Fraternidad eclesial y amistad humana (El sofo-saurio de Fernando)

Fernando, la sabiduría
No hace falta presentarlo. Cuando un tema llega a su centro, él aparece, como sofo-saurio (y en ese sentido dino-saurio), porque el poder es la sabiduría y, según la tradición bíblica, los saurios-serpientes empezaron siendo un signo de Yahvé que cura las enfermedades del pueblo (Num 21, 8-9) de sabiduría, para promover y potenciar la búsqueda de humanidad y (dentro de ella) la búsqueda de fraternidades cristianas que pueden potenciar la amistad. En la intervención del día 13 había dicho unas palabras centrales:
Intuyo que las cuestiones “teológicas” del futuro –entre comillas– se están gestando ahora, como granos de mostaza, no como eclesiología ni tampoco como ecumenismo interreligioso (otra forma de eclesiología por desplazamiento), sino como… un afán de plantear las grandes ideas religiosas más allá de pertenencias o grupos. Sé que ahora todos ponen las miradas a las pertenencias y a las compañías con sello de identidad. Son los tiempos. Yo, en cualquier caso, seguiré mirando a las estrellas, a las plantas, a las personas y a los problemas matemáticos.
Ciertamente, Fernando seguirá mirando a las estrellas (¡es en el fondo un astrónomo!) y planteando problemas matemáticos… Pero, sobre todo, aunque parezca negarlo, seguirá pensando en la amistad y en la fraternidad. De ello ha pensado en estos días y fruto de su pensamiento son estas sabias y fuertes palabras (de dino- y sofo-saurio) que me envía, como un nuevo motivo de reflexión en la experiencia y compromiso de iglesia (es decir, de despliegue de humanidad). Gracias, Fernando, amigo… y hermano, todo lo que sigue es tuyo. Y recuerda que amistad es caminar juntos hacia la verdad, dialogando en el camino y eso hacemos, tú y yo, y otros muchos. Gracias otra vez por tu amistad.
[Introducción. A modo de carta]
Xabier, me asustas. Me colocas en medio de tu blog con la efigie de Rahner presidiendo. No sé si los dinosaurios desaparecieron porque cayó un meteorito, hubo una epidemia o varió el eje de la tierra. Lo que sí sé que hay ciertos velocirraptores teológicos que incluso muertos son capaces de darte caza y merendarte en cinco minutos.
[Fraternidad y amistad]
¿Recuerdas el método antropológico-trascendental que desarrolló Rahner en su Teología y antropología (Escritos de Teología) y Teología trascendental (SM VI), entre otros? Permíteme entonces jugar con él estableciendo una relación intencionada entre fraternidad y amistad, e intenta explicar lo que dije en el post anterior.
Mira las cosas en términos de amistad. San Agustín recelaba del ideal pretendidamente universalista de la amistad, tal y como se prodigó en los tratados paganos. Veía en ella un reducto de anonimato, una actitud filantrópica que consistía en adoptar gestos más que hechos. Por eso se cuidó de destacar en su De fide rerum invisibilium 3 y ss. (ya el título es representativo), que al final toda forma de amistad debe fundarse en la caritas, que es la que dota de profundidad al acto amistoso como correspondencia de unión amorosa y semejanza con Dios. Es un motivo claro de personalización y no de vaga solidaridad o de diálogo común, como hoy se dice, que para él no tenía plasmación concreta. Ir al sujeto con rostro, nombres y apellidos, es hacer de la amistad una caritas, un abrir en la semejanza la infinita desemejanza de Dios Trinidad.
Hagamos el siguiente ejercicio comparativo: donde se lea caritas dígase fraternidad en sentido concreto o “eclesial”, y donde se vea amistad póngase la mirada en las posibilidades de la comunicación general humana en términos benéficos de conocimiento, compartimiento y relación. ¿Qué se deriva de todo ello? Obviamente, que una fraternidad permite, como muchos han indicado, que las cosas vividas en su seno se tornen deseables, llenas de gracia y capaces de crear conjuntos de amistad. Pero de ahí no se plantea necesariamente que las condiciones de posibilidad que fundan la caritas de una fraternidad concreta en el tiempo y el espacio sean capaces de albergar y recibir la comunicación absoluta entrañada en el sustrato amistoso humano.
[Iglesia: presencia fraterna fundada en la Caritas]
El mismo Rahner reconocía que la Iglesia es lugar de mediación concreta, el espacio de la existencia cristiana, en un marco histórico propio plagado de carencias e insuficiencias, que la convierten en una congregación a la que no es posible idealizar a causa de sus pequeñeces y falsas evoluciones. Y aducía para ello la forma del siervo bajo la cruz (Curso VII,8). Vistas las cosas de este modo, no pretendo enredarme en el argumento sobre el pecado de la iglesia como excusa fácil a la autoafirmación indirecta. Más bien quiero centrarme, siguiendo sus palabras, en un hecho experiencial directo y generacional: la presencia fraterna fundada en la caritas, a pesar del mandamiento divino del amor, no lleva parejo el hecho de que sea capaz de alcanzar toda forma histórica de expresión humana entendida para el bien.
Dicho en otros términos: no hay relación intrínseca entre fraternidad y amistad, pues se puede ser amigo sin fraternidad de conjunto y, lo que tal vez es más preocupante para muchos, que una fraternidad dada no tiene por qué autocomunicar la amistad y la compañía que supuestamente constituye su ideal tanto entre los suyos como con los ajenos. Bien sabemos todos que en el orden de los hechos dentro de la Iglesia uno tiene ocasión de gustar la soledad, tanto en su extremo de “sistema” como en su expresión de comunión y gratuidad, a pesar de todo su probable ambiente cálido. La razón es simple: al tratarse de una fraternidad concreta, los concretos sujetos que la conforman pueden, por razones múltiples, no verse ni representados ni acogidos legítimamente por ese modelo. Aquí, ya ves, no se cumple la idea rahneriana de que la subjetividad del hombre exige por su esencia la existencia de una objetividad normativa de su subjetividad. Más bien, habría que considerar que lo normativo (eclesial) es un signo y no un espacio capaz de contener, como he dicho más arriba, la comunicación general humana en términos benéficos.
[No hay un vínculo necesario entre amistad y fraternidad]
Con esto no estoy diciendo que la amistad y la fraternidad sean dicotómicas. En absoluto. Estoy afirmando algo más importante: que al ser la fraternidad un signo, el signo no hace que sean sinónimas. En términos rahnerianos se diría que no hay un vínculo intrínseco y necesario entre la amistad general y la fraternidad concreta, no sólo por una razón puramente histórica sino por razones intrínsecamente categoriales. Las múltiples modalidades y expresiones de comunicación humana no están ni pueden estar todas ellas contenidas en una fraternidad constituida, ya que entonces no hablaríamos de un signo de invitación sino de un orden categorial absoluto. Por eso dice la Lumen Gentium 1 que la Iglesia «es como» un sacramento, el signo e instrumento de la unión con Dios y la unión entre los hombres. No es la res de toda la posible unidad real entre los hombres, sino sólo el signo, el sacramento. ¿Único signo, te preguntarás? Ahí está la cuestión. La amistad puede ser extremadamente vaga, gaseosa, incluso inexistente. Si me apuras, podría aceptar como cierto lo que en su tiempo dijo el fabulista francés Florian en una reunión: «Amigos míos: los amigos no existen». Pero, incluso ahí, la fraternidad dada, visible y operativa en términos de comunión (caritas), sería el posible horizonte de instauración de amistad, pero no el único entre todas las posibilidades históricas que permitirían recuperar la idea de que esa amistad es factible. La Iglesia es un signo de amistad, insisto, no es un espacio real absoluto en el que todas las culturas, conocimientos, formas religiosas diversas, modelos económicos, valores complejos, etc., que instauren cierta amistad se vean representadas o contenidas por ella necesariamente. Esto es lo que quiero tener en cuenta cuando se elabora una teología que pretende enraizar los principios de una amistad universalizable con criterios eclesiológicos de fraternidad, con límites precisos de que sólo es un signo y no una realización.
[A lo mejor no debe haber unidad real de Iglesias, sino comunicación libre, sin límites de pertenencia]
Rahner no era tonto. Eso es obvio. Por eso llamó la atención sobre el «tuciorismo» dentro de la Iglesia. El tuciorismo, como sabes, es la doctrina moral que prescribe que en caso de duda debe siempre escogerse lo seguro. Para Rahner el único tuciorismo seguro es ser audaz. ¿Por qué? Porque en parte coincidía con Y. Congar en sus Essais oecuméniques cuando éste advertía de la posibilidad de un diálogo entre cristianos, una comunicación real entre personas, al margen de las Iglesias institucionales, un deseo de unidad sin unidad real de Iglesias. Para Rahner, el curso de la iglesia podía estancarse de tal modo que pudiera poner en peligro esta propia capacidad de dinamismo e inspiración, como tú mismo vienes a advertir. Pero esto es equívoco, a mi juicio, porque para existir unidad visible desde un diálogo espontáneo entre cristianos separados, debería pasarse del deseo a la realización, lo que es imposible sin contar con la libertad de pertenencia.
A lo mejor, es que no debe haber «unidad real» de iglesias y sí comunicación libre sin límites de pertenencia, libre en gran medida de etiquetas tales como católico, evangélico, ortodoxo o incluso cristiano, si me apuras. En eso me darás la razón, aunque en la realidad concreta es inviable. Rahner no era tonto, insisto, pero sería miope por nuestra parte creer que toda forma de diálogo entre cristianos exige una expresión eclesial autorizada. Es al contrario. Los diálogos se construyen con modelos previos de relación y con programas definidos en el marco de las conferencias entre autoridades religiosas y teólogos. Que yo sepa, nadie ha llamado a ellas a los católicos transeúntes como yo. Puedo llevarme bien con mi vecino adventista, y tal vez fomentemos amistad mutua, pero dudo mucho que de ahí surja expresión eclesial visible (sólo invisible), puesto que es innecesaria.
[El deseo de querer ser una alternativa a la autoridad]
Hagamos una analogía con esta consideración. ¿La iglesia está en peligro porque su modelo actual, modelo de comunión según el Vat. II, no es capaz de poder encajar todos los desafíos que la sociedad actual fomenta? Esta pregunta es capciosa y se repite una y otra vez ignorando lo que supone. La iglesia posee un alcance de renovación que se sustenta en los límites de su fraternidad, incluso bajo su modelo más tradicional. Llevarla más allá, en mi opinión, acabaría rompiéndola precisamente por querer abarcar más de lo que ella da de sí. ¿Y por qué? Porque tiene que contar con aquellos que dentro no aspiran a una renovación tal sino otra distinta, a atender a las circunstancias externas que la rodean, a las tensiones internas que subsisten en su interior y, sobre todo, a la existencia de modos de relación y amistad que no quieren formar parte de su comunión general. Ahora, y no antes, se puede vivir fuera de la Iglesia como una compañía que está ahí como fraternidad visible y concreta entre otras, lo que es sin lugar a dudas un buen motivo para no caer en el trascendentalismo de considerar que si no acogemos todo ya no somos Iglesia.
Por eso, cuando se insiste en la renovación de la Iglesia, de muchos modos y maneras, suelo percibir un inconfundible tufillo autoritativo. Si eso no se realiza en los términos deseables por sus promotores, inmediatamente parece ponerse en marcha el argumento de la decepción, el sentimiento de la fracaso y, lo que es peor, un cierto deseo de querer ser una alternativa de autoridad para llevarla a cabo. Por otro lado, si se juzga necesario afrontar una crítica a la autoridad eclesiástica, su corte de turibularios, filisteos, libreas y vientres agradecidos despliegan toda suerte de artillería teológico-beato-emocional para hacer sospechosa, interesada o capciosa tu propia crítica. Así no hay modo.
[El mundo eclesial es angosto, querido Xabier…]
Repito: los modelos de fraternidad, por muy sencillos y evangélicos que se revelen, no tienen por qué ser obligatorios. Tampoco lo son, o deben ser, los sistemas sacrales. De eso ambos somos conscientes. En este sentido, te doy la razón en que la Iglesia se ha limitado a ofrecer un campo de movimiento cuya única condición ha sido establecer una disyuntiva: o lo tomas o lo dejas. Esto si quieres es un modo chusco de hacer comprensible a todos la verdadera afirmación de la sacralidad: las disyuntivas, que como sabes brotan de la lógica de los ejes de separación (dentro-fuera, arriba-abajo, lejos-cerca, ellos-nosotros, etc). Por eso, estoy contigo en que estamos ante un edificio, no diría un sistema, que requiere moverse no sólo para evolucionar sino para que se haga consciente de que tiene una responsabilidad real en la marcha del mundo actual, junto al resto, y que demanda una visión más allá de lo eclesiológico. Pero cuando mueves ese edificio querido Xabier, el resultado puede resultar inesperado, más incluso para los modelos de eclesiología renovadora. A éstos le pueden caer los cascotes más grandes, ya que no tienen ni la historia ni los mimbres para enfrentarse a las derrotas internas que implicaría no poder absorber los impactos internos y externos. Temo que la mayoría acabarían siendo grupos locales y particularizados por exceso de afecto y cordialidad, mientras el sistema tradicional sagrado, papado petrino incluido, salir airoso entre sus cenizas. Cosas veredes...
Yo intuyo, y muchas veces te lo he dicho, que los ideales de solidaridad se van diluyendo cada vez más en fraternidades con pertenencias y sellos de identidad. Éste es un peligro que tal vez tú puedes percibir mejor que yo, o a lo mejor no. Por eso mismo entiendo que los discursos eclesiológicos son necesarios, ¡cómo no!, pero tal vez ignoran que siguen contemplando la realidad con gafas de pertenencia, de identidad, o si cabe, con vectores difusos dirigidos ávidamente hacia ella. Son los oscuros objetos del deseo eclesial. Yo no reniego de la eclesiología, es decir, de reflexionar sobre la caritas de la fraternidad, a la que desearía que fuera si no más amable o más justa, sí capaz de valorar con honradez y limpieza a las personas que están trabajando a favor de ella. El mundo eclesial es angosto, querido Xabier, teñido de sospecha y de grupismo, y adolece de bajeza intelectual, no porque no haya buen espíritu, sino porque éste se confunde con la complacencia en su caso o la adscripción en otro.
[También los modelos renovadores caen en este saco]
También los modelos renovadores caen en este saco. En realidad, la eclesiología es saludable para recuperar la sensatez en el propio debate de la identidad cuando surge el peligro de esta bajeza intelectual. Mas la identidad se limita tarde o temprano (como sabemos por la historia) a verse como fraternidad, lo que implícitamente arrastra su reflexión a no correr por los términos generales de la amistad, los valores y los compañía universales que la sociedad actual requiere, sino en orden al campo interior de la identidad propia. Si se quiere acceder a los grandes pálpitos que subterráneamente están gestándose en el presente, la eclesiología debe descubrir que la Iglesia ya no guarda en su seno capacidad de renovación sin ayuda de personas y de ideas al margen de su identidad, sean cuales fuere. Y esto sí es problema que la eclesiología actual no percibe, o al menos, yo no lo he advertido. ¿Qué ayuda puede recibirse de alguien con ideas diferentes, ajenas o directamente contrarias? Un ejemplo gráfico puede servir a mi idea.
En el pasado, la Iglesia podía entablillarse por sí misma sus huesos rotos y dispensarse analgésicos y vitaminas. Eran las grandes reformas históricas. Lo que ella consideraba ad extra no le servía de guía. Bastaba mirar a su modelo inicial de retorno a las fuentes evangélicas y patrísticas –lo que no era otra cosa que instaurar y reconstruir el modo teológico de mirar hacia dentro–, para recuperar su centro. Ahora ya no tiene esta fuerza, Xabier. Debe ir, como todos, al dispensario más cercano y pedir ayuda a profesionales, pues ni siquiera el recuerdo de sus fuentes le permite recuperar la salud. Junto a sus códigos fuentes religiosos se forman incrustaciones del resto de códigos religiosos o seculares, unas veces para el diálogo y otras para la lucha directa, en una sociedad plural que está, como ella, amedrentada, difusa pero muy viva. En este entorno, ¿no es precisamente el modo cristiano más adecuado y más noble –evito eso de ortodoxo– advertir de todas las maneras posibles los peligros que supone la tentación «eclesiológica» de mirarse a sí mismo solo?
Esta es la clave, la cual posee, a mi entender, un entronque eclesiológico claro. La estrategia, si es que hay sólo una y no varias, no está en dilatar las potencialidades que la Iglesia descubre en ella como signo de unión y contener todas las múltiples formas de convivencia, amistad y fraternidad, porque esto no es posible. Ser audaz no es caer en la ficción. La iglesia como expresión de fraternidad tiene límites, porque de no ser así ni siquiera hablaríamos de Reino de Dios sino de homología global, lo cual ni es real ni es bueno. En una fraternidad constituida como es la Iglesia, en la que en principio debe regir la caritas de la que hablaba san Agustín, hay siempre un puente que es y debe ser la real posibilidad de renovación, la cual ahora ya no puede alimentarse de exclusivos alimentos teológicos y eclesiológicos.
[Ideal de comunicación ilimitada]
Personalicemos si quieres: yo quiero ser amigo tuyo. Creo que lo soy y de ello me enorgullezco. ¿Debería por ello celebrar con pan y vino, con un canto sencillo y una oración sentida, que soy amigo tuyo? No, ni me da la gana. Eso sobra: lo soy y punto. Y aquí, entiendo, puede radicar el problema, pues muchos romperán esta amistad in nuce porque no deseo formar parte de ese circuito. En este instante, esa fraternidad simbolizada por el ámbito religioso seguirá siendo comunión con Cristo, rechazando libremente mi amistad, cosa a la que están legitimados. La fraternidad eclesial a lo largo de la historia se ha impuesto, como todos sabemos, por medios de tradición. Se imprime carácter cristiano por el bautismo te guste o no, y ya no hay modo de renunciar a él. Hoy en día por el contrario se invita, pero incluso con todas las alegrías comunitarias y litúrgicas que quieras, esa comunidad tiene límites de convivencia, identidad y celebración, porque entonces no sería un ámbito religioso sino un club privado. Esto es importante, pero es una preocupación secundaria. La preocupación primaria, y que alcanza incluso a los que están en el interior de la fraternidad eclesial, es la comunicación ilimitada entre las personas al margen de que sean o no confesantes en un tiempo en el que cada vez nos vemos amenazados por el particularismo y la división.
La inquietud eclesiológica es religiosa, teológica si quieres, y es muy noble, pero ahora en ella se requiere una altura filosófica y ética capaz de ir a lo primario, que es poner vías de amistad sin identidad religiosa. Ahí, sin duda alguna hay un signo que la iglesia, como acontecimiento histórico en el que se confiesa y celebra la autocomunicación amorosa de Dios, puede ver como bueno, pero no es suyo, no le pertenece, salvo que pongamos el sustantivo “Iglesia” a todo, lo que ni siquiera tú aceptarías. Yo no quiero formar parte de una Iglesia-fraternidad porque ella me ofrezca sólo un entorno de gratuidad y de comunión de personas como alternativa al sistema sagrado impersonal y que no piensa, según dices. Yo estoy en la Iglesia con el fin concreto de que ella sea signo de excelencia capaz de ofrecer su identidad teológica, litúrgica y espiritual, a la que nunca puede renunciar, no para repetir la consabida historia de las religiones, sectas o iglesias, que es pertenecerles y punto. Si la eclesiología fundada en la fraternidad entiende que no puede aportar vías absolutas para crear amistad al margen de la confesión en Cristo, cosa que sería una utopía, es obvio que sí está capacitada para contemplar la posibilidad de que información ajena a ella le puede ser ahora más valiosa que su propia teología. ¿Cómo descubrir eso? Hace falta muchos Rahner para ello. Yo modestamente puedo aportar algo mirando en todas direcciones, pues creo, como decía Alejandro Dumas, que el que lee sabe mucho pero el que observa sabe el doble.
[Ideal de Excelencia]
La renovación eclesial se ha hecho muchas veces desde arriba, como sabes a lo largo de la historia. Un ejemplo es la reforma gregoriana. Ahora ya no puede hacerse ni desde arriba ni desde abajo. Tienen que venir los que no están convidados a la mesa, a lo mejor ricos y sabios (¡qué ironía!), no para ser convidados, que no lo desean, sino para re-clarificar los principios generales de la comunicación humana. Xabier, intuyo que es necesario recuperar un ideal de excelencia, lo cual no supone ni la separación, ni la soberbia, ni el autoritarismo. A lo mejor esa excelencia no es amar mucho (santidad) ni querer formar grupo (unidad) ni vivir o pensar como identidad visible (apostolicidad). Simplemente sentir que hay direcciones éticas y teológicas profundas que obligan a mirar fuera de las pertenencias y aprender de ahí. De muchas religiones creo que esto es imposible. De la eclesiología tradicional cristiana sólo puedo decir que su historia es grande pero confusa. De la renovadora Xabier tengo algunas dudas.
Conclusión: las religiones y sus teologías podrán ser las hipotéticas ganadoras de este tiempo complejo. Sus eclesiologías servirán para ello y las comunidades tradicionales o renovadoras alzarse con el deseo de fraternidad. Pero entonces volverá a rodar la rueda de las pertenencias. Es el límite de la religión lo que estoy dilucidando. ¿Podrá la eclesiología darme una pista para ello?
Addenda
Entiendo que lo comentado más arriba sobre la relación entre la caridad y la amistad no está lo suficientemente clara. Le he dado vueltas esta noche y creo haber encontrado el punto.
La caritas es indudable que por su condición de presencia activa de Cristo es un claro potencial de amistad en el marco concreto del tiempo y el espacio. Así pues, en la Iglesia se da la real posibilidad de dar a todos, propios y ajenos y a causa de su constitución, el nombre de amigo y no el de siervos o esclavos (Jn 15,14-15).
Por otro lado, hay que anotar que la idea de una amistad universal es un concepto vacío si sólo queda en el plano del ideal ilustrado. Entre otras cosas, la historia enseña que nadie está obligado a la amistad, por muy universal, benéfica e ideal que sea. Tal vez por ello existen las fraternidades confesionales (religiones), para crear ámbitos de relación cuando se es consciente de que el ideal universal es un proyecto posible pero sin realización histórica concreta (entiéndase viable).
Dicho esto, debo decir que cuando hablo de amistad no me refiero sólo a la posibilidad de crear el mayor número de relaciones benéficas entre los seres humanos, sino a su proyección en lo personal y singular. La idea genérica de amistad es un propósito loable, pero queda como simple regulador frío si no alcanza la excelencia del espacio personal y concreto en una historia singular de amigos/as. Es su fase esencial. Lo singularizable es la cúspide de lo universalizable, no a la inversa.
El espacio de caridad que imprime el marco fraterno visible de la Iglesia está ahí para fomentar la amistad in signo, no como realización extensa y efectiva en todo el orden espacio-temporal. Se trata de un impulso, no de un potencial absoluto. Si fuera potencial absoluto, cabría el peligro de ser obligados a la amistad, lo que es un contrasentido.
[La caridad no crea un ámbito directo de amistad]
No obstante, y al contrario de lo que san Agustín consideró, y no sólo él, la caritas entendida como realización histórica no crea, como expresión primaria, un ámbito directo, concreto y singularizable de amistad. Entiendo como expresión primaria la constatación irrefutable en los hechos ¿Por qué?
– Porque la caritas puede subsistir como modelo ideal mientras su expresión real no se presenta como carácter amigable en sentido cálido. Un ejemplo de ello es la consideración teológica tradicional de que la forma en que la Iglesia se ha dado al mundo, fundada en Cristo, es ya en sí un signo de caridad histórica. Tal y como ésta conformada y establecida es ya caritas. Es decir, sería siempre caritas aunque reformase todos sus elementos institucionales, litúrgicos, espirituales, etc., de una forma u otra. Es caritas en sí, aunque este «en sí» no entrañe objetivamente entornos reales de amistad, aunque sí posibles en el ideal.
– Porque la caritas se funda en la entrega fraterna, en el amor oblativo universal, el cual no tiene por qué entrañar directa e incuestionablemente una relación singular de amistad –lo que lindaría con formas de santidad, y a la santidad estamos llamados no obligados–, donde la cercanía, la igualdad y la no separación son sus claves sustentantes. Se puede desplegar la caridad de forma tanto cálida y directa como fría y distante (administrativamente, por decirlo de otra manera). Caridad es tanto acoger como expulsar. Caridad es tanto atar como desatar. Ésta ha sido, entre otras, la inteligencia teológica tradicional. Tanta caritas hay en que todos los creyentes vivan unidos y tengan todo en común, según se cifra en el modelo «ideal» de comunidad de Hch 2,42ss., su actividad misional y curativa, la diversidad de carismas y la constitución episcopal, presbiteral y diaconal, como en la condena y muerte de Ananías y Safira (Hch 5,1-11), la expulsión del incestuoso (1Co 5,1-13) o la sumisión de las mujeres (Ef 5,24), según consideró el autor de Efesios en el marco de la entrega de Cristo a la Iglesia.
– Y porque la fraternidad puede crear medios de amistad para sí misma (comunicación de reconocimiento y beneficio personal y social) en orden a su propio desarrollo interno al margen de la atención a lo que es ajeno, externo o diferente a ella.
[La necesidad de compañía nos lleva a formar grupos y fraternidades]
En todo ello subyace no una cuestión eclesiológica, como dije, sino algo más profundo: al límite de lo religioso. La amistad es una ideal muy vago e indeterminado ya que se basa en el intransferible y libérrimo acto personal, que puede o no darse. Por el contrario, las religiones, como hipotéticos ámbitos de relación fraterna, crean tradiciones que adoptan las características de constitución social a la que se ingresa por historia, identidad, necesidad o lo que fuere. Por eso estamos en su límite preciso. Las religiones, entre ellas la cristiana, dan mucho de sí pues tienen visibilidad real en la historia. En el caso de la Iglesia, esta visibilidad impulsa la consideración de signo del amor divino, el cual adopta múltiples modos de expresión, todos ellos en orden a la presencia comunitaria, que no tiene por qué satisfacer in toto las necesidades íntimas de amor y amistad particulares. Constato que hay cierta confusión entre estos dos términos: desear el ambiente cálido de la amistad singular, cercana y accesible como signo de Dios, para desde ahí o por ello mismo, establecer una categoría de experiencia espiritual extensible religiosamente no parece realista. Dicho con otras palabras: la necesidad de compañía nos lleva a formar grupos y fraternidades, pero estos en su trayecto histórico terminan acompañando cada vez más “institucionalmente”.