"La nota esencial de la santidad cristiana no es gloria del cielo, sino la felicidad de la tierra" Santos son los bienaventurados: felices y justos de este mundo

Santos
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La Iglesia celebra hoy la fiesta de Todos los santos, quizá con discursos sobre la santidad y los santos del calendario cristiana. Pero el texto que aduce como evangelio para esta fiesta es el de los bienaventurados-felices de Mt 5, 1-12.

    Degún ese evangelio, la nota esencial de la santidad cristiana, no  es gloria del cielo, sino la felicidad de la tierra. Santos son los bienaventurados/dichosos de este mundo: aquellos que lo son y aquellos que hacen felices a los otros. Éste es el testimonio clave de la santidad cristiana. Todo lo demás, incluidas canonizaciones, ceremonias y condecoraciones especiales, son apostillas secundarias.

Sobre este tema he tratado, en estos dos últimos años, en dos libros distintos, pero convergentes, uno en italiano, Cammini di Felicità, otro en castellano, Felices vosotros . Verá quien siga leyendo el mensaje central de ambos libros: La esencia de la santidad cristiana consiste en la felicidad.

Texto litúrgicos: los Santos/Felices de Jesús (los canonizados):

  1. Dichosos/santo los pobres en el espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos.
  2. Dichosos/santos los que lloran, porque ellos serán consolados.
  3. Dichosos/santos los sufridos, porque ellos heredarán la tierra.
  4. Dichosos/santos los que tienen hambre y sed de la justicia, porque ellos quedarán saciados.
  5. Dichosos/santos los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia.
  6. Dichosos/santos los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios.
  7. Dichosos/santos los que trabajan por la paz, porque ellos se llamarán los Hijos de Dios.
  8. Dichosos/santos los perseguidos por causa de la justicia, porque de ellos es el reino de los cielos (Mt 5, 3‒12)

Don son los tipos santos o bienaventurados o santos, según este evangelio de Mateo:

  1. Los pobres como tales: hambrientos, mansos, oprimidos...
  2. Los que ayudan a los pobres: misericordiosos, pacificadores…

No es que existan dos grupos separados (por un lado los pobres, por otro los que ayudan a los pobres), pues unos y otros se encuentran no sólo mezclados, sino que cada uno puede formar parte de ambos grupos, siendo en un sentido pobre (necesitado) y en otro también (pudiendo así ofrecer a otros su riqueza). En ese contexto hay que empezar diciendo que sólo aquellos que en un sentido son pobres pueden “salvar” (enriquecer, humanizar) a los que se toman como ricos.

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Las bienaventuranzas han recibido en Mateo un tono más “confesional”, y así aparecen como expresión de la vida de la Iglesia, pero, en otra línea, estrictamente hablando, ellas ofrecen un mensaje universal de humanidad, de tal forma que en ellas no hay nada que sea específico y exclusivo de la iglesia (re en Jesús, jerarquía eclesial, bautismo‒ eucaristía, dogma de encarnación, Trinidad…), sino que todo puede y debe aplicarse a los hombres y mujeres como tales.  

1. Felices/santos los pobres de Espíritu, porque de ellos es el Reino de los cielos

A diferencia del penês,que es un hombre de pocos recursos, pero que puede mantenerse con su esfuerzo y trabajo, ptojos es aquel que no posee nada, el pordiosero o mendigo, que  no tiene otro medio de vida que la limosna (cf. Lc 14,13.21; 16, 20, 22). A menudo, estos ptojoi‒pobres suelen ser de mala fama, de manera que no se puede hablar en general de pobres moralmente buenos, llenos de riquezas interiores (como serían algunos anawim del judaísmo tardío).

Pues bien, esos pobres de la bienaventuranza, carecen en principio de todo, de manera que sólo pueden subsistir por la ayuda o sostén de los demás, es decir, como mendigos, empiezan siendo los bienaventurados de Dios. Lc 6, 20 les llamaba simplemente pobres, prometiéndoles la dicha del Reino. Mateo, en cambio, les presenta como pobres de espíritu no para negar su carencia material, sino para matizarla desde una perspectiva cristiana, en dos líneas posibles:

 ‒ Son pobres por voluntad, es decir, por decisión personal. En esa línea destaca Mt 5, 3 la bienaventuranza de aquellos que, pudiendo hacerse o vivir como ricos, asumen voluntariamente un camino de pobreza, por solidaridad, al servicio de los demás (cf. 2 Cor 8, 9; Flp 2, 6-11), como Jesús que no fue sólo pobre por condición social (artesano, trabajador desposeído), sino por opción personal, esto es, por decisión creyente: no ha querido ayudar a los pobres desde arriba o por milagro externo (como le dice el diablo de la primera tentación: Mt 4, 1-4), ni quiere “salvarles” desde su más alta autoridad externa (como Job, antes de ser derribado de su altura), sino que se ha “encarnado” (=ha vivido) en la vida de los pobres, compartiendo con ellos su historia de carencias, para iniciar una transformación social y personal, desde lo más bajo, abriendo con los carentes, la marcha el Reino de Dios.  

En esa línea, Jesús ha promovido un movimiento mesiánico de solidaridad y ayuda, con y por los pobres, para expresar y ofrecer la bienaventuranza de Dios a todos, incluso a los ricos. Ciertamente, Mateo no ha negado la bienaventuranza de los pobres materiales (a quienes el Jesús de 25, 31-46 llama sus “hermanos más pequeños”), pero ha querido destacar la pobreza por opción de los creyentes que renuncian a la riqueza propia (personal o de Iglesia) a favor de los pobres, para abrir así el camino del Reino desde abajo, en comunión de vida con los excluidos personales y sociales, dentro de la Iglesia, pues en ella sólo pueden construir activamente el camino de Dios y ser felices aquellos que se hacen por voluntad pobres y hermanos de los pobres conforme a la justicia del Reino (cf. Mt 5, 20).

Los santos

Ciertamente, se puede hablar de ricos que tienen espíritu pobre, de manera que, teniendo muchas riquezas, no se elevan sobre lo demás, sino que les ayudan, aunque desde arriba (como Job antes de su prueba). Pero Jesús no quiere ese tipo de ricos en su Iglesia, no quiere que existan en ella patronos ricos que asisten y ayudan a los otros desde arriba, sino que todos compartan en comunión de amor la vida, unos con todos, desde la pobreza de los más pobres.

En otra línea, esta expresión (pobres de Espíritu)podría referirse a personas que son especialmente indigentes en un plano de espíritu, en decir de conocimientos y de entendimiento. Estos serían aquellos que, en un sentido intelectual, no saben, no entienden, no logran penetrar en los “secretos” de la interpretación rabínica de la ley, siendo así como mendigos espirituales. Pero de ordinario, estos pobres de espíritu suelen ser también pobres “materiales” (mendigos, sin posesiones ni trabajo), hombres y mujeres que, en una sociedad competitiva, quedan en un plano inferior, por ser agresivos y capaces de triunfar en un plano cultural, social o psicológico.

Sea como fuere, estos pobres suelen ser también despreciados por falta de cultura, indigentes económicos, personas sin dignidad, los más pequeños, aquellos que no pueden elevarse sobre los demás imponerles su derecho, la masa de marginados, derrotados, expulsados, sin posibilidades de cambiar por fuerza la historia de los hombres, sometidos a un destino de desprecio y muerte. Pues bien, con ellos ha venido a vincularse Jesús, no para hacerles orgullosos, capaces de triunfar con violencia sobre los demás, sino para crear una humanidad distinta, fundada en la confianza y en la solidaridad. Sólo desde este principio pueden entenderse las bienaventuranzas que siguen: No habrá justicia ni paz si los hombres no asumen un camino voluntario de pobreza, es decir, de desprendimiento actito y comunicación de bienes (Mt 6, 19).

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Conforme a este principio, solo se puede hablar de felicidad humana y especialmente de Iglesia allí donde se empieza situando en el centro del cuidado de la vida a los pobres, en línea de bienaventuranza. Como he dicho, al poner pobres de espíritu allí donde Lc 6, 20 decía simplemente pobres, Mateo no ha negado la bienaventuranza de la pobreza material, y así sigue hablando en su evangelio de marginados, excluidos y despreciados (cf. Mt 18, 1-14), pero él no quiere que en la Iglesia siga habiendo pobres materiales si es que hay otros que tienen bienes muy abundantes en ella, pues una iglesia donde algunos mueren de hambre mientras otras derrochan riquezas no es iglesia, ni cristiana.

Jesús habla pues de la felicidad de los pobres de cuerpo y espíritu, de bienes materiales y sociales, de aquellos que son “pobres por voluntad de entrega a los demás” con aquellos que son “pobres de espíritu” (de menos recursos y posibilidades), llamados también a ser felices. Es la felicidad de aquellos que, pudiendo enriquecerse a cosa de otros, asumen voluntariamente un camino de pobreza, por solidaridad, esto es, por servicio a los demás, como Jesús, que, pudiendo haberse puesto al lado de los ricos, se unió a los pobres, iniciando con ellos un camino de felicidad salvadora (cf. 2 Cor 8, 9; Flp 2, 6-11).  Quien quiera vivir como rico, y ayudar a los pobres solamente desde fuera (quedando siempre arriba) no será en verdad feliz, ni podrá ser cristiano en la línea de Jesús.

2. Felices/santos los que sufren, porque serán consolados  

  Lc 6, 21 decía hoi klaiontes nyn, los que actualmente lloran, destacando quizá más el llanto en sí, por cualquier causa que fuere, el dolor que se expresa en forma de lamentación amarga (cf. Mt 2, 18; 26, 75) o grito fuerte de hambre, enfermedad o abandono. Mateo, en cambio, dice hoi penthountes término que parece referirse más en concreto a los que saben sufrir y aún más a los que aceptan el dolor como una forma de maduración (purificación), en línea de catarsis y de ayuda a los demás, no en gesto penitencial de lamentación, sino por felicidad más honda.

 Recordemos que en el principio de la vida está el llanto y que sólo aquellos que lo asumen y que sufren pueden ser felices y constructores de felicidad. Lucas llamaba bienaventurados todos los que lloran, sin precisar la razón o forma de su llanto.  Mateo, en cambio, sin negar eso (como sabe y dice Mt 25, 31‒46), parece destacar el valor de maduración e incluso de “revolución” (catarsis) que puede tener el sufrimiento. Sólo aquellos que, quizá con miedo, saben asumir el dolor y lo asumen por dentro, como medio de maduración en felicidad pueden acompañar y ayudar a los demás, abriendo con y para ellos un camino de felicidad compartida.

Quien no sabe sufrir termina siendo un tirano de sí mismo y de los otros. Quien hace sufrir a los demás (por hambre o terror, guerra o dictadura) es un malhechor. Sólo aquellos que son capaces de aceptar un tipo de sufrimiento por acompañar a los demás podrán compartir con ellos la más honda felicidad del amor. Quien no sabe sufrir, quien no quiere perder nunca, quien no es capaz de acompañar en el dolor a los demás para compartir también la felicidad con ellos no será nunca feliz.

Icono de todos los Santos (18 c., la galería Tretiakov Fotografía de stock  - Alamy

 En ese fondo se entiende la respuesta en pasivo de esta bienaventuranza: “Felices los que sufren, porque ellos serán consolados”, es decir, paraklêthesontai, un verbo de la misma raíz que Paráclito, el Espíritu Santo “consolador” (cf. Jn 14,16.26; 15,26; 16,7) conforme a un tema que aparece en Mt 10, 19-20 donde se asegura que el Espíritu Santo consolará a los perseguidos. No se trata pues de no sufrir, sino de sufrir en amor, para consolar a los que sufren, compartiendo así el camino de la felicidad.  Esta bienaventuranza supone no sólo que Dios consolará a los que lloran, sino los que lloran serán consolados por otros hombres y mujeres, madurando así en felicidad, es decir, en consuelo mutuo.

De la incapacidad de sufrir nace la violencia. Sólo del sufrimiento aceptado en amor y compartido y compartido con otros (consolado a los que sufren) puede nacer la verdadera santida/felicidad.  La tradición bíblica recuerda en ese plano el clamor y llanto de los hebreos oprimidos en Egipto, a quienes Dios escuchó y liberó. En esa línea, el evangelio añade que Jesús “tomó sobre sí toda dolencia” de los hombres (Mt 8, 16‒17; cf. Is 53, 4), acompañando y curando a los enfermos. Más aún, la tradición cristiana ha interpretado la resurrección de Jesús como experiencia de felicidad más alta en medio del dolor por su muerte.

  Ciertamente, siguen siendo bienaventurados los que lloran, por la razón que fuere, sin distinguir la forma o causa de su sufrimiento. Pero es importante insistir en el carácter de catarsis (purificación, maduración, felicidad) del dolor asumido y compartid en línea de comunión de amor. En esa línea hay que decir que sólo aquellos que saben pueden consolar a los que sufren, abriendo con y para ellos un camino de solidaridad y de consuelo, en una línea que había sido explorada desde diversas perspectivas (pero no desarrollada ni culminada) en el libro de Job.

Sigue siendo esencial la superación de un tipo de dolor físico, como quiere la medicina moderna y como hacía Jesús al curar a los enfermos. Pero una persona o sociedad que no aguanta ningún tipo de padecimiento (que no sabe sufrir ni acompaña a los que sufren, en amor) se acaba destruyendo y se consume a sí misma en línea de infelicidad. En este sentido es importante el mensaje Mt 25, 31‒45 cuando habla de “visitar a los enfermos”, esto es, a los que sufren, en gesto de amor abierto a la felicidad. No dice “estuve enfermo y me curasteis físicamente o me quitasteis el dolor”, sino y vinisteis a mí. La verdadera curación es la visita, entendida en forma de cuidado (esto es, de “episcopado”, en el sentido de cuidarse‒acompañarse unos a otros, como dice el texto griego de 25, 36).

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3.Felices/santos los mansos porque heredarán la tierra

 Ésta bienaventuranza es nueva (sin paralelo en Lucas), y ha sido creada por Mateo o por su iglesia, fijándose de un modo especial en Jesús, pobre y manso (sin poder económico o social), que, de esa forma, ha sabido elevar y enriquecer a otros, convirtiendo su pobreza en fuente de gracia y vida para muchos. En esa línea, los mansos como Jesús actúan sin imponerse, y así ayudan a los demás desde su pobreza, como él mismo ha dicho, en palabra personal y social: «Acercaos a mí todos los que estáis rendidos y abrumados, que yo os daré respiro. Cargad con mi yugo y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón…» (Mt 11, 28-29).

En ese sentido, Jesús ha sido pretendiente mesiánico “manso” (praus), como lo muestra su entrada en Jerusalén montado en un asno, de manera no violenta, para enriquecer (curar) a la ciudad “santa” y extender en ella su programa mesiánico. Pues bien, esta bienaventuranza implica una experiencia fuerte, de tipo social y ecológico, pues sigue diciendo que los mansos (anawim) heredarán la tierra (cf. Sal 37, 1) no por violencia, sino al modo de Dios: por herencia de gracia. Esta palabra (los mansos heredarán la tierra) abre una utopía de felicidad, que va en contra de los principios y métodos de guerra utilizados para dominar el mundo.

 Esta bienaventuranza ecológica ha sido recogida en el programa espiritual y social del Papa Francisco en Laudato Si, Alabado seas… (2015). El hombre prepotente, conquistador violento, lleva destrucción sobre la tierra. Sólo los mansos, los que renuncian al deseo de tenerlo todo y a la imposición económica, social y/o militar podrán heredar la tierra como regalo de Dios y espacio de felicidad, pues la tierra no se conquista, sino que se recibe de aquellos que nos han precedido, para regalarla y compartirla con los que nos sigan o están a nuestro lado, sin estropearla y a la postre destruirla.

La tierra que se domina y somete por fuerza se vuelve infierno de guerra y destrucción: cuanto más la dominemos más la estropeamos. Sólo los mansos podrán heredar y compartir la tierra viva de la felicidad, hermana y madre de los hombres. Los otros, los violentos, la destruyen y se destruyen a sí mismos.En esta línea se entiende la misión de Jesús, pobre y manso (sin imposición económica ni guerra), a quien la Biblia presenta como heredero de todos los bienes del mundo (cf. Hbr 1, 2), no para sí mismo, sino para todos,desde su pobreza entendida en forma de gracia y comunión con los hambrientos, enfermos y oprimidos, en gesto abierto de felicidad.

Jesús es un pobre manso, acompañando ayudando a los pobres, para así heredar y gozar la tierra,  no por superioridad militar, sino por servicio de amor. Esta bienaventuranza social de la mansedumbre retoma y replantea la experiencia radical del Antiguo Testamento, en la línea del llanto de los oprimidos en Egipto, a los que Yahvé respondió sacándoles de la esclavitud. Pues bien, la ha completado diciendo que sólo los mansos (los que renuncian a la imposición y guerra) podrán heredar la tierra, con un gesto social de profunda fidelidad a la vida.

 No se trata, pues, de luchar con desprendimiento interno (como hacía Krisna), ni de abandonar toda lucha, viviendo más allá de los deseos (como Buda), sino de vivir y amar con mansedumbre de amor, sin violencia, sin venganza, sin guerra “para así heredar la tierra”, esto es, para crear la nueva humanidad reconciliada. No se trata de ser mansos para conseguir el cielo, sino para heredar la tierra y compartirla en felicidad.

Esta palabra (los mansos heredarán la tierra) proclama una utopía de pacificación social que invierte los principios y tácticas de la guerra militar o comercial, personal o social, superando así la “ley del talión” y la promesa falsa de los que quieren poseer y dominar el mundo por violencia. Sólo aquellos que renuncien al talión (ojo por ojo, diente por diente), superando toda forma de imposición violenta y convirtiendo la tierra en regalo de amor, podrán heredarla, esto es, recibirla y compartirla en amor.  . La tierra sometida y manipulada como objeto de conquista se vuelve un infierne de guerras, que acaban destruyéndola. Cuanto más la dominemos más la aniquilamos. Sólo los mansos podrán heredarla y disfrutar la tierra en felicidad de amor; los otros, los violentos, la destruyen y se destruyen entre sí, haciendo así imposible toda felicidad.

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 4.Felices/santos los que tienen hambre y sed de justicia porque serán saciados

 En vez de hambrientos sin más (cf. Lc 6, 21), Mateo dice hambrientos y sedientosde justicia (tên dikaiosynên). Ciertamente, sabe que han de ser dichosos los que tienen hambre física, como supone Mt 25, 31-46 (pues el mismo Jesús habita y sufre en ellos), pero también sabe que hay hambrientos mesiánicos, que entregan la vida por los otros, dando de comer a los necesitados, para así extender la justicia de Dios que es la liberación de los oprimidos (como han proclamado los profetas de Israel) y la justificación y perdón de los pecados, para vivir en amor (como ha destacado san Pablo).

Del hambre física se ocupa Mateo en 4,2; 12,1.3; 21,18. Del hambre y la sed trata 25,31-46, aunque la sed tienda a entenderse más en sentido figurado, como expresión de un deseo fuerte, de una gran necesidad. Pues bien, esta bienaventuranza de Mt 5, 6 (hambrientos y sedientos de justicia) vincula ambas carencias (hambre y sed), interpretándolas como experiencia y camino de Reino. El Reino de Dios y su felicidad no es una experiencia de pura interioridad (en contra del modelo de Krisna), ni es tampoco un no‒deseo (en la línea del budismo), sino un deseo fuerte de justicia, entendida en clave de compromiso activo al servicio de la felicidad de todos los hombres. En una sociedad o iglesia así (con hambre y sed de justicia) nadie puede pasar hambre, ni estar abandonado, pues todos se empeñan en ofrecer felicidad a todos.  .

 Estos hambrientos y sedientos de justicia han de entenderse en un sentido activo: Son aquellos que habiendo descubierto la presencia de Dios en los necesitados se deciden a servirles, y lo hacen como portadores de justicia mesiánica, en la línea de Jesús, Mesías del reino (cf. Mt 6, 33). En este contexto se entiende su respuesta al Diablo: “No sólo de pan vive el hombre (cf. Mt 4, 4), sino también de hambre de palabra”, que se expresa en la justicia y comunión de vida entre todos los hombres.

En esa línea, Jesús seguirá diciendo en Mt 5, 20 que la justicia de sus seguidores ha de elevarse por encima de un tipo de ley egoísta de grupo (centrada en el pueblo, para expandirse así en forma de misericordia y fidelidad a todos los hombres y mujeres de la tierra (cf. 23, 23). El conjunto del evangelio de Mateo, hasta 25, 31-46 puede interpretarse como un intento de comentar y desarrollar el sentido de esta bienaventuranza del hambre y sed de justicia, esto es, de la felicidad que nace de la palabra compartida. Entendida así, la justicia del Reino ha de entenderse como experiencia de felicidad, esto es, de paz mesiánica, en plenitud de vida, en amor de bodas.

    Estos hambrientos de justicia son aquellos que, habiendo descubierto a Dios en los necesitados, descubren también (al mismo tiempo) que ellos sólo pueden ser “presencia de Dios” en la medida en que abren espacios y caminos de solidaridad (justicia activa, misericordia y fidelidad humana) con los demás necesitados, no por miedo al castigo, según ley, sino por fidelidad, en la línea de la experiencia de Jesús tras al bautismo, cuando el mismo Dios le dice, en experiencia interna, abierta al amor de todos: Tú eres mi Hijo amado, en ti me he complacido (cf. Mc 1, 9, 11).

Según eso, tener hambre y sed de justicia es tener hambre de felicidad, no en gesto de meditación interior (como el de Krisna), ni de negación de los deseos (como en Buda), sino como deseo fuerte de felicidad compartida. Según eso, éstos que tienen hambre y sed de justicia son los verdaderos “justos”, siendo los bienaventurados, es decir, los auténticos felices, portadores y ministros del Reino de Dios (cf. Mt 25, 37), entre los que sobresale Jesús a quien el evangelio presenta como hambriento y sediento de Dios, esto es, de vida y plenitud para los hombres.

 5.Felices/santos los misericordiosos porque recibirán misericordia

Entrañable Dios

Ésta bienaventuranza es también nueva de Mateo, y vincula a los cristianos con el Dios de Israel, a quien la Escritura llama «clemente y misericordioso, lento a la ira…» (cf. Ex 34, 6-7). La fe en ese Dios ha definido la historia de la Biblia, culminando, según el evangelio, en Jesús de Nazaret, a quien Mateo presenta, de un modo muy intenso, como Mesías misericordioso, Hijo de David, que no es rey porque se impone sobre otros, sino porque tiene piedad de los oprimidos y excluidos (cf. Mt 9, 27; 25, 22; 20, 30-31).

Desde ese fondo expone Jesús su novedad mesiánica, según el mensaje de Os 6, 6 (misericordia quiero y no sacrificios: Mt 9, 13; 12,17), pidiendo a sus seguidores que sean misericordiosos, capaces de compartir la vida con los demás, asumiendo y creando con ellos espacios de felicidad compartida. En esa línea, la religión de Jesús ha de entenderse como una experiencia y camino de “felicidad misericordiosa”, como don y compromiso eficaz de ayuda a los demás, en gesto de ternura y amor gratuito, no por talión o venganza, sino por felicidad de corazón. Ésta es la experiencia más honda del Dios bíblico que se revela en el nuevo pacto de Ex 34,6-8 (tras la adoración del Becerro de Oro), cuando Yahvé desfila ante Moisés diciendo: Dios clemente y misericordioso, lento a la ira, rico en piedad y leal… Así revela Dios sus cuatro nombres básicos.

 ‒ Dios es Rehem, amor entrañable, es decir, felicidadde madre que cuida al fruto de su entraña; no engendra al hombre y le deja fuera de sí, ni siquiera en un “paraíso original” como el de Gen 2, sino que le mantiene dentro de sí, en su seno de felicidad (cf. Hch 17, 28), de forma que Dios mismo es el “paraíso” de los hombres.

Dios es Hannun, amor gratuito, de comunión, dehombre o mujer, de la raíz hanan, que significa gracia y se expresa como acogida y ayuda de unos a otros, por gozo y felicidad, no sólo con simpatía externa, sino por compromiso integran de comunión, por encima de todo pecado, como felicidad y gracia de la vida.

Dios es Hesed, fidelidad, una palabra que incluye también cercanía y ayuda entrañable y gratuita, como en los casos anteriores, pero añadiendo un matiz importante de lealtad y constancia, que se expresa en el mantenimiento de la alianza, de la palabra dada, como aparecía en las bienaventuranzas entre las que sobresalía la felicidad de vivir por pacto de amor con Dios y con los hombres.

 (4) Dios es finalmente ‘Emet, el Verdadero, o, mejor dicho, es la Emunah, el Amén, aquel de quien los hombres pueden fiarse, la “roca firme” por encima de los avatares de la historia. Los misericordiosos son así fiables, pueden descansar unos en otros, siendo así felices, en comunión de vida. 

Esta misericordia y fidelidad de Dios define y fundamenta la vida de los hombres que pueden y deben ser fieles entre sí, siendo felices, es decir, misericordiosos, relacionándose en amor, con obras de verdad y afecto, de auténtica justicia, esto es, en felicidad. La misericordia de Dios aparece así como principio y fundamento de bienaventuranza para los creyentes de la Iglesia, en apertura a todos los hombres y mujeres de la tierra.

    Éste Jesús de Mateo ha reinterpretado así, en forma eclesial, las bienaventuranzas judías del Antiguo Testamento, para abrirlas a todos los hombres.  Éste es el principio de toda felicidad, que brota de la misericordia de Dios y se expresa como encuentro concreto de amor entre los hombres. No es una compasión estrecha, de miedos y lamentaciones,  ni es una beneficencia pesada, sino expresión de la felicidad que brota del mismo despliegue de la vida, entendida como buena nueva de amor de amor de Dios (del Dios‒Amor) en la vida de los hombres,  en justicia, misericordia (eleos)  y fidelidad (23, 23).

    En este contexto, Mateo ha definido a Jesús como el Mesías misericordioso, Hijo de David que tiene piedad de los perdidos y excluidos (cf. Mt 9, 27; 25, 22; 20, 30-31), en la línea de Oseas: “Misericordia quiero y no sacrificios” (Mt 9, 13; 12,17; cf. Os 6, 6). No se trata, por tanto, de una misericordia sacrificial (por obligación, por castigo), sino de una misericordia que es felicidad, pues consiste en  compartir desde el corazón la suerte y camino de la vida de los pobres y de todos los hombres y mujeres, en camino de Reino.

 6.Felices/santos los limpios de corazón porque verán a Dios

Dichosos los limpios de corazón porque ellos verán a Dios - Cipecar

Como he venido señalando, un tipo de judaísmo rabínico ha insistido (a partir de Sal 1) en la bienaventuranza de aquellos que meditan en la Ley nacional de Israel y la cumplen, siendo así limpios según ley, a través del cumplimiento de los mandamientos (limpieza pureza de las manos que se lavan de acuerdo con el rito, de las observancias que se cumplen como está mandado, en gesto de comidas y vestidos, de relaciones sociales y ritos). Pues bien, frente a ese tipo de limpieza al servicio de los más capaces (piadosos y cumplidores), ha destacado Jesús la limpieza y felicidad del corazón, abierto en forma solidaria a todos, especialmente a los expulsados del sistema religioso.

Así lo ha puesto de relieve el Evangelio de Marcos, al insistir en la exigencia de superar un sistema de pureza intra‒judía, centrada en el cumplimiento del sábado (cf. Mc 1, 40-45; 2, 23‒3, 6), con los tabúes de sangre y sexo, de limpieza de manos y comidas (cf. Mc 7). También Mateo ha destacado esa más honda limpieza de corazón que se expresa, por ejemplo, cuando Jesús dice al impuro queda limpio (Mt 8, 3), y cuando manda a sus discípulos que curen (limpien) a los leprosos (Mt 10, 8; cf. 11, 5). 

Frente a una limpieza que puede acabar siendo “exterior”, al servicio de un grupo de especialistas religiosos, centrados en el cumplimiento de sus ritos, el evangelio ha puesto de relieve la bienaventuranza de la limpieza del corazón, que ha de entenderse en sentido personal, social y religioso, en apertura a todos los hombres, en justicia, misericordia y fidelidad (cf. Mt 23, 23). De esa manera, frente a una pureza de ley, al servicio de unos privilegiados (piadosos, cumplidores, separados de los otros), ha destacado Jesús la felicidad del corazón que se abre en forma solidaria a todos, en espacial a los expulsados del sistema social y religioso.

              Jesús puede presentarse así como el limpio por excelencia, desde la perspectiva del corazón que es feliz haciendo felices a los otros. De esa forma ha puesto de relieve la felicidad de la vida, por encima de toda ley o pureza exclusiva de algunos (de tipo político o religioso), pues su patria (su nación o iglesia) es la misericordia universal, desde los más pobres. Él no ha querido por eso destruir el judaísmo del Antiguo Testamento, sino volver a la raíz de sus bienaventuranzas, como he puesto de relieve en la segunda parte de este libro. En esta línea ratifica el camino de la paz, pues los limpios de corazón no sólo “verán a Dios” (en el futuro), sino que pueden ya mirar ya a los demás (incluso a los enemigos) con los ojos de Dios, en felicidad, es decir, en amor reconciliado. En esa línea, al afirmar que los limpios de corazón verán a Dios, Jesús afirma que ellos serán  (=están siendo) admitidos en la intimidad divina, como  los ángeles de los niños que ven  el rostro del Padre (18, 10), como los hombres y mujeres que se abren a la felicidad del amor compartido, en transparencia de vida. 

 Un tipo de judeo-cristianismo corría el riesgo de transformar el evangelio en religión de normas exteriores (prestigios nacionales o sociales, insignias, banderas...). Pues bien, en contra de esa pureza de ley, propia de los fuertes religiosos (piadosos y cumplidores), ha destacado Jesús la pureza del corazón, que se abre, en justicia, misericordia y fidelidad, a todos los hombres, especialmente a los expulsados de todos los sistemas de poder social o religioso. Esa pureza de corazón de Jesús se identifica con la felicidad de aquellos que “ven a Dios” (que tienen los ojos abiertos a Dios), pues conocen por dentro y reconocen el sentido más hondo de la vida, como don de gracia, como experiencia de vida en lo divino.

7.Felices/santos los constructores de paz porque serán llamados hijos de Dios

EL CAMINO DE LA PAZ

 Otros tipos de judaísmo podían tener sus bienaventurados: guerreros de Dios que conquistan un reino (celotas), sacerdotes fieles a su ritual de sacrificios, fariseos o cumplidores de la ley... Pues bien, para Jesús, judío mesiánico, la bienaventuranza verdadera culmina allí donde los hombres se vuelven eirênopoioi, hacedores de paz, retomando de esa forma el motivo más profundo de la esperanza del Antiguo Testamento, abierto a la bienaventuranza de la Paz  como “Shalom” universal, presencia de Dios en la vida de los hombres.

Entre los pobres de la primera bienaventuranza de Mt 5, 3 y los constructores de paz de ésta (5, 9) discurre un camino que podemos llamar Via Pacis, vía de paz o felicidad universal, distinta de otras formas de paz elitista, violenta o impuesta, y especialmente (en aquel tiempo) de la paz romana, centrada en la victoria militar del imperio. Con el despliegue de esta paz, que es el Shalom o cumplimiento final de la promesa de Israel (que se identifica con la felicidad de Dios en la vida de los hombres), culmina el mensaje de Jesús, centrado en el surgimiento de unos pacificadores mesiánicos (eirenopoioi), que son, básicamente los hombres felices.

Estos hacedores de paz son “mediadores” del Reino de Jesús, que no es victoria o imposición de algunos sobre otros (como en el imperio romano), sino ofrecimiento de vida y comunión a todos, empezando por los pobres, hambrientos, excluidos. Según el evangelio de Mateo, esta paz viene de abajo, desde la vida compartida en comunidades de personas que se aman y amándose abren caminos de felicidad activa entre todos (cf. Mt 10, 2‒15; 28, 16‒20).

 En ese sentido, la tradición cristiana dirá que Jesús ha sido el pacificador por excelencia, testigo y promotor de una felicidad de vida, que no es evasión/superación interior (Krisna) o negación de los deseos (Buda), sino amor abierto en felicidad a todos. Esta paz de Jesús no es fácil, pues, como él mismo ha dicho “no he venido para traer paz, sino espada; he venido a enfrentar al hombre contra su padre, a la hija contra su madre y a la nuera contra su suegra” (cf. Mt 10, 34-35), superando así un tipo de tipo de vinculaciones violentas (exclusivas), de tipo familiar o social, en apertura de felicidad a todos los hombres y mujeres, convocados a la gran familia de los hijos de Dios.

Los hacedores de paz de esta bienaventuranza se identifican en esa línea con Jesús, a quien Col 1, 20 presenta como aquel que ha hecho la paz, reconciliando consigo todas las cosas, las del cielo y las de la tierra, abriendo así espacios de reconciliación para los hombres (judíos y gentiles, siervos y libres…; cf. Gal 3, 28). De esa forma vincula Mt 5, 9 a los cristianos con Jesús, que ha reconciliado y pacificado el universo en felicidad de amor, como ha puesto de relieve la tradición paulina, en especial Ef 2, 19‒3, 13, que ha de entenderse en este mismo trasfondo. 

 Las bienaventuranzas de Mateo culminan así en la paz (=felicidad) personal y familiar, espiritual y social de Jesús, abierta a todos los hombres. Siglos de espiritualismo sacral e idealista han cerrado a veces nuestros ojos, impidiéndonos abrirlos ojos y entender el evangelio como programa y camino de pacificación personal y social de felicidad, como ha recordado el Papa Francisco en el manifiesto inicial de su pontificado: Evangelii Gaudium, la Felicidad del Evangelio (2013). Entendido así, el evangelio es un programa de pacificación por felicidad, desde los más pobres, un camino de no-violencia activa, en amor que lleva a la comunión de todos los hombres.

Hemos identificado a veces evangelio con ley, santidad con sacralidad, fidelidad a Dios con represión ascética. Pues bien, en contra de eso, las bienaventuranzas son un programa de felicidad personal y social, capaz de vincular en un gesto de paz a todos los hombres, en la línea abierta de las bienaventuranzas del Antiguo Testamento. En esa línea, el programa de felicidad de Jesús culmina allí donde los hombres son capaces de “hacer” (poiein) la paz del Reino, regalando y compartiendo generosamente la vida (su felicidad) unos con otros, pues todos, hombres y mujeres, han de ser hacedores de paz (eirenopoioi).

8.Felices los perseguidos por la justicia porque de ellos es el Reino de los Cielos

BILLETES DE IDA

 En un sentido, el proyecto propio de las bienaventuranzas de Mateo parecía culminar con los pacificadores, pero él ha querido añadir ésta (lo mismo que hace Lc 6, 22‒23), retomando su motivo favorito de la justicia, que comenzaba en 5, 6 (los que tienen hambre y sed de justicia), para así terminar refiriéndose aquí a los perseguidos por la justicia. De justicia a justicia, por la felicidad: Éste es el camino que va de los “hambrientos” de justicia a los perseguidos por ella, destacando en medio a los misericordiosos, los limpios de corazón y los hacedores de paz (5, 7‒9).

Estas cinco bienaventuranzas (de Mt 5, 6 a 5, 10) forman el corazón del evangelio de Mateo, entendido como programa de felicidad mesiánica, propia de una iglesia que responde, con su compromiso de fidelidad (justicia), al don de gracia de Dios que empezaba con las cuatro bienaventuranzas anterior (los pobres, los que lloran, los mansos…: 5, 3‒5).  

Las bienaventuranzas de Mateo trazan así el camino del Reino de Dios en la vida de la iglesia, y forman así el compendio y sentido de los mandamientos cristianos entendidos como programa de felicidad, no como ley impuesta por miedo en la montaña de la sacralidad impositiva (Sinaí, Ex 19), en medio de rayos y truenos.  Jesús viene a presentarse de esa forma como bienaventurado de Dios, en la montaña de las “felicidades” del Reino (cf. Mt 5, 1‒12). Ciertamente, los mandamientos de la montaña de la ley (Ex 19) siguen teniendo un sentido como posible preparación. Pero la nueva identidad cristiana, entendida en forma de camino de felicidad, está ligada a la montaña de las bienaventuranzas de Dios (de su reino) en Galilea.  

De un modo consecuente, esta bienaventuranza final de los perseguidos por causa de la justicia plantea el tema básico de la persecución (cf. Lc 6, 22), pero no se trata ya de una persecución por ley externa, sino por felicidad. A los seguidores de Jesús les persiguen precisamente por ser felices, es decir, por ser sobre todo felices, por encima de toda imposición y mandamiento. La mayor acusación que los cristianos pueden elevar en contra de un mundo de violencia y mentira es su propia felicidad en el amor de la verdad (al Dios presente en su vida),  y en la verdad creadora de su amor, que se identifica con la felicidad de los se dejan amar y aman a Dios, amándose entre sí, por encima de todas las cosas, con todo el corazón, con todo el entendimiento, con todas las fuerzas (cf. Mc 12,28‒34 y paralelos, con cita del shema, Dt 6, 4‒5).

 En contra de la política oficial de Roma y de los reyes herodianos del entorno directo de Jesús, la felicidad de amor que Jesús ha vivido y iniciado no es obra de los emperadores como los romanos, ni de sacerdotes como los de Jerusalén. La verdadera felicidad, que se identifica con la paz mesiánica, viene de abajo, desde el perdón de los más pobres, a través de aquellos que van suscitando comunidades de personas que se aman y que amando se abren en misericordia activa (en justicia) hacia el mundo entero, estando dispuestos a ser perseguidos.

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