(Iglesia 2) 30 d.C., año cero, una explosión silenciosa


1. Algo especial pasó ese año en Jerusalén,
algo que está vinculado no sólo a la muerte de Jesús, sino al despliegue de las primeras experiencias cristianas de tipo pascual (de personas que han «visto» a Jesús tras su muerte) y pentecostal (de personas que «sienten» la presencia del Espíritu de Dios). Son experiencias que se encuentran vinculadas a los discípulos que habían venido de Galilea, para inaugurar con Jesús el Reino de Dios. Quizá algunos/as habían quedado en la ciudad santa de Israel tras la muerte de Jesús, quizá otros habían huido a Galilea, con ocasión de su muerte, pero después volvieron a Jerusalén, con sus familias, esperando allí el retorno de Jesús, pues habían sido testigos de su resurrección.
Todo nos permite suponer que la primera voz la dieron las mujeres (cf. cap. 7), que dicen haber «visto» a Jesús y que confiesan que está vivo. Muy pronto se les unió Pedro, que (re)estableció el grupo de los Doce, para seguir anunciando el Reino en Galilea (como habían hecho antes, en el tiempo de la vida de Jesús) y, sobre todo, para esperar su retorno mesiánico en Jerusalén. Ellos (las mujeres, los Doce y los demás seguidores del maestro nazoreo), reunidos en Jerusalén, afirman que Jesús se encuentra vivo y esperan su venida (su vuelta gloriosa) como Mesías crucificado, que debe manifestase y culminar su obra mesiánica. Jesús es quien ha de hacerlo. Ellos no tienen nada que cambiar o aportar. En este momento, básicamente, se limitan a esperar.
2. No sabemos cómo empezó la mutación
de la que surgió después el cristianismo: si fue al principio cosa de mujeres, a las que se sumaron luego Pedro y los Doce (como acabo de suponer), o si los dos grupos (las mujeres por un lado; Pedro y los Doce por otro) surgieron a la vez, de modo independiente. Sea cual fuere la respuesta, se trató de un descubrimiento múltiple pero convergente, como afirma Pablo, de forma tajante, en 1 Cor 15, 3-9) diciendo que todos los grupos cristianos comparten una misma experiencia básica de «resurrección» de Jesús. Pudo ser como un fuego que se encendió a la vez en centros diferentes o que empezó a encenderse en uno (en las mujeres) y que se propagó luego a los otros. Lo cierto es que iba llevando la certeza de que Jesus crucificado estaba vivo y que se había revelado a sus amigos no sólo como mensajero del Reino de Dios, sino como portador del Espíritu Santo.
Estos primeros cristianos descubrieron así y atestiguaron algo que nunca se había dicho y vivido previamente, algo que ningún grupo judío había confesado hasta el momento, de esa forma. No dijeron que los muertos viven y que al final habrá una resurrección general (cosa que afirmaban otros grupos judíos, como los fariseos), sino que Jesús, en concreto, se encuentra vivo y que se les ha mostrado, ratificando su camino y tarea anterior de mensajero de Reino, una tarea que él había culminado por su muerte. Ésta es la novedad que marcará el futuro de la Iglesia, entendida como agrupación de aquellos que, de diversas formas, expanden y despliegan la pascua de Jesús.
3. Las mujeres «vieron» e hicieron algo muy importante,
que definió el movimiento posterior del cristianismo. Sin duda, como he dicho, fue valioso el testimonio de Pedro y de los Doce, que actuaron pronto en Jerusalén, abiertamente, en grupo público, como testigos y adelantados de la venida de un Mesías crucificado. Pero más importante parece haber sido la aportación de las mujeres, que ofrecieron el testimonio de su encuentro con Jesús, a quien descubrieron vivo precisamente porque había dado (perdido) su vida a favor de los demás. El hecho de que Pablo no cite a las mujeres en 1 Cor 15, 3-9 no significa que desconozca o no acepte su testimonio, sino que no lo valora como punto de partida de un grupo específico de cristianos. De un modo u otro, varones y mujeres, identificaron el Reino de Dios (y la venida del Hijo del Hombre) con Jesús crucificado.
Por eso, unos y otros, todos ellos empezaron a reinterpretar la vida anterior de Jesús de una forma mesiánica, vinculándole a la llegada del Reino (diciendo así que él el que vendría). Todo nos permite suponer que en el principio de la iglesia, en Jerusalén, hubo un «estallido» de esperanza apocalíptica, una experiencia carismática especial (¡la de un Mesías crucificado!), en un tiempo de fuertes experiencias mesiánicas de tipo social y religioso. Es evidente que por entonces no se podía hablar todavía de Iglesia en el sentido posterior, pero allí se hallaban presentes todos los rasgos posteriores de lo que ella será en el futuro. Había una fuerte experiencia de Dios, por medio de Jesús. Había una gran esperanza.
4. En este momento, en Jerusalén, cobra importancia especial el grupo de los Doce,
a los que Jesús había llamado como testigos de la llegada de su Reino a todo Israel y como delegados suyo en el gobierno de ese Reino. La muerte de Jesús en la Cruz de Jesús hizo que fracasara esa esperanza, pero ella volvió a encenderse por la experiencia de la Pascua. Jesús volvía a juntarles para ser adelantados y testigos de la llegada inmediata de su Reino, pero en Jerusalén, donde él había muerto y donde debía volver inmediatamente. Ellos fueron la primera estructura “oficial” de Jesús, el primer signo de la llegada de su Reino. La reunión de los Doce en Jerusalén constituye un signo básico del comienzo de la Iglesia. Estos Doce forman el principio ideal de toda esperanza cristiana en cuanto centrada en Israel, en las doce tribus, en Jerusalén. Ellos forman la primera institución de Jesús, la única que él ha creado. Así aparecen en el principio de la pascua, tanto en 1 Cor 15 (se apareció a los Doce) como en la narración de Hech 1. Pero después, como iremos viendo, pierden pronto su sentido, de manera que ya cuando Pablo llega a Jerusalén, en torno al año 34/35 no se encuentra ya con ellos.
5. En ese primer momento, el mismo año 30, el mensaje y movimiento de Jesús se mantiene y consolida también en Galilea,
donde muchos que le habían seguido y escuchado, continuaron haciendo lo que habían hecho antes (vinculando en comunión a los marginados y artesanos-mendigos con los pequeños propietarios que les recibían en sus casas), aunque ahora lo hacen sin que Jesús esté físicamente con ellos. Parece seguro que también en Galilea se dieron experiencias pascuales de Jesús (aunque de tipo distinto a las de Jerusalén) de manera que muchos seguidores y amigos le «vieron» como profeta o justo asesinado a quien el mismo Dios rehabilitaría (haciéndole volver como Hijo de hombre), retomando así su movimiento.
Pero quizá más que en la persona de Jesús (o, al menos, tanto como en ella) los galileos se fijaron en su mensaje, pues esperaban lo mismo que había esperado Jesús, la llegada del Reino, vinculado a la figura del Hijo del Hombre, a quien pronto (ya desde la pascua) identificaron con el mismo Jesús. Todo nos permite suponer que los Doce con Pedro (aunque se centraran más en Jerusalén, esperando como grupo la llegada de Jesús, que les confirmaría como adelantados y jueces del nuevo Israel) retomaron también el movimiento de Jesús en Galilea, igual que las mujeres, vinculando así los dos lugares (Jerusalén y Galilea).
6. Lo más importante (al menos para el grupo de Jerusalén y en especial para los Doce con Pedro) parece haber sido la experiencia de encuentro con Jesús,
que les hacía portadores de una fuerte esperanza escatológica: ¡Ellos mismos vendrían a ser muy pronto los jueces/salvadores del nuevo Israel! (cf. Mt 19, 28; Lc 22, 30). Habían oído hablar de otras experiencias carismáticas, pero nunca de una como ésta, centrada en un pretendiente mesiánico asesinado, a quien descubren no sólo como «vivo» (es el Viviente), sino como «dador de vida», esto es, como alguien que les ofrece el Espíritu de Dios (¡dándoles la garantía de que reinarán con él muy pronto!). Sin duda, al fondo de esa experiencia estaba la confesión básica de fe, según la cual los muertos viven de alguna forma en Dios y resucitarán en el último día (cf. Rom 4, 17).
Pero los seguidores de Jesús no tienen sólo esa certeza anterior, que es propia de gran parte del judaísmo (¡los muertos resucitarán!), sino una nueva seguridad: su Maestro esta vivo después de haber muerto, de un modo más alto, en plenitud, lo que significa que Dios le ha resucitado (Rom 4, 25). Esto implicaba dos grandes consecuencia.
(a) En línea retrospectiva, la resurrección de Jesús significaba que su mensaje y camino había sido verdadero, de manera que su memoria y proyecto debía conservarse y recrearse, releyendo su experiencia pasada de encuentro con Jesus (todas sus palabras y sus gestos), a la luz de lo que ahora estaban descubriendo.
(b) En línea prospectiva, eso significaba que el Reino de Dios se había anticipado, comenzando de algún modo por Jesús. Lógicamente, desde este momento, estos nuevos judíos mesiánicos (nazoreos) empezarán a «narrar» la historia de Dios contando (continuando) la historia del mismo Jesús. Habían creído con Jesús en el Reino, ahora empezarán a creer también en Jesús, el portador del Reino, que les sentaría sobre Doce tronos para juzgar a Israel (cf. Jn 14, 1).
7. Por eso, allí donde habían creído en la resurrección futura (vinculada al Reino de Dios), estos «judíos de Jesús» empezaban a creer en «un resucitado» (el mismo Jesús),
a quien vieron y confesaron como signo y presencia (anticipo) del Reino. Por eso, lo que más les importa no es ya la afirmación general de que los muertos viven y resucitarán, sino la de que vive Jesús, que ya ha resucitado (cf. Rom 4, 24). Éste es el paso central, que nos lleva del mensaje de Jesús al cristianismo. Allí donde antes se hallaba el Reino de Dios, anunciado e instaurado por Jesús, sin negar su importancia (esperando su venida), sus seguidores empiezan a acoger y venerar a Jesús como portador y presencia de ese Reino, señal de su presencia.
La misma realidad del Reino de Dios se va concretando ahora en Jesús, a quien sus Doce discípulos descubren y veneran como encarnación de Reino (del que ellos también son portadores). Ciertamente, Moisés había estado en el origen de la Ley, pero la Ley era siempre mayor que su mensajero, de manera que Moisés no podía sustituirla, ni ocupar su puesto. Ahora, en cambio, los seguidores de Jesús descubren que el Mensaje de Dios se encuentra vinculado a su Mensajero, pero de tal manera que la Persona de Jesús (el mensajero) aparece pronto como portador y presencia del Reino. Jesús anunciaba la llegada del Reino de Dios; los cristianos anunciarán la venida y presencia de Jesús, a quien verán como Reino encarnado.
Además de los grupos anteriores (galileos, los Doce), surgieron por entonces otros, que mantuvieron y desarrollaron el ideal de la presencia de Jesús de maneras distintas, complementarias. No podemos empezar distinguiéndolos con precisión, pero ellos emergen ya al principio de la Iglesia, entendida como federación (comunión) de agrupaciones de judíos mesiánico/apocalípticos, vinculados por la memoria, presencia y esperanza de Jesús Nazoreo (cf. Hch 2, 22; 3, 6; 4; 4, 10; 22, 8; 26, 9), a quien descubren y confiesan de maneras distintas, pero convergentes como Mesías humano, revelación plena de Dios.
Éste fue el comienzo, el punto de partida del movimiento de los nazoreos. Los nuevos creyentes descubrieron que Jesús se encuentra Vivo en la vida y camino que ellos van recorriendo, en comunión de amor más que de doctrina. Pedro y los Doce han visto a Jesús como aquel que les había llamado para que le acompañaran en su proyecto de Reino; ellos le abandonaron en la cruz, pero Jesús les siguió llamando, confiando en ellos. Las mujeres, en cambio, le habían visto más como amigo al que siguieron y al que pretendían embalsamar (acompañándole hasta el fin, en su camino de muerte); pues bien, ahora le ven como aquel que ha salido a su encuentro, ofreciéndoles el testimonio de su amistad y de su vida. Los amigos galileos le habían visto como mensajero del Reino de Dios; ahora le descubren como aquel que ha introducido en el mundo el Reino, un Reino que se expresa y actualiza en las mismas palabras del mensaje que ellos van recogiendo y repitiendo en las aldeas y pueblos donde él había predicado, esperando ya su próxima llegada.