Desde el Antiguo Testamento a los líderes del procés: un debate abierto Amnistía, indulto y perdón en la Biblia

Libertad a los presos políticos
Libertad a los presos políticos Agencias

Se está hablando del tema, con ocasión de la posible amnistía que el Gobierno de España quiere ofrecer a unos independentistas , condenados por haber "proclamado" por unos momentos la independencia de la República de Cataluña. No voy a entrar en el tema político, aunque me he ocupado de leer algunos titulares de prensa.

Unos dicen: Primero amnistía, y luego hablamos. Otros responden: Primero confesar el "pecado", arrepentirse y cumplir la pena. Y ya se verá después. No entro en el tema político, pero quiero recordar que los temas vinculados con el indulto, amnistía y perdón son centrales en el Antiguo y Nuevo Testamento.

He escrito varios trabajos sobre el tema, entre ellos una reflexión publicada en la Revista Iberoamericana de Teología, México. En este contexto me hubiera gustado oír una palabra de la Iglesia, no para imponer algo (¡pues el Estado y la sociedad civil tienen plena autonomía!), sino para exponer y aplicar su largo experiencia de “amnistías” y perdones, superando una lógica de buenos y malos que parece seguirse empleando en este contexto.

Por eso me ha parecido importante retomar y publicar el trabajo, que, quien esté interesado, podrá encontrar en la revista citada. Buen día a todos. (https://dialnet.unirioja.es/servlet/articulo?codigo=5559985)

Latindex

AMNISTÍA Y PAZ CRISTIANA

            La paz cristiana es hija del perdón, brota de las víctimas y es tarea de la Iglesia (no del Estado). Así lo quiero indicar, desarrollando el tema de un modo general. Para que el estudio fuera más completo, tendría que estudiar el sentido de la paz en el conjunto del Nuevo Testamento (Evangelio y Cartas de Juan, Pastorales, Hebreos, Apocalipsis, 1-2 Pedro etc.), fijándome de un modo especial en los saludos iniciales de las cartas de Pablo (“gracia y paz…”) y en aquellos pasajes donde vincula la paz con el amor-gozo (Gal 5, 22) y con la justicia y el gozo (Rom 14, 17). Pero con eso mi estudio se haría inabarcable. Ahora quiero centrarme en el mensaje y la praxis básica de Jesús, tal como aparece refleja, en especial, en el Sermón de la Montaña y en el conjunto de los evangelios sinópticos[1]. cf. Rev. Ib. Teología

  1. La paz es hija del perdón

El sistema político/económico no conoce perdón, sino, a lo sumo, indulto o amnistía, para provecho propio. Pues bien, en contra de eso, como ha puesto de relieve H. Arendt, la mayor aportación de Jesús al camino de la paz ha sido el fundarla en el perdón. Su paz no nace de la victoria de los fuertes, sino del perdón de los vencidos. Ciertamente, no va en contra de la justicia, pero la trasciende; no proviene de los que vencen y se imponen por ley sobre los otros, sino de aquellos que, siendo vencidos y estando derrotados, responden perdonando[2]. 

El riesgo de un perdón interesado. La paz cristiana brota del perdón, pero de un perdón gratuito, que se expresa en forma de proyecto de no-violencia activa, partiendo de las víctimas. Había en el judaísmo de tiempos de Jesús un tipo de perdón que tendía a estar controlado por sacerdotes y políticos, al servicio del sistema. Era el perdón del templo y se expresaba a través de sacrificios rituales, por medio de una especie de «máquina sacral», que culminaba el día de la Gran Expiación (Lev 16), celebrada por sacerdotes y regulada según Ley por los escribas, Por su parte, el perdón de Roma (parcere subiectis, debellare superbos: Virgilio, Eneida 855) estaba al servicio del sistema imperial y político, no de los necesitados. Jesús, en cambio, ha ofrecido su perdón mesiánico, que actúa a través de los que sufren y que busca una nueva humanidad, superando el orden del templo y el sistema del imperio. Para entender su alcance, quiero delimitarlo mejor:

 Puede haber un perdón arbitrario y caprichoso, propio de dictadores o autócratas, que muestran su magnanimidad indultando de un modo irracional (sin necesidad de justificaciones) a quienes ellos quieren y castigando también a quienes quieren (sin dar tampoco razones). Así descargan su violencia sobre algunos, para mostrarse soberanos, imponiendo su terror sobre posibles rebeldes o contrarios, y perdonan a otros para decir que son magnánimos y aparecer como benefactores, a través de un gesto arbitrario, que está muy alejado de la justicia racional (y del perdón cristiano). En contra de ese perdón interesado de los autócratas, que es una imposición de su dictadura y un capricho de su prepotencia, Jesús ofrece y promueve un perdón puramente gratuito que no va en contra de la justicia, sino que la desborda y fundamenta. Éste es un perdón que sólo pueden ofrecer las víctimas (los ofendidos y humillados), sin que sean capaces de ofrecerlo en su nombre (en contra de ellos) unos dictadores o sacerdotes pretendidamente superiores.

Puede haber un perdón o amnistía al servicio de una política partidista. Casi todos los vencedores del mundo han decretado amnistías, desde los asirios del siglo VIII a. C. hasta los romanos del tiempo de Jesús o los revolucionarios franceses de finales del XVIII. Suelen ser amnistías políticamente calculadas, para gloria de los soberanos o de los estados que las proclaman, al servicio de su propia estabilidad, como una forma de justificarse. No todos los implicados suelen estar de acuerdo con esas amnistías, ni en el plano legal, ni en el personal, pero se han ofrecido y pueden ofrecerse, sobre todo allí donde el poder resulta lo bastantes sólido como para permitir excepciones en el cumplimiento de la Ley, en circunstancias de fuerte cambio político, que se interpretan como principio de un nuevo régimen social. Este perdón puede ser provechoso, pero que corre el riesgo de situar la oportunidad política (su racionalidad partidista) por encima de la justicia legal[3].

Puede haber un perdón sacral, controlado por los sacerdotes del templo, al servicio del propio sistema, para mantener el orden establecido, como sucedía en Jerusalén, en tiempo de Jesús. También éste es un perdón interesado, propio de los vencedores, al servicio del sistema; es el perdón de los templos y de las grandes instituciones religiosas, entendidas como instancias de control sobre los “pecadores”, como ha podido suceder en la religión de los Incas y en algunas instituciones cristianas. Lo mismo que los anteriores, este perdón sigue estando al servicio del sistema, es decir, de la violencia de los poderosos. En contra de eso, Jesús ha ofrecido el perdón de un modo gratuito, no en contra, sino por encima de la Ley, pidiendo a los ofendidos que perdonen a sus ofensores (¡ellos son los únicos que pueden hacerlo desde Dios!), para abrir de esa manera un camino de reconciliación más alta, superando la violencia.

 El perdón sacral del Templo (lo mismo que la amnistía de los grandes imperios) estaba al servicio de un tipo poderosos, que monopolizaban el orden del sistema. Jesús, en cambio, ha ofrecido su perdón (que estrictamente hablando no es suyo, sino de los pobres) de un modo mesiánico, superando el sistema del templo. No es Jesús quien perdona, sino que son ellos, los expulsados y excluidos, los que pueden ofrecer perdón (como representantes de Dios). Ésta es la novedad del evangelio y ella supera todos los sistemas religiosos o sociales donde el perdón está al servicio del orden establecido. El sistema político o religioso no puede perdonar, sino que se limita a buscar su equilibrio o, a lo sumo, procurar una igualdad de ley.  

Jesús, un perdón gratuito.Los profetas de Israel identificaban la justicia con la liberación de los oprimidos. Pues bien, siguiendo en esa línea (cf. Lc 4, 18-19, con citas de Isaías), Jesús ha radicalizado y universalizado la experiencia del perdón, ofreciéndolo en nombre de Dios y pidiendo a los hombres que se perdonen entre sí, ellos mismos, desde abajo (y no por obra del templo o del sistema político). Este perdón de los pobres y excluidos de la sociedad, que responden con amor no-violento a la violencia del sistema, es el punto de partida de la paz mesiánica.

El sistema político/religioso necesita un talión (¡a cada uno según su merecido!), controlando el perdón desde arriba. En contra de de eso, Jesús sitúa a los hombres y mujeres ante el don y tarea del perdón, haciéndoles capaces de superar una justicia legal que, cerrada en sí, puede acabar destruyendo a todos. Lo que algunos llaman actualmente justicia infinita (un tipo de Ley particular llevada hasta el extremo) nos deja simplemente en el nivel de la lucha de todos contra todos. En ese sentido podemos añadir, con Pablo, que la justicia de la Ley es insuficiente. Sólo la gracia que perdona a los pecadores es fundamento de paz[4].

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Sólo el perdón rompe la espiral de la venganza (un talión que siempre se repite: ojo por ojo, diente por diente) y de esa forma libera al hombre del automatismo de la violencia y permite que su vida se despliegue por encima de una Ley, en la que nada se crea ni destruye, sino que se transforma, permaneciendo siempre idéntico. Sólo el perdón rompe el encerramiento de la pura Ley y nos sitúa en un nivel de gratuidad, donde los hombres pueden vivir y amarse por sí mismos (como valor supremo). El perdón es gracia y sólo así puede superar la violencia del pasado, haciendo que la vida se abra al futuro de la Vida, por encima de sus contradicciones y luchas de poder.

Perdón gratuito, no expiación. Expiar es pagar por la culpa, de manera que quien ha quebrantado la Ley tiene que recibir su merecido y penar (ser castigado). Sin duda, parece conveniente un tipo de reparación para mantener el orden del sistema, como saben las religiones sacrificiales y los sistemas políticos en los que domina una Ley punitiva (como parece suceder en USA). Pero el Dios de Jesús no exige expiación o sometimiento, para afianzar de esa manera su poder, sino que él mismo expía por los pecados de los hombres, es decir, les ama de un modo gratuito. En ese contexto ha de entenderse la actitud de Jesús, que ha perdonado a los pecadores, sentándose a su mesa y dialogando con ellos (cf. Mc 2, 15-17 par; Mt 11, 29 par; Lc 15, 1).

Perdón, antes de conversión. Sacerdotes y políticos perdonaban a los convertidos, que volvían al redil de la buena Ley. El proceso era claro: los manchados debían limpiar su impureza, los pecadores reparar el pecado, los culpables arrepentirse. La misma Ley que condenaba al pecador le ofrecía un camino de perdón, si se convertía y volvía al orden. Jesús, en cambio, ha empezando perdonando, de un modo gratuito, y sólo después ha pedido a los hombres que se perdonan. De esa forma ha invertido el camino de la Ley: no exige arrepentimiento y expiación para perdonar, sino que empieza perdonando, el arrepentimiento vendrá después.

 En este contexto diremos que el perdón tiene que venir de las víctimas. Jesús no ratifica el poder de perdón de los de arriba, sino que pide a los excluidos y pobres que perdonen, en gesto que no es sometimiento (¡encima de haber sido ofendidos deben perdonar a quienes les ofenden!), sino que viene a mostrarse como expresión de la mayor de todas las autoridades Ellos, los oprimidos, son sacerdotes y portadores de perdón, es decir, de un nuevo orden social que no se funda en el dominio de unos sobre otros, ni en la revancha de los sometidos, sino en la gracia creadora, desde abajo, a partir de los marginados y ofendidos. Los pobres son precisamente los que toman la iniciativa y, sin luchar externamente contra los sacerdotes y jerarcas, asumen la autoridad del perdón, sin necesidad de imponerse por la fuerza, ni de tomar el poder externo, sino iniciando una comunidad de iguales.

Evangelio, textos del perdón. Esos textos están en el centro del Sermón de la Montaña y se vinculan a otras dos palabras esenciales de los evangelios (no juzgar, amar a los enemigos). Sólo se puede perdonar allí donde, superando la Ley del talión (el puro juicio legal), hombres y mujeres son capaces de amar de un modo activo, superando la esclavitud del pasado y abriendo un futuro de vida para los mismos enemigos, por encima de la ley. Jesús no ha trazado un programa político para sacerdotes o gobernantes, sino un camino de no-violencia creadora, a partir de las víctimas, trazando un proceso de trasformación humana, que puede influir en las mismas instituciones sociales y sacrales de la sociedad establecida.

Principio. Perdón quiero, no pura justicia: “No juzguéis y no seréis juzgados. No condenéis y no seréis condenados; perdonad y seréis perdonados” (Lc 6, 37; cf. Mt 7, 1). En un nivel político, la justicia social es buena y necesaria; pero ella tiene que imponerse con violencia, como sabe Pablo en Rom 13, 1-7, pues el juez necesita la ayuda de la espada y de la cárcel (y en algunos países de la silla eléctrica). Pues bien, superando ese plano de violencia legal (políticamente legítima), Jesús pide a sus fieles que se perdonen, que no acudan a la pura ley, ni a la espada.

Al decir expresamente ¡no-juzguéis!, Jesús no ha pensado en unos objetivos particulares, ni ha propuesto unos casos en los que el perdón debe aplicarse, sino que abre un camino ilimitado de vida, que sólo puede recorrerse en amor, un proceso de no-violencia para voluntarios, no un ordenamiento obligatorio. Esta palabra aparece en el evangelio como revelación, una mutación antropológica radical. No puede probarse, pero se pueden probar sus consecuencias, pues allí donde los hombres no perdonan ellos mismos terminan cayendo bajo el poder del juicio («con el juicio con que juzguéis seréis juzgados»). El juicio se sitúa y nos sitúa ante el talión (ojo por ojo…) y así nos deja en manos de la Ley de la espada (quien a hierro mata a hierro muere: Mt 26, 52), como sabe Pablo (Rom 13, 4). Pues bien, por encima del juicio está el Dios de la gracia, que no defiende la vida con espada, sino que la crea en amor y perdón y así quiere que nosotros perdonemos (cf. Rom 13, 10).

Primer concreción: “Perdona nuestras deudas, como nosotros perdonamos a nuestros deudores” (Mt 6, 12; Lc 11, 4). Los orantes piden a Dios que les perdone, mientras ellos se comprometen a perdonar, no sólo entre sí (unos a otros), sino incluso, y de un modo especial, a los deudores que están fuera de su comunidad. Como ya hemos dicho, los que aquí se comprometen a perdonar no son los ricos y fuertes (gobernadores, sacerdotes, terratenientes), sino los pobres enviados de Jesús (campesinos desposeídos) a quienes los ricos (gobernadores, terratenientes, comerciantes) han “robado” sus tierras, en el torbellino de cambios producidos en Palestina a comienzos del siglo I d. C. Jesús pide a los pobres que perdonen a sus opresores ricos; no sólo las ofensas, sino incluso las deudas, que no les hagan guerra, que no paren su violencia con otra violencia.

Él se dirige de un modo especial a los campesinos que han perdido sus tierras y a los mendigos a quienes el orden social ha privado de todo, pues son ellos los que han de perdonar, no sólo las ofensas, sino también las deudas, como ha destacado Mateo en su versión del padrenuestro[5]. Ésta es la religión de Jesús, éste su culto. No hay otro mandamiento ni otro rito, sino sólo el amor mutuo expresado en el pan compartido y el perdón, a partir de los pobres (ofendidos, víctimas), a quienes Jesús pide que empiecen perdonando, no en nombre del Estado o de otro poder superior, sino del mismo Dios de las víctimas. Estrictamente hablando, mientras conservan sus bienes, los ricos no pueden perdonar, pues son ellos los que han hecho daño; por eso, tienen que empezar pidiendo perdón y devolviendo lo robado, como supone el relato de Zaqueo (cf. Lc 19, 1-10).

Despliegue. Perdón amante: “Habéis oído que se ha dicho: Ojo por ojo y diente por diente. Pero yo os digo… Amad a vuestros enemigos, haced bien a los que os odian; bendecid a los que os maldicen y orad por los que os calumnian” (Mt 5, 38; Lc 6, 27-28). Ese perdón sólo es posible por amor, como gesto creador, desde los ofendidos, como dice JesúsEl texto supone que vivimos en un mundo dominado por la enemistad y el odio, la maldición y la calumnia (Lc 6, 27-28), un mundo de violencia donde cada uno parece que quiere imponerse sobre los otros a golpe de opresión física (herida en la mejilla) o económica (quitar la capa, robar). Suele decirse que el mundo es así y en él estamos. Pues bien, sobre ese mundo, por encima de una justicia que se cierra en un círculo de “amigos interesados” (do ut des, doy para que me devuelvas), abre Jesús un camino de perdón y gratuidad, que empieza precisamente desde los pobres (ofendidos y víctimas). En el lugar donde ellos perdonan y aman empieza la paz[6].

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La justicia legal mantiene lo que existe: acepta un orden y lo defiende, si hace falta, con violencia. Por el contrario, la gracia del perdón crea una vida distinta, por encima de la pura Ley, desde los expulsados de la sociedad (pobres, ofendidos, víctimas). El que perdona no niega la Ley civil (¡dad al César lo que es del César!), pero se sitúa por encima, de manera que ella no puede dominarle. No actúa de esa forma por desinterés (¡todo es igual!), para instaurar un tipo de vista distinta, en gratuidad. Jesús sabe que la pura Ley no puede convertir al hombre, haciéndole portador del Reino. Por eso no discute sobre Leyes concretas, como los rabinos y juristas de su tiempo, sino que se sitúa y nos sitúa en un plano de gracia y perdón (que puede unir a todos los hombres), antes de todas las Leyes (que les distinguen y separan).

La paz brota de las víctimas

  A lo largo de la historia, normalmente, la paz violenta del sistema ha sido expresión del triunfo de los poderosos, que han sacrificado al chivo expiatorio (han esclavizado a los indefensos o vencidos). Pues bien, en contra de eso, el perdón y paz de la que venimos tratando sólo puede entenderse y establecerse como un don, desde los sacrificados. Si la violencia ha empezado matando a las víctimas (del chivo), el camino de la paz tendrá que empezar allí donde esas víctimas vengan a ponerse en pie y perdonen, iniciando un camino de reconciliación, como quiso Jesús, dentro de la mejor tradición judía. Así lo indicaré, de un modo muy breve, retomando los rasgos principales del mensaje y de la praxis de Jesús, que pide precisamente a las víctimas (campesinos oprimidos de Galilea) que perdonen a sus opresores[7].

La verdadera paz, tal como la encarna y ofrece Jesús, sólo nace del perdón de las víctimas, sacrificados y expulsados, y no como amnistía de los poderosos y fuertes, que utilizan una estrategia de perdón para seguir imponiendo su poder y gobernando sobre los demás. Los poderosos como tales, no pueden nunca perdonar, porque no han sido ofendidos ni humillados y porque, además, tienen poder para imponer su ley. Como sabe el evangelio, sólo un Dios crucificado, expulsado de la buena sociedad y deshonrado, ha podido ofrecer el perdón y lo ha hecho, con los demás expulsados (víctimas), abriendo un camino de reconciliación que no es simple estrategia de dominio. Ésta es la misericordia creadora que los cristianos proclaman, apoyándose en el perdón pascual de Jesús, víctima ejemplar, en nombre de los expulsados y derrotados de la historia.

Sólo el perdón de las víctimas puede hacer que los culpables se conviertan, reconociéndose pecadores y aceptando la gracia y amor de aquellos a quienes habían expulsado, matado o humillado. Éste no es un perdón de ley (pues la supera), ni una estrategia de revancha, sino expresión del amor de Dios, que ofrece vida a los culpables. Sólo si aquellos a quienes hemos ofendido nos perdonan podremos sabernos perdonados, superando así la ley de la venganza.

Éste es el perdón y la paz de las víctimas, que normalmente se suele manipular, conforme a la estrategia del chivo. En este momento (2008), especialmente en España, los defensores del sistema (los triunfadores) suelen hablar de víctimas y las colocan en el centro de atención (las divinizan, de algún modo). Pero podemos pensar que lo hacen para imponer su dictadura, como sabía Jesús, cuando hablaba de aquellos que asesinan y adornan los sepulcros de los asesinados, para seguir asesinando:

 ¡Ay de vosotros! Porque edificáis los sepulcros de los profetas, pero vuestros padres los mataron. Con eso, sois testigos y consentís en los hechos de vuestros padres; porque ellos los mataron y vosotros edificáis sus sepulcros. Por eso, la misma Sabiduría de Dios dijo: les enviaré profetas y apóstoles y a unos los matarán y a otros los perseguirán, de manera que a esta generación se le pedirá cuentas de la sangre de todos los profetas asesinados desde la creación del mundo, desde la sangre de Abel hasta la sangre de Zacarías, que murió entre el altar y el templo. Si, en verdad os digo, se le pedirá cuentas a esta generación (Lc 11, 49- 51; cf. Mt 23, 29-31 par).

Esta generación de la que habla el texto de Jesús está formada por los que edifican los sepulcros de los profetas antiguos (apareciendo como defensores de las víctimas), para así engañar y seguir matando mejor. Ellos se vuelven guardianes y testigos del orden sacral (¡se creen enviados de Dios!) para oprimir y dominar con más fuerza a los pobres. Son representantes de unaviolencia sacral pervertida y, con pretexto de venerar a los mártires antiguos (edificando sus sepulcros), quieren seguir dominando a los demás. La historia humana aparece así representada, según Jesús, por la sangre de todos los asesinados, desde Abel y los profetas hasta Zacarías. Esa sangre de los asesinados eleva su voz ante Dios (como en tiempos de Caín: Gen 4, 10) y en nombre de ellos, como portavoz de todas las víctimas, proclama Jesús su mensaje de paz, desde el perdón de las víctimas. Ésta es la revelación suprema de Dios, manifestada en la muerte de Jesús, justo asesinado, en quien se vuelve visible el pecado de los que matan y el perdón los que mueren (cf. Ap 18, 24).

Esta revelación constituye un descubrimiento desolador y confortante. (a) Es desolador, pues, por primera la historia, nos hemos descubierto responsables de todos los asesinatos, culminados en Jesús; aquí se expresa el pecado original que consisten en contribuir de un modo directo o indirecto al asesinato de Jesús (es decir, al asesinato de todas las víctimas de la historia). (b) Es consolador pues descubrimos que Jesús ha muerto a favor de todos, de manera que su sangre (entendida como signo de amor supremo y no pura violencia) es fuente de perdón y redención universal[8].

.La Iglesia, institución de paz

 Está formada por personas que asumen la experiencia pascual de Jesús, que aquí entendemos como proyecto de paz mesiánica, que se inicia y despliega desde las víctimas, no desde los poderosos y vencedores. En esa línea debemos distinguir el perdón de la Iglesia (¡que debe estar al lado de las víctimas, en nombre de ellas!) y el perdón del Estado que puede y quizá debe negarse a perdonar, cumpliendo la Ley (aunque puede asumir, en un momento, por conveniencia política, un tipo de perdón, hablando incluso en nombre de las víctimas)[9].

Paz de Iglesia, paz de Estado. La Iglesia no puede imponer al Estado su experiencia de perdón, ni convertirla en norma, pues en ese caso el perdón no sería gratuito, según el evangelio. Eso significa que ella no puede tomar el poder, sino que debe dejar que el Estado y sus representantes (incluso partidos políticos) tracen sus líneas de paz, según Ley, apelando a la violencia legítima.

 Pero la Iglesia puede y debe hacer algo mayor: acompañar y animar a los creyentes, y de un modo especial a las víctimas, para que respondan (¡si quieren!) con amor gratuito, en gesto de perdón, por encima (no en contra) de la Ley, abriendo así un camino de paz sobre la violencia legítima del Estado, al que ella puede y debe ofrecer (nunca imponer) su experiencia. Con ese fin, debe romper toda alianza de poder con los privilegiados del sistema, habitando entre (con) las víctimas, como Jesús, profeta asesinado, que murió perdonando a sus verdugos.

 La Iglesia no honra a las víctimas exigiendo justicia de talión (o venganza), pues quien pide venganza y sólo quiere la justicia de la Ley no puede hablar en nombre de Jesús, víctima resucitada, que no lucho con armas ni impuso su proyecto de Reino a la fuerza, ni se vengó de sus verdugos. La Iglesia no debe apelar a la justicia legal (ni utilizar algún tipo de violencia), sino encarnar y ofrecer la gracia y perdón de Jesús, representante de las víctimas. Por eso, ella no debe impartir lecciones de justicia al Estado, pero puede y debe ofrecer como testimonio propio el testimonio de perdón de las víctimas, que han sido expulsadas y crucificadas, como Jesús.

Ella cumple su misión si, hablando en nombre de Jesús, habla en nombre de las víctimas, no para exigir justicia o venganza (pues así seguiría en un plano de Ley), sino para abrir, ofrecer y compartir un perdón más alto. De esa forma podrá ser fermento de Reino (como quieren las bienaventuranzas), en un mundo donde, más de una vez, ha buscado el poder con (como) el sistema, en vez de ser voz de los excluidos[10].

 La Iglesia no puede hablar en nombre del Estado, ni imponer sus criterios sobre todos los grupos sociales, ni dar clases de justicia a los jueces civiles, pero puede y debe decir una palabra de evangelio, desde y con Jesús, a quien venera como Dios, representante de todas las víctimas (cf. Ap 18, 24).

Por eso, los cristianos como tales (¡como Iglesia!) no pueden situarse en un nivel de política legal (justicia punitiva), sino en un plano de evangelio, uniendo su voz a la voz de las víctimas, no para exigir reparación o justicia legal, sino para abrir un camino de paz. La sociedad civil tiene sus principios y su autonomía (¡dejad al César…!), de tal manera que ella puede buscar su justicia en un plano de ley, sin apelar al perdón del evangelio (Iglesia). Pero si quiere ser fiel a Jesucristo la Iglesia debe ser signo de perdón[11].

El perdón eclesial, una mutación. La justicia del Estado se sitúa en una línea de racionalidad y así debe programarse políticamente y sancionarse a través de la violencia legal. El perdón, en cambio, no se puede programar ni fijar en línea racional, pues surge por gracia y se despliega como mutación social, superando el nivel de la violencia legítima (que implica policía y cárcel).

La justicia permite organizar la realidad y mantener lo que existe, conforme a la lógica de lo mismo (¡esto es lo que hay!), de manera que, en ese nivel, el orden debe mantenerse por fuerza, con su dosis de violencia racional. Pues bien, superando ese nivel (pero sin negarlo), la Iglesia puede y debe presentar su testimonio social de perdón[12].

 En este contexto podemos recordar las mutaciones biológicas, que abren espacios y formas de vida vegetal o animal que antes no existían, de manera que la naturaleza encuentra por ellas nuevas posibilidades de estabilizarse y expresarse. En esa línea añadimos que Jesús ha sido también una mutación, pero no biológica, sino antropológica, en el interior de la historia humana. Jesús ofrece así un “novum”, algo nuevo, pero no en forma exclusiva (sólo para los cristianos), sino inclusiva, abierta a todos. De esa forma, Jesús nos permite superar el nivel de la “pura ley” (donde todo se mueve y resuelve en un plano de violencia equilibrada de sistema), haciéndonos capaces de perdonarnos, naciendo de nuevo, es decir, resucitando[13].

 Así decimos que Jesús ha sido una mutación, pues ha superado el nivel, donde las relaciones humanas se resuelven según el equilibrio de la justicia legal, llevándonos a un plano de gratuidad creadora, haciéndonos capaces de superar en amor la violencia y de crear formas de convivencia no impositiva. 

Esa mutación nos conduce más allá del nivel de la economía o política de sistema (donde sigue imperando la ley y se necesita la violencia policial o militar para mantener el orden), introduciéndonos en un espacio de reconciliación gratuita, como puso de relieve, de manera emocionada, el autor de Efesios, al decir que los antes divididos y enfrentados por un muro de enemistad (judíos y gentiles) podemos perdonarnos en Cristo, para dialogar y vivir en amor, “haciendo la paz” (cf. Ef 2, 14).

Jesús no quiso introducir un pequeño ajuste en lo que ya existía (en línea de Ley), sino que introdujo en el mismo “phylum” o corriente de la vida una nueva dimensión de gracia, una forma distinta y más alta de vida, desbordando el nivel de la justicia y violencia del César (que puede seguir teniendo valor en su plano). Ésta fue su aportación (su “meta-noia”: conversión, cambio de mente; cf. Mc 1, 14-15): puso en marcha un movimiento social de perdón creador, de no-violencia activa, partiendo de las víctimas y los excluidos de la sociedad, para que hombres y mujeres pudieran vivir en amor inmediato, regalándose la vida unos a (por) otros[14].

Mutación de gracia, más allá puro consenso. En un sentido político, la paz puede estar hecha de pactos (consensos), impuestos por una mayoría cualificada, capaz de extender su modelo de vida sobre el resto de la población. En contra de eso, la paz cristiana no brota de un pacto de la mayoría, que, para mantener su consenso, puede volverse violenta y “matar al chivo” (como mató a Jesús: cf. Mc 15 par), sino de aquellos que aman generosamente, sin defender o “imponer” su amor con pactos[15]. Aún siendo socialmente bueno, cerrado en sí mismo, el consenso de una mayoría puede resultar insuficiente y dictatorial, pues sus portadores (¡demócratas!) tienden a imponerlo de un modo al fin violento sobre las minorías, apelando para ello a las leyes (con policías y cárceles)[16].

             El orden del consenso (siendo políticamente lo mejor que existe) forma parte de la estructura racional de una mayoría cualificada, que tiende a legislar a favor de sí misma, excluyendo a otros. Por eso, el consenso relativo de nuestras mayorías democráticas (siendo bueno) puede acabar siendo violento.

En contra de eso, la paz cristiana (no-violencia activa) no puede imponerse ni siquiera por consenso, sino que nace y se expresa como gracia, abriéndose de un modo especial a los excluidos de los pactos “democráticos”. La paz cristiana no proviene de la voluntad de la mayoría (al servicio del Todo), ni es resultado de unas votaciones, por las que se impone la voluntad de un grupo (contra otros), sino que nace de la experiencia radical de un Amor que se expande como Vida y se ofrece, de un modo especial, a los excluidos de los consensos anteriores (huérfanos, viudas, extranjeros).

  Por encima de esos consensos (¡buenos!) está la paz que se regala y comparte de un modo gratuito, a todos y, en especial, a los excluidos de los sistemas. Ciertamente, en un nivel externo, la Iglesia puede y debe organizarse, siguiendo los mejores modelos racionales, pero ella no es un sistema de organización racional, sino un espacio de convivencia gratuita, donde hombres, mujeres y niños reciben, regalan y comparten la vida con todos, porque quieren (porque se quieren), en especial con los pobres[17].

 Los cristianos no deben demostrar nada en un plano de sistema, ni construir estructuras sociales más perfectas (instituciones de poder sacral particular). Su tarea consiste en asumir y expandir la mutación de Jesucristo, no realizar revoluciones sociales en plano de ley (aunque del evangelio puedan y deban derivar muchas revoluciones). Por encima de leyes y sistemas, los cristianos han de ser testigos de la mutación suprema de la gracia[18].

Lógicamente, ellos deben superar, por praxis de evangelio, el plano de las leyes y estructuras de este mundo, en perdón y solidaridad de amor, desde los más pobres (no para negar las leyes, sino para ascender hasta las fuentes de la vida). Éste es el milagro de su paz, el testimonio de su mutación social y religiosa, como indicarán las doce propuestas que siguen. El evangelio está sobre toda ley social, pero no todas las leyes sociales son lo mismos. El evangelio supera el nivel de las políticas, pero no todas las políticas son equivalentes[19].

 NOTAS

[1] Para una introducción al tema, cf. M. Klemm, Eirene im neutestamentlichen Sprachsystem, Linguistica Biblica,Bonn. 1977; F. Ramirez Fueyo, "Justicia, paz y alegría en el Espíritu Santo" (Ro. 14,17): el reino de Dios en las cartas de San Pablo: estudio semántico y exegético, Verbo Divino, Estella 2005

[2] Sobre el perdón, en perspectiva judía: H. Arendt, La condición humana, Paidós, Barcelona 1993; V. Jankélévitch, El Perdón, Seix Barral, Barcelona 1999 y H. Jonas, El principio de la responsabilidad, Herder, Barcelona 1999. En perspectiva cristiana: H. von Campenhausen, Ecclesiastical Authority and Spiritual Power, Hendrickson, Peabody MA 1997; J. Delumeau, La confesión y el perdón, Alianza, Madrid 1992; J. Equiza (ed.), Para celebrar el sacramento de la penitencia, Verbo Divino, Estella 2000; R. Girard, La violencia y lo sagrado, Anagrama, Barcelona 1999; J. Lambrecht, Pero yo os digo... el Sermón programático de Jesús (Mt 5-7; Lc 6, 20-49), Sígueme, Salamanca 1994; G. Lohfink, El sermón de la montaña ¿para quién?, Herder, Barcelona 1988; X. Pikaza, Antropología bíblica, Sígueme, Salamanca 2006; J. Ramos Regidor, El sacramento de la penitencia, Sígueme, Salamanca 1997; E. P. Sanders, Jesús y el judaísmo, Trotta, Madrid 2004. En línea más política, cf. S. Lefranc, Políticas del perdón, Cátedra, Madrid 2004.

[3] M. Zapella (ed.), Le origini degli anni giubilari, PIEMME, Casale Mo 1998 ha recogido el tema y las formas de la amnistía política en la historia antigua del entorno bíblico.

[4] Ese perdón supera el nivel del sistema legal y de la justicia política, pero, una vez “proclamado”, puede y debe introducirse en la misma experiencia política y social. Sobre el perdón en Pablo, cf. L. Álvarez Verdes, El imperativo cristiano en san Pablo Monografías, ABE-Verbo Divino, Estella 1980; J. M. Díaz Rodelas, Pablo y la ley. La novedad de Rom 7,7-8,4 en el conjunto de la reflexión paulina sobre la ley, Monografías, ABE-Verbo Divino, Estella 1994; J. D. G. Dunn, Jesus, Paul and the Law: Studies in Mark and Galatians, Westminster, Louisville 1990.E. P. Sanders, Paul and Palestinian Judaism, Fortress, Philadelphia 1977; Paul, the Law, and the Jewish People, Fortress, Philadelphia 1983; Jesus y el judaísmo, Trotta, Madrid 2004.

[5] Lucas, al traducir la experiencia de Jesús en un espacio de origen pagano, se atreve a introducir respecto a Dios un lenguaje más sacral («perdona nuestros pecados»), pero conservando el lenguaje de las deudas para el perdón interhumano («como nosotros perdonamos a todos los que nos deben algo»: Lc 11, 4). Pero tanto Mateo como Lucas saben que el perdón no es un atributo de los poderosos (¡ellos no pueden perdonar, sólo imponerse!), sino de los pobres-ofendidos, que renuncian desde Dios a exigir lo que les deben y a buscar venganza.  Este principio del perdón de las deudas (personales, sociales y económicas) iguala a judíos y gentiles). En esa línea, podríamos decir: todos los que perdonan son del Cristo.

[6] Éste perdón se expresa como amor y generosidad con los «enemigos»; no basta decirles que les quiero, sino que debo mostrarlo, actuando bien con ellos. Es un perdón religioso, que se manifiesta a través de la oración a favor de los enemigos, y es también un perdón económico: hay que amar con el corazón y con la mente y con los bienes económicos. Por encima del orden judicial (¡sin negarlo!), está el perdón de las ofensas, transmitido y regalado por los mismos ofendidos. Así podemos decir que ellos, los rechazados de la sociedad, son sacerdotes  de la comunidad de Jesús, que la tradición cristiana ha interpretado como movimiento de perdón (cf. Lc 24, 47; Hech 5, 31).

[7] En el fondo de esta experiencia puede leerse el texto clave de Mt 25, 31-46 (tuve hambre y me disteis de comer...), texto que, con la mejor tradición profética, supone que la paz en este mundo sólo puede construirse de hecho desde el don de las víctimas (hambrientos y sedientos, exilados y desnudos, enfermos y encarcelados) que no sólo perdonan, sino que se dejan ayudar por sus posibles opresores (que les acogen y dan de comer...), iniciando con ellos un camino de comunicación abierta. Sólo dejando que las víctimas nos acojan y no nos expulsen o rechacen (que acepten la comida que les damos, la casa que les ofrecemos...), podremos hablar de paz cristiana. Ésta es la paz que brota de la inocencia de las víctimas, superando los principios del chivo, que han venido guiando nuestra cultura patriarcal. Hasta ahora ha dominado la paz de los triunfadores, que termina siendo una justificación de la violencia (es decir, de la victoria de los poderosos). Pero Jesús ha iniciado un camino de paz desde las víctimas, suponiendo que los antes humillados y sacrificados pueden perdonar a sus ofensores o deudores.

[8] Formamos parte de la “última generación”, pues conocemos ya el secreto de la realidad. Las generaciones anteriores no sabían, se hallaban perdidas entre muchas historias y muertes, sin hallar conexión y sentido unitario a todas ellas. Solo ahora se ha podido contar la historia final de la guerra y de la paz. (a) En Jesús descubrimos la unidad de todas las guerras, que se expresan en la muerte de los profetas (Lc 11, 50) y justos (Mt 23, 35), desde Abel, es decir desde el principio. (b)En Jesús descubrimos que las víctimas pueden perdonas, de manera que hay puede haber paz. Allí donde Jesús asesinado ofrece su perdón (¡esa es la experiencia originaria de la pascua!) y allí donde con él y como él perdonan los miembros de su movimiento (y otros muchos asesinados), la historia de la violencia anterior (de asesinatos y esclavitudes) puede acabar, empezando un tiempo de paz.

[9]El Estado es una institución de poder y, en cuanto tal, puede presentarse como demo-cracia (cratos o poder del demos, pueblo reunido en asamblea legal). Normalmente, al menos tal como ha existido hasta el momento, debe utilizar la fuerza legal (incluso el ojo por ojo), para mantener un tipo de seguridad ciudadana. En contra de eso, la Iglesia no es un “poder” (no tiene kratos), ni actúa en nombre del pueblo poderoso, sino que es signo de la gracia (perdón) que ella asume y ofrece, en nombre de Jesús, desde los pobres y excluidos.

[10] Muchos piensan que la Iglesia Católica sigue vinculada a los más poderosos y, por eso, se plantean la pregunta decisiva: ¿Está legitimada para hablar en nombre de las víctimas, pidiendo y ofreciendocon ellas, el perdón de Jesús?¿Puede actuar como representante de las víctimas, identificándose con ellas? Me gustaría afirmar que los ministros de la Iglesia han asumido siempre la causa de las victimas, respetando a todas pero manteniendo de un modo especial el testimonio privilegiado de aquellos que perdonan, en la línea de Jesús

[11] La Iglesia no hace política directa, pero debe ser inspiradora de una política social de perdón, como voz de las víctimas que perdonan, en la línea de Jesús, ofreciendo un evangelio que supera el nivel de la pura ley. Ella debe mostrar al Estado que no todo se resuelve en plano de sistema (con administración legal y justicia impositiva), sino que hay cosas importantes que pertenecen al mundo de la vida, en línea de gratuidad y perdón, y así impulsa al Estado a superar también la pura ley, abriéndose al servicio de unos valores humanos más altos de gratuidad y perdón. Hay que dejar al César (jueces y políticos) las cosas del César, pero si los hombres (grupos sociales…) se cierran sólo en ese plano corren el riesgo de perder su humanidad y destruirse en una espiral de violencia infinita. No todos los temas de la vida se resuelven sólo con justicia legal, con más armas, policía y cárcel, pero la aportación del perdón puede ser importante incluso en la política,  como ha puesto de relieve S. Lefranc, Políticas del perdón, Cátedra, Madrid 2004 (=Politiques du pardon, PUF, Paris, 2002), estudiando casos especiales de reconciliación política (en Argentina y Sudáfrica, Chile o Irlanda del Norte). S. Lefranc ha puesto de relieve la inspiración cristiana de algunas “políticas” del perdón, que han sido posibles allí donde una parte significativa de la población acepta unos valores cristianos. En esa caso, el mismo Estado laico (pero no laicista) puede recibir unos impulsos de perdón y reconciliación que le desbordan (pero que no van en contra de sus principios básicos). Así, el Estado, conservando su función de mediador racional, puede escuchar y acoger voces y experiencias de grupos que, como los cristianos, le ofrecen caminos de humanidad (en línea de perdón).

[12] Para cumplir esa misión, ella no debe formular grandes documentos, sino decirse a sí misma: mostrar con su vida el milagro del perdón encarnado en una comunidad de hombres que pueden perdonarse y vivir reconciliados, desde los perdedores (víctimas). Allí donde el evangelio dice que “la Palabra se ha hecho carne” (Jn 1, 14), podemos añadir que el Perdón de Dios debe encarnarse también por Jesús en la Iglesia.

[13] En esa línea, cf. G. Theissen, La Fe Bíblica. Una perspectiva evolucionista, Verbo Divino, Estella 2002; Argumente für einen kritischen Glauben, Kaiser, München 1978

[14] Se viene diciendo desde antiguo que el hombre vive en varias dimensiones: es materia, es vida, es pensamiento… y ahora decimos que es, también, gratuidad. Cada uno de los estratos superiores no niega el anterior, sino que lo supone, lo asume y lo trasciende, como indicó N. Hartmann, Ontología I-V, FCE, México 1964ss y La nueva Ontología, Sudamericana, Buenos Aires 1964. Así el hombre es materia, pero materia viva; es vida, pero vida pensante; es pensamiento y sistema “legal”, pero pensamiento abierto a la gracia... En ese lugar donde el pensamiento lógico y el orden social (sistema) quedan trascendidos (no negados) por la gracia, desde Jesús, se sitúa la Iglesia. Ella no enseña una teoría especial, ni tiene un poder particular en línea de sistema intelectual o político, pero puede y debe ofrecer el testimonio de su vida pacificada (por encima de la pura ley), como signo de “mutación evangélica”. Ésta es su novedad, ésta es su “prueba”: la existencia de un grupo de hombres y mujeres que (siendo materia, vida, pensamiento…) habitan ya en un plano superior de gratuidad, como anticipo de aquello que Jesús llamaba el Reino de Dios.

[15]  La gracia de Jesús (no-violencia activa), no puede alcanzarse (ni imponerse) por consenso, pues  no es algo que pueda demostrarse, sino que pertenece a la “mutación” de la buena nueva de la vida. Algo semejante podría suceder con Buda.  Ni Jesús ni Buda fueron pacifistas por consenso, sino por revelación superior. El consenso racional es quizá lo mejor que el hombre puede buscar y alcanzar en un plano de pensamiento/sistema, pero, sin una experiencia superior de gracia, ese consenso puede terminar siendo violento. Para mantenerse y expandirse, la razón del consenso necesita un “plus” de gracia. Por eso recordamos otra vez el fracaso de una Ilustración que ha terminado imponiendo una ley dictatorial (comunismo) o que ha dejado y deja a la mayoría de la población bajo la dictadura de un mercado capitalista muy violento, que condena a muerte a millones de personas. También algunas formas de cristianismo han sido violentas; pero pensamos que el cristianismo en sí es gratuidad sobre el sistema de leyes que rigen en el mundo, de manera que no de debe ser nunca violento.

[16] El consenso impuesto forma parte de una ley que sólo es eficaz cuando actúa con violencia, conforme al principio del chivo expiatorio. Ciertamente, el consenso impuesto de las democracias modernas no exige la muerte física directa del chivo expiatorio, pero es inviable sin violencia.

[17]  El cristianismo no empieza aduciendo razones, como las de Kant (buenas en su plano), ni busca experiencias interiores de iluminación (que pueden ser también  positivas), sino que se pone y nos pone ante una Víctima concreta, un hombre que ha sido asesinado por aquellos que quieren fundar racionalmente la historia, para descubrir que el misterio de iniquidad sigue actuando y para afirmar que, por encima de esa iniquidad, actúa y se despliega la gracia de Jesús resucitado.

[18] En un nivel externo, la historia universal sigue dominada por esquemas de ley, de acción y reacción, de violencia del sistema. Pero existen en ella comunidades alternativas (como la cristiana), que expresan y celebran la vida de un modo gratuito y generoso, anunciando y anticipando la misma paz del Reino que Jesús había proclamado.

[19] En este contexto quiero recordar la propuesta de  A. González: Teología de la praxis evangélica. Ensayo de una teología fundamental, Sal Terrae, Santander 1999; Reinado de Dios e Imperio. Ensayo de Teología social, Panorama 2, Sal Terrae, Santander 2003.

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