqueza y poder que son propios de una sociedad clasista y violenta.