Ante la puerta dorada del Templo (Hch 3, 6‒8) Oro y plata no tengo, pero yo te digo: Levántate y anda

La Iglesia, una palabra, sin papeles muertos ni dinero que mata

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 (Imagen: Lo que queda de la Puerta Hermosa de Jerusalén, por donde entrará el Mesías..., tapiada hasta entonces)

Ésta es la primera palabra de Pedro y de Juan cuando encuentran a un paralítico mendigo ante Puerta Dorada del Templo de Jerusalén. Todo el oro del templo y la gloria de su puerta (por la que vendrá al Mesías, cuando venga) no pueden hacer que el paralítico camino. Allí está cojo y manco, esperando una caridad externa (un poco de dinero para malvivid) y una muerte cierta, cuando llegue.

Pero llegan Pedro y Juan y el paralítico les pide una limosna, pero Pedro, que no tiene limosnas, le ofrece algo infinitamente mayor, que es la palabra: “Levántate y anda…”.

       Este pasaje nos sitúa ante el misterio y tarea de la iglesia que hoy (2019), debería decir, con Francisco y con Marx (que se reunieron el viernes, buscando dinero…): ¡No tenemos dinero, pero tenemos palabra, para empezar a decir, levantar y compartir, no ante la Puerta Hermosa/Dorada (de oro) de Jerusalén (que hoy está tapiada, imagen 1, hasta que llegue el Mesías), sino ante la puerta del Vaticano (imagen 2).

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            Desde este fondo, en la línea de las reflexiones de los días anteriores de este blog, quiero hablar de la Palabra y del Dinero de la Iglesia. Empezaré recordando que dinero y burocracia, metódicamente organizados, definen nuestro mundo y lo hacen de un modo eficaz, en plano administrativo, de manera que parece que existimos sólo cuando aparecemos en la información. 

No hace falta dinero, lo que importa es la Palabra

El templo de Jerusalén tenía dinero (Jesús le llamó cueva/banco de bandidos); también el Vaticano tiene algún dinero… Y tiene mucho dinero el sistema del Capital‒Empresa‒Mercado que dirige nuestro mundo. Ante el “sistema” de dinero sigue postrado el paralítico mendigo, mientras van y vienen los “grandes” por la Puerta de Oro.

-- El sistema de Capital-Mercado es control de dinero y organización burocrática de la economía y necesita planificación. Así, en lenguaje popular, podemos afirmar que es leyes y papeles con dinero (y con soldados a su disposición). Lógicamente, ha de tener burocracia especializada, gestora de los procesos de producción y distribución de bienes y del movimiento de los agentes productivos y consumidores, conforme a unas leyes precisas, dentro de un orden social informatizado.

Vivimos en un mundo de absoluta burocracia y dinero, medido por una administración racional que sólo funciona en la medida en que se encuentra programado y documentado en los sistemas informáticos. El capital base del sistema no son productos alimenticios, ni armas u oro, ni tampoco recursos energéticos, sino los medios de comunicación: la red de información y contactos sociales que mantienen vinculados a todos los que "merecen" (o logran) vincularse por dinero… Pero todo el dinero del mundo no logra decir “levántate y anda”, de forma que los paralíticos‒mendigos siguen postrados ante la Puerta de Oro.

 --La iglesia no es control burocrático y dinero, sino gratuidad y encuentro personal; la iglesia es Palabra, sin dinero, y sólo así puede decir como Pedro al paralítico: Levántate y anda.  Por eso, en principio, ella no necesita documentación legal, sino comunión en perdón y encuentro de corazones, conforme a unos textos ya evocados (Mc 2, 1-12; Jn 8, 1-11). De manera consecuente, en muchos siglos, ella ha vivido sin más papeles que los vinculados a la memoria de Jesús (Biblia), sin necesidad de archivos ni justificantes, sin necesidad de dinero, pero con Palabra.

  Pero después, como heredera del imperio romano, cierta Iglesia ha creado la primera administración racional de occidente, con archivos de bautismo y matrimonio, nombramientos ministeriales y una chancillería y burocracia ejemplar al servicio de su propio sistema. Así ha cumplido una función de suplencia en una sociedad donde apenas había burocracia. Y eso se paga, y necesita personal propio bien preparado (clérigos) y por tanto dinero.

            Pero ese tiempo ha terminado: el sistema social se ha organizado y la iglesia puede volver a lo que es: comunión fraterna de personas que comparten la vida de un modo directo, que se comunican vida y dicen: Levántate y anda... Ella había realizado funciones del César, pensando que eran de Dios y así había construido un edificio de leyes sociales con tinte sacral; hoy no hacen falta, de manera que la iglesia puede acabar siendo lo que era, lugar de experiencia contemplativa y encuentro personal.

Una Iglesia de Palabra, no de papeles y dinero

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(Vaticano, puerta del Santo Oficio)

El sistema realiza sus servicios burocráticos en perspectiva laboral, económica y policial, jurídica y sanitaria. A ese nivel importan los papeles: archivos informatizados identifican y controlan a los individuos, según tarea, trabajo o número. En ese plano no vale la palabra, sino el dinero.

Cierta administración eclesial, quizá por mimetismo, se ha dejado arrastrar en esa línea y produce estadísticas y números, hojas de bautismos y matrimonios, certificados y firmas, de manera que algunas parroquias y diócesis parecen oficinas de estadística. Gracias a Dios, ese movimiento de burocratización no se ha universalizado de manera consecuente y pienso que llega el momento de pararlo. La iglesia en cuanto tal (en su vida y sus celebraciones) es un lugar donde no hay más documentación que la Palabra (cf. Mt 5, 37), proclamada, escuchada, compartida, por una comunidad que la recibe en el recuerdo del corazón.

            Por eso, pienso que ella debe dejar la burocracia, en manos del sistema ¿Para qué hace falta certificado de bautismo, si el bautismo no queda inscrito en la memoria cordial de la comunidad que acoge al candidato y en la fe del mismo neófito que crece a partir de ella? ¿Para qué certificado de matrimonio? ¡Que certifique legalmente la sociedad civil, para economía o administración!

Si la palabra fiel de los esposos y el testimonio de la comunidad que asiente y celebra se olvidan ¿qué sentido ha tenido el matrimonio? ¿Para qué un certificado de ordenación ministerial? Si la comunidad que ha elegido al ministro no recuerda que lo hizo, si los participantes y fieles lo olvidan ¿de qué ha valido el rito? No se trata de minimizar los sacramentos, sino todo lo contrario, de darles importancia, más allá de los papeles y la burocracia, en la vida misma de las comunidades.

La iglesia es memoria viva de comunión personal. Los papeles son necesarios para la administración oficial del sistema, donde está en juego el dinero y cada uno actúa como función, no como persona ¿Qué sentido tendría acreditarse con papeles en una reunión de hermanos en familia? ¿Quién iría a justificar con documentos su presencia en una cena de amistad? Por eso, allí donde la pertenencia debe justificarse con papeles y no por la palabra de presencia y testimonio, la iglesia se vuelve sistema impersonal.

            Ciertamente, los cristianos tendrán que hacer papeles al ponerse en contacto con la sociedad civil, cuando inscriben sus instituciones, de inspiración evangélica, en el contexto administrativo o judicial de entorno: los tendrán que hacer ante el César, pero no ante Dios, pues. Dios no necesita documentaciones, ni las necesita la comunidad creyentes, fundada siempre en la palabra personas de sus fieles. El César, en cambio, los necesita y sólo al entrar en contacto con el César han de emplearlos los cristianos. 

Sin títulos de propiedad

             Sigamos con ejemplos. La iglesia en cuanto tal no puede tener títulos de propiedad, pues todo en ella se comparte (y se abre a los necesitados). Pero si un cristiano o grupo de cristianos (no la iglesia en sí) registra un campo o casa en el orden del sistema deberá emplear las documentaciones pertinentes. La iglesia en sí no necesita títulos académicos. Pero si unos cristianos quieren instituir una escuela reconocida por la sociedad y conferir títulos académicamente válidos, tendrán que ajustarse a las leyes del entorno... Y así podría seguir nuestra reflexión. No intentamos quitar seriedad al trabajo o función eclesial, sino ponerlo en el lugar correspondiente, en el espacio de Jesús y sus primeros seguidores, que aceptaron la palabra y se fiaron del testimonio, creando comunidades de comunicación personal, no de papeles.

Vivimos en un mundo donde la seguridad se vincula cada vez más a documentos, títulos de propiedad y burocracia, todo con dinero. Pues bien, invirtiendo ese proceso, la iglesia debería insistir en el valor primario del encuentro personal y en el testimonio de las comunidades, sabiendo que sus archivos y su libro verdadero es Cristo y son los pobres (cf. Ignacio de Antioquia: Filad 8, 2). Antes, cuando los papeles de la iglesia eran civilmente importantes, ella debía cuidarlos. Ahora que se han vuelto algo privado, sin valor civil, pueden dejarse a un lado, optando de manera radical por la verdad dialogal del testimonio.

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Sin  derecho “canónico”, con mucho evangelio

          Un tipo de derecho es necesario... pero no el "canónico". En la línea anterior, la totalidad del Derecho Canónico pierde su sentido, pues no es palabra viva que da vida, ante la “puerta dorada”. Basta el evangelio. En el resto de los temas, la iglesia se rige por el César (por la ley de los lugares donde vive: cf. Mt 10, 1-15 par) o no la necesita. La máquina burocrática de la iglesia debe parar, ofreciendo así un testimonio radical de confianza en la gracia de Cristo, pidiendo a los cristianos que ellos mismos se vinculen, para crear sus propias comunidades, en libertad y amor, desde la Palabra.

La inmensa mayoría de los documentos de la Curia Vaticana (empezando por muchas encíclicas) son innecesarios o se han vuelto contraproducentes, pues da la impresión de que sólo ellos saben pensar y decir lo cristianos, usurpando una tarea que es propia de las comunidades. Por eso, hace falta ya reforma de la Curia Vaticana, pues ella ha cumplido su función y ha terminado.

Algo semejante debería decirse de la burocracia de las grandes diócesis y parroquias: ellas han de ser lugar de encuentro y comunicación, no de burocracia. Lo que puede crecer y crecerá, como diremos luego, son las organizaciones de tipo cultural o social, que brotan de la iglesia, pero no son iglesia propiamente dicha en la línea de las ONG; ellas sí que deberán tener su documentación en regla, por su contacto especial con el sistema[1].

Nacimiento eclesial: la gran ruptura

Significativamente el surgimiento de la iglesia implica una ruptura. Ante la puerta dorada (de oro) del templo pasan Pedro y Juan… Pasan sin dinero, no tienen ni siquiera un sekel, dracma o siclo, pero son palabra y dicen con su vida: Levántate y anda.

La tradición israelita sabe también que Abraham tuvo que dejar patria, tribu y familia, para engendrar nueva familia de bendición para todas las tribus y naciones de la tierra (Gen 12, 1-3). Moisés y los hebreos instalados en Egipto debieron oponerse al Faraón, quizá el primero de los grandes y eficaces sistemas de planificación económico-social del mundo, para caminar por el desierto hacia una existencia en libertad compartida.

 También Jesús dejó un tipo de familia establecida, con el templo de Jerusalén, y y buscó (creó) una nueva familia, sin dinero, fuera del templo… con mucha palabra.   Rompió con la red de relaciones e intereses que había tejido en su entorno la familia vieja del dinero y templo (cf. Mc 3, 31-35), para ofrecer humanidad compartida y esperanza a los excluidos del sistema.

Jesús rompió así con los pilares sagrados del sistema israelita (ley y templo) y con la estructura imperial y económica de Roma, siendo así crucificado, de manera que la pascua es ratificación divina de su rompimiento mesiánico. Como testigos y continuadores de aquel gesto nos sabemos hoy nosotros, cristianos del tercer milenio, llamados a ofrecer el testimonio de Dios más allá del sistema, a nivel de gratuidad y comunicación personal.

No rompemos lo anterior para crear otro pueblo cerrado como pudo hacer un tipo de Moisés, ni para establecer la ley islámica, como Mahoma; ni hemos dejado la seguridad del sistema para descubrir la luz interna, más allá de los deseos, como Buda. Admiramos, ciertamente, esas rupturas y nos sentimos solidarios de quienes las hicieron y las siguen haciendo en China o India, África o América. Pero buscamos la familia de Jesús, que es la familia de la palabra compartida, para decir a los paralítico‒cojos, que yacen ante la puerta dorada, levántate y anda.

Rompiendo el estuche de hierro de un sistema donde todo es oro y burocracia, la iglesia quiere ser signo de encuentro personal, donde cada uno sea lo que es (quien es) en confianza inmediata, sin números, papeles, ni documentaciones. Se dirá que la iglesia ha sido la primera en acudir a los papeles, al fijar su canon en la Biblia. Paradójicamente es así.

En esa línea, la Biblia no es un libro-información, ni un texto-espectáculo, sino testimonio personal de fe, signo y memoria de la ruptura pascual que la iglesia debe mantener y actualizar en cada momento de su historia. Frente al riesgo del espectáculo que engaña (idolatría) y sobre la burocracia que esclaviza (organizando la vida según ley), se eleva el testimonio de ese Libro (Biblia) que cada generación de cristianos asume como propio, para recrear su ruptura creadora, en perspectiva de misterio y gratuidad, encuentro con Dios y comunión interhumana. En ese fondo se sitúa la ruptura familiar de Jesús y la ruptura orante de la iglesia.

En el principio de la Iglesia

 --En el principio de la iglesia está gesto de Jesús que abandona su “buena familia” de ley, para plantar su casa entre los pobres y excluidos del sistema (enfermos, posesos, pecadores). Jesús y sus discípulos dejaron el orden de los sabios, buenos militares de la liberación (celotas), puros y perfectos (fariseos, esenios), para hacerse hermanos de los excluidos. Este no es un rechazo hacia la soledad interior, para aislarse del mundo, sino hacia la universalidad, reconociendo la presencia y don de Dios en aquellos que no importan ni cuentan en las estadísticas, pues están fuera de los buenos libros y de los espectáculos sagrados o profanos de los triunfadores.

De manera consecuente, para mantenerse fiel al evangelio, la iglesia debe tomar su tienda y moverse a la periferia del sistema: romper su vinculación con las estructuras de poder, sus ventajas diplomáticas y sociales, para sentarse en la calle de la vida, con Jesús y sus primeros discípulos, creando familia en gratuidad universal, por encima de la ley del mundo. 

--Esta es una ruptura de comunicación orante. Hay una oración del sistema, que se expresa en forma de representación, como espectáculo circense, gran teatro del mundo, organizado por los medios (radio, intenet, televisión). Vivimos en una sociedad mediática. Ciertamente, los "medios" en sí son neutrales y pueden ayudar al ser humano, pero pueden crear adición y no crean comunión. Por eso, la palabra de la iglesia debe superar ese nivel y conducirnos con Jesús al lugar de la ruptura orante, al encuentro personal con Dios.

Jesús rechazó el culto del sistema (sacrificios, ritos nacionales), para dialogar con Dios desde la vida, en comunión directa con los hombres y mujeres de su entorno. Ciertamente, la iglesia actual habla de oración, pero a veces parece que le tiene miedo. La mayoría de los templos cristianos de occidente se han cerrado o son para turistas. Muchos orantes buscan recetas o modelos orientales, como si la fuente de misterio de la iglesia su hubiera secado: no hay apenas varones contemplativos; las admirables mujeres de las grandes tradiciones monacales (benedictinas, franciscanas, carmelitas) viven cerradas en clausuras legales, bajo el dominio de clérigos no orantes y su influjo no parece grande en el conjunto de la iglesia... 

Una ruptura consecuente, para crear (ser) humanidad

   Frente a la lógica del sistema, que a todos domina y en el fondo iguala, expulsando a los más débiles (que así quedan arrojados ante la Puerta Hermosa), se eleva la experiencia de gratuidad, ha de expresarse en la Iglesia el valor de cada uno de los hombres y mujeres, capaces de encontrar a Dios libremente en la intimidad de su existencia, para abrirse en amor liberador hacia los otros.

--Un punto de partida es la apertura concreta hacia los pobres o excluidos. No valen por sistema, espectáculo u organización, sino por ellos mismos: son dignos de amor, especialmente si están necesitados. Frente al Todo del orden social que promete beatitud a sus privilegiados, se elevan el enfermo y moribundo de Buda, el huérfano, viuda y extranjero de la tradición israelita. Ellos son signo de un Dios de gratuidad, que habita en lo escondido, rompiendo y superando los modelos de sacralidad del mundo, propios de las religiones organizadas, que acaban bendiciendo el sistema (buena familia, culto bueno, sacerdotes funcionarios de los grandes ritos eclesiales). Sobre esta ruptura de los pobres (enfermos, pecadores, leprosos, manchados) ha trazado Jesús su camino mesiánico, ha iniciado la marcha de su iglesia.

 --El otro punto de partida es el encuentro gratuito y personal con Dios, a quien cada creyente descubre como fuente de ser y amor cercano (Padre). Este es el alfabeto y lenguaje de la iglesia, en una sociedad de espectáculo y planificación. Por encima de todo fingimiento, el fiel acoge y agradece la vida como don (=cree). Por eso vive en libertad: nada le puede dominar, nadie puede dirigirle desde fuera, pues se sabe querido de Dios, elegido, en manos del misterio fundante que es el Padre. Se dice que el budismo nace cuando reconocemos la omnipotencia del dolor y superamos la dictadura del deseo que domina y destruye nuestra vida. Pues bien, el cristianismo nace y se expande allí donde afirmamos sorprendidos, respondiendo a su palabra y presencia de amor, que hay Dios y que él es Padre nuestro y de los expulsados del sistema.

La confesión cristiana se expresa en dos principios (Dios Padre, los pobres)

 y promueve una comunidad de creyentes, que rompen los modelos normales del sistema, para crear una comunidad alternativa de gracia y encuentro entre personas. Este es el milagro, este el secreto: hombres y mujeres pueden vivir y vincularse por la fe en el Padre, en comunión de amor a los pequeños, excluidos del sistema.

Desde esa confesión se unieron los primeros cristianos, esperando la próxima venida de Jesús, el fin del tiempo. Pero Jesús no llegó de aquella forma (en parusía espectacular), sino que viene por la pascua, en la comunidad creyente, que se funda en Dios (fuente de gracia) y se abre a los excluidos (signo de presencia divina), rompiendo los moldes del sistema. Más allá de toda representación y ley, planificación y fingimiento, Dios Padre es principio personal de vida, a quien podemos encontrar en oración. Más allá del sistema están los excluidos e impotentes (enfermos, impuros...) a quienes desde Dios amamos. Sobre ese doble (y único) principio de exterioridad sistémica (Dios y los pobres)fundan los cristianos su ruptura sanadora, expresan el sentido de la vida sobre el mundo[2].

 NOTAS

[1] En esta perspectiva podemos aludir al juramento. Mt incluye dos pasajes sobre el tema: uno de disputa intra-eclesial de tipo legalista, que defiende de manera puntillosa el buen juramente contra el malo (Mt 23, 16-22); otro que rechaza de forma evangélica todo juramente religioso, pidiendo a los creyentes que mantengan simplemente su palabra: sí o no (Mt 5, 33-36). La iglesia posterior no ha recibido bien ese evangelio y pide juramentos que parece obsesivos, como en el caso del juramento anti-modernista de los que inician un curso académico o tomar de posesión de un ministerio. Sólo una jerarquía que no cree a sus creyentes y duda de sus ministros puede pedirles, contra el evangelio, un juramente de ese tipo. El quiere control y por eso apela al juramento. A la iglesia ha de bastarle el sí o no de la palabra personal..

[2] Ningún sistema sacral o jerarquía religiosa, puede avalar y justificar estos principio: Dios y los pobres. Por eso, los cristianos se saben dislocados en el mundo. Lo que ellos más valoran no vale en el sistema: ni es necesario su Dios, ni son necesarios sus pobres. Ambos moran fuera del sistema: superan los cálculos, son signo radical de gracia, expresión de la extrañeza de la vida. No sabemos por qué son así, cómo funcionan, porque simplemente no funcionan: ni el Padre Dios ni los pobres hombres sirven al sistema, que se limita a utilizarlos o los tolera. El dios del mundo opera sacralizando religiosamente el orden establecido. El Dios de Jesús rompe la estructura del sistema, para revelarse como gratuidad en la oración contemplativa y en amor a los excluidos.

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