Le mataron porque anunciaba la Vida

Vino a Jesusalén como profeta y maestro, para descorrer con su enseñanza y con su  vida velo de Dios sobre la vida de los hombres, como había anunciado y expuesto en Galilea.

Murió porque vino a dar Vida. Los que dominen por la muerte le mataron.

Today the Coptic Church celebrates Palm Sunday marking the triumphal entry  of Jesus Christ into Jerusalem. – Watani
Muerte anunciada. Jesús predijo de algún modo su muerte: Tenía todo previsto y preparado, pero debía contar y contaba con Dios, es decir, con la intervención y presencia del mismo Creador, presente en su vida y en su obra.Por eso no pudo fijar externamente la manera en que se cumpliría su programa, sino que fundó una escuela mesiánica de iniciadores e iniciados de un Reino que la Iglesia posterior ha interpretado (en gran parte) de un modo intimista (apelando al más allá del cielo), pero que él entendía como fuente y camino de transformación del mismo mundo. Vino así a Jerusalén, de un modo pacífico, pero su entrada fue muy provocadora:

Ortodoxa Griega icono representando la crucifixión de Jesús, Tesalónica,  Macedonia, Grecia, Europa Fotografía de stock - Alamy

‒ Subió como Mesías de David, con un ofrecimiento de cambio para Jerusalén y el judaísmo (cf. Mc 11, 9-10, con cita de Sal 118), como rey mesiánico, con muchos peregrinos, que le acompañaban, para celebrar las fiestas de Pascua, como elegidos de Dios, herederos de las promesas mesiánicas.

Entró como Señor del Templo, no para re-formar o re-forzar algunos detalles o ritos, sustituyendo unos sacerdotes desviados por otros rectos, como intentaban los separados de Qumrán, sino para mostrar que la era del templo había terminado, «y así comenzó a echar a los que vendían y a los que compraban en el templo. Volcó las mesas de los cambistas y las sillas de los que vendían palomas» (Mc 11, 15).

Actuó como representante de la nueva humanidad, situandosu misión (y su posible muerte) a la luz de la venida del Hijo del hombre, de la que habían tratado Dan 7, 13 y 1 Henoc. Ese Hijo de Hombre al que se refería apelaba no vendrá después, cuando todo hubiera terminado, sino en medio de la historia, como fuente, signo y garantía trasformación de los hombres (de la sociedad).

Jesús subió a Jerusalén, siendo allí asesinado, como maestro, es decir, como “educador peligroso”. Entró en la ciudad como educador mesiánico, convencido de que el Reino de Dios llega a través de un magisterio que responde a la identidad de Dios, a la verdad del hombre. Para que su enseñanza se cumpliera, él debió afirmar que el templo había perdido su sentido, que no era ya escuela de humanidad sino cueva de bandidos. Su misma opción a favor de los expulsados le llevó a entender el carácter opresor de la escuela del templo, vinculada al sometimiento y expulsión de los pobres. En un plano exterior, el templo era una gloria, una mole imponente, una gran maravilla, pero en su fondo se escondía el sacrificio y muerte de los pobres.

Nosotros, turistas universales del siglo XXI, podríamos destacar el arte y belleza de sus piedras (que aún pueden verse en el entorno del Muro de las Lamentaciones), como dijeron a Jesús sus discípulos: «Maestro, mira qué piedras y qué edificaciones». Pero Jesús no era piadoso al estilo del templo, ni esteta como nosotros, sino maestro de los pobres, y así respondió: «No quedará piedra sobre piedra...» (Mc 13, 1-2). En conjunto, a pesar de ciertas diferencias de detalle, los judíos tomaban el templo como signo máximo de Dios. Pues bien, en contra de eso, a partir de Gen 1, 27, puedo decir que el templo era una mentira, que la verdad de Dios son los hombres: 

‒ Jesús vio el templo como patología religiosa, una enseñanza falsa, al servicio de la opresión y de la muerte. Poemas y cantos, sacrificios animales y contratos de dinero se elevaban allí para oprimir a los hombres. Pues bien, Jesús pensó y dijo que aquel edificio, escuela suprema de un tipo de religión, era una cueva de bandidos (Mc 11, 27), una enseñanza al servicio del sometimiento (como la 2ª bestia de Ap 13; cf. Cap. 1).

‒ Condenó el culto del templo por entenderlo como religión de un tipo de sacerdotes, que se valían de Dios y de su culto para oprimir a los pobres. No lo hizo en nombre de un tipo de barbarie regresiva, ni de un resentimiento anti-sacerdotal, sino todo lo contrario, para proclamar la enseñanza más alta del amor del Reino, que se expresa a través de los pobres, como principio de comunión para todos los hombres (escuela de oración para todas las naciones).

Lógicamente, por mantener la función de su templo y la estructura de su imperio, sacerdotes de Jerusalén y soldados de Roma condenaron a Jesús, que no tenía más poder que su enseñanza. Por defender su experiencia de libertad y abrir un camino de diálogo con Dios, desde los pobres, en amor dirigido a todos, arriesgó Jesús su vida y le mataron. Entendidas así, sus palabras sobre la destrucción del templo son el culmen de su magisterio y resumen de toda su enseñanza anterior en Galilea. Algunos investigadores han tendido a separar lo que él había dicho e iniciado en Galilea (un evangelio para gente sencilla) y lo que realizó en Jerusalén, enfrentándose a los sacerdotes y al gobernador de Roma. Pero esa separación carece de sentido, pues su enseñanza y muerte en Jerusalén fue la culminación de su mensaje en Galilea.

Vino a Jerusalén, en las fiestas de Pascua, como Maestro-Mesías, y chocó no sólo con los sacerdotes del templo judío, sino también con el orden político de Roma (Pilato). Ciertamente, no planteó cuestiones de administración, ni promovió una revuelta armada: ni organizó la toma de poder (total o parcial) de la ciudad, ni quiso derrotar a Roma en el plano militar, ni creó una iglesia alternativa frente a los sacerdotes… Y, sin embargo, los sacerdotes y Pilato, gobernador romano, le tomaron como peligroso. 

  1. Cómo habría gobernado. Jesús había puesto en marcha una enseñanza de transformación distinta, sin toma de poder (un proyecto, que ahora, al comienzo del tercer milenio, empieza a entenderse mejor), un movimiento que no era militar, pero que tenía un sentido político muy hondo, como el de los sabios de Platón. Pero los sabios tomaban de hecho el poder y gobernaban sobre soldados, comerciantes y obreros, en un mundo organizado de un modo jerárquico, donde cada uno tenía su lugar en el conjunto, según el mito de los metales: Unos eran oro, otros plata, otros hierro, cada uno en su orden, bajo un destino que les hacía desiguales.

Pues bien, con contra de eso, Jesús no quería organizar el poder desde arriba, imponiéndose (como categoría superior), sobre los estamentos inferiores, sino abrir desde el Dios infinito un espacio de comunión para todos los hombres y mujeres, empezando por los más pobres. Eso significa que no quiso gobernar con imposición, sino crear unos camino de comunión universal, sin necesidad de reyes o sacerdotes (cf. Mc 10, 41-45).

No quiso gobernar al modo antiguo, y sin embargo le aplicaron el título de rey, quizá en la línea del libro de la Sabiduría, donde se decía que el Sabio debía ser quien gobernara (que fuera rey), como Salomón. Además, el letrero de la cruz, donde se habría fijado la razón de su condena decía: “Rey de los judíos” (Mc 15, 26) o “Jesús nazoreo, rey de los judíos” (Jn 19, 19). En esa línea, la tradición le ha llamado rey, pero no en sentido militar, ni de dominio social o económico, sino de magisterio compartido, pues el maestro no se eleva por encima de los discípulos, sino que va abriendo con ellos y para ellos un camino, a fin de que cada uno sea rey verdadero. Desde ese fondo, retomando las reflexiones anteriores, presentaré algunos rasgos de aquello que podría haber sido el impulso de esta escuela de Jesús en Jerusalén, en caso de que le hubieran aceptado: 

‒ No habría actuado como rey político o militar, en el sentido usual, sino como Sabio (esto es, como Maestro), delegado y representante de Dios, no en línea patriarcal e impositiva, sino como amigo de los hombres (cf. Mc 3, 31-35), de tal forma que todos fueran con él sabios y hermanos. El evangelio de Juan ha trazado el perfil de su reinado, al decir que había venido a “dar testimonio de la verdad” (Jn 18, 37), no para imponerse como los sabios platónicos (cf. República VI), sino para abrir un camino de verdad para todos.

Sería Rey sin instituciones militares, ni estructuras de poder económico, sino a través del encuentro concreto de la vida entre hombres y mujeres. El mismo amor mutuo, del que Jesús era testigo, sería principio y ley del Reino. En un primer momento, Roma (el Imperio) podría haber seguido funcionando con sus medios militares y administrativos, en un nivel externo, mientras los seguidores y amigos de Jesús se extenderían a través de una red de conexiones personales de tipo no-gubernamental, no-militar. No haría falta destruir con violencia las redes anteriores de dominio de Roma (cf. Cap. 1, bestias de Ap 13), pues ellas mismas acabarían perdiendo su sentido, de manera que el orden político, económico y militar del Imperio Romano se habría vuelto innecesario, dejando paso al surgimiento de una escuela de humanidad.

‒ Una mutación, un ascenso de nivel. En contra del orden actual de lucha de unos contra otros, donde el Estado ha de apelar a la violencia legal para imponerse, Jesús y sus seguidores vendrían a establecerse como escuela y grupo de amistad universal, desde Galilea al mundo entero, como ratifica y confirma la experiencia pascual. Por eso, Jesús no podría vengarse de los sacerdotes del templo o de los soldados imperiales, en caso de que le mataran, sino seguir ofreciéndoles su proyecto de escuela de Reino.

No importaría ya la dependencia o la independencia nacional de Israel, pues ello forma parte del orden violento de la economía y la política de pactos y guerras en línea de poder, pues celotas judíos y legionarios romanos de la guerra del 67-70 d.C. eran variantes de una misma violencia de base que Jesús ha querido superar. Sabemos cómo surgen y caen los imperios, dentro de una historia fatídica de sucesión de reinos (cf. bestias de Dan 7: babilonios, persas, macedonios, sirios…). Pero el mensaje y vida de Jesús quiere decirnos cómo será la superación de esos reinos bestiales (incluido el de los sabios de Platón) y el surgimiento de una humanidad reconciliada, por obra de una enseñanza más alta de paz, no de la guerra (cf. Is 2, 2-4).

Todo nos permite suponer que Jesús ha seguido el modelo de Daniel (Dan 7), interpretando la historia actual como despliegue de violencia y muerte de las cuatro bestias imperiales, condensadas ahora en la quinta, donde culminan y se condensan todas ellas (cf. Ap 13). Pues bien, rompiendo el cofre de hierro de esa historia de bestias, Jesús ha descubierto e instaurado una escuela de humanidad reconciliadas, capaz de comprender y expresar por fin el sentido de lo humano. Así se ha presentado en Jerusalén como representante o adelantado de una humanidad (Reino sin rey) que responde al plan de Dios, en línea de perdón y amor mutuo.

 Era, sin duda, realista, conocía el peligro (cf. Mc 6, 27) de exponer, defender y extender una enseñanza como ésa, en un mundo dominado por sacerdotes y soldados. Él sabía además que los maestros (profetas) han de estar dispuesto a sellar con su vida su mensaje (cf. Lc 11, 49 ss; 13, 33 ss). Por formación religiosa, experiencia histórica y fidelidad personal, él debía contar con la eventualidad de que le condenaran a muerte.

Fue provocador, pues puso la salvación de los pobres por encima del templo, añadiendo además palabras como éstas: «Quien quiera salvar su vida la perderá...» (Mc 8, 35); «no temáis a quienes matan el cuerpo...» (Mt 10, 28). Ciertamente, estaba dispuesto a morir. También los celotas lo estaban, pero sabiendo que morían por la ley y el templo, por la nación y el pueblo, como los macabeos (cf. historias de 1 Mac), con las armas en la mano. Jesús, en cambio, proclamó un reino sin armas y estaba dispuesto a morir por instaurarlo, pero sin luchar militarmente por ello. Su propuesta era la más provocadora de todas.

Fue un arriesgado. Subió a Jerusalén para cambiar la ciudad, pero sin armas ni soldados, como rey mesiánico (cf. Mc 11, 1-10), anunciando el fin del templo (Mc 11, 15ss), pues el tiempo de la sacralidad que nace de la ley (sacrificios expiatorios, normas de pureza) había terminado. Acorralado por los adversarios, amenazado de muerte, quiso ofrecer a sus discípulos un banquete de amistad y despedida (última cena), trazando con ellos un “pacto nuevo”, una alianza que surge allí donde un hombre es capaz de poner en riesgo su vida, sin violencia, para superar la espiral de violencia de su mundo.

Sin duda, él quería vivir o, mejor dicho, quería la Vida (el Reino) para sus seguidores y todos los hombres, y precisamente por eso asumió el riesgo de la muerte. No quería fracasar (que le mataran), sino triunfar y reinar, pero de manera que reinaran con él los pobres y expulsados de Galilea y del mundo, sabiendo que por ser fiel a su proyecto (amor al enemigo, perdón…), él debía contar con la eventualidad de que le mataran los defensores del orden establecido. Supo así que podían matarle y lógicamente, lo hicieron, aquellos que tienen miedo de que los pobres sean evangelizados, los ciegos vean, los cojos anden y los leprosos queden limpios, de forma que se inicie una nueva comunión de vida (cf. Mt 11, 2-6). Le mataron precisamente porque había sido fiel a su mensaje de Reino y porque los poderes dominantes le tuvieron envidia y miedo (cf. Mt 27, 18). Así murió en la cruz, llamando a Dios y esperando que le respondiera.

Éste fue en un sentido el gran fracaso de su movimiento, el cierre definitivo de su escuela, y así lo sintieron quizá, en un primer momento, algunos de sus discípulos. Pero otros descubrieron pronto que ella era la prueba de su verdad, la confirmación de su enseñanza, y así le vieron como resucitado, descubriendo que la salvación, es decir, el cumplimiento de su enseñanza (resurrección) no es algo que acontece a pesar de, sino a través de la muerte (cf. Mc 10, 45).

Lección suprema, la muerte

   Ésta ha sido la lección final de Jesús Maestro. La primera había sido su trabajo de artesano en un mundo de opresiones, la segunda su discipulado con Juan, la tercera su misión en Galilea, la cuarta su ascenso a Jerusalén. La quinta y definitiva es ésta: La muerte pascual, esto es, el descubrimiento de que él mismo es la verdad de su enseñanza y que sólo muriendo por ella puede ratificarla.

  1. Muere por su enseñanza. Jesús no ha muerto para aplacar a un Dios airado sino por ser fiel a su proyecto, es decir a su escuela de Reino, ratificando de esa forma su enseñanza. No murió víctima de un Dios sediento de sangre, sino de la injusticia de los poderosos, que se oponían a su magisterio de gratuidad y comunión. Su muerte no fue un error político, ni un casualidad histórica, sino consecuencia de la lucha de aquellos que se oponían a la libertad y educación liberadora de su proyecto de Reino.

 Ciertamente, en un sentido, murió a solas, y su ejecución en la cruz fue un acto de auto-defensa y miedo de los poderosos que querían mantener a todos bajo su dictado. Pero en otro sentido él ha muerto con muchos educadores y maestros de humanidad también asesinados. No había subido a Jerusalén para morir, sino para anunciar el fin del viejo templo nacional, ofreciendo a todos un mensaje y escuela de nueva humanidad. Por eso, su muerte se relaciona con otras muchas muertes.

‒ Ha muerto por fidelidad, sin doblegarse ante el imperio y/o el sacerdocio del templo. Si se hubiera contentado con dulces palabras de consuelo, predicando perfección interior, nadie se habría molestado por matarle. Si hubiera creado una secta/escuela de iniciados, en Nazaret (o incluso en Jerusalén) para repetir alegorías sobre Dios, nada hubiera sucedido. Pero quiso proclamar abiertamente el don y la exigencia del Reino en Jerusalén, en plena calle, a la vista de todos, y por eso le mataron.

– Ha muerto por oponerse a la muerte, es decir, a la violencia de los vencedores, tras haber declarado que el tiempo de la sacralidad israelita (sacrificios expiatorios, separaciones legales) había terminado. Amenazado de muerte, ofreció a sus discípulos un banquete de amistad y despedida, en los signos del pan y vino compartido, en nombre de Dios Padre, como pacto de humanidad y principio de toda enseñanza, convirtiendo así la palabra es comida. No se escondió, sino que él mismo provocó de algún modo su muerte por enseñar como enseñaba.

 En esa línea, siendo preparación para la vida, su enseñanza fue preparación para la muerte, pues dijo ¡Quien pretenda ganar o conquistar la vida para sí, ése la pierde; quien la entrega por el Reino ése la gana! (cf. Mt 10, 39; 16, 25; Lc 17, 33). No quería morir sino vivir, pero al aceptar la muerte mostró el sentido que tenía su vida.

Había sido buen judío, conforme a las más hondas tradiciones de su pueblo, pero su doctrina y su programa de vida le enfrentaron con un judaísmo propio de los sacerdotes saduceos, guardianes del orden sagrado y del templo y con algunos escribas de la ley, porque su enseñanza y ejemplo iba en contra de un tipo de ley sancionada por los poderes de su tiempo. El Dios de esos sacerdotes y escribas no era malo, pero estaba al servicio del orden establecido. También el Dios de Roma era bueno en sentido imperial: Garantizaba un orden entre ciudades y pueblos; pero, como he destacado al hablar de Ap 13 (cap. 1), era en realidad un Dios de muerte, al servicio de los poderosos.

Pues bien, en contra de eso, el Dios de la escuela de Jesús iba más allá de un tipo de ley nacional del judaísmo y del orden imperial de Roma, y en su nombre él acogía a los proscritos, ofreciendo comunión a los manchados y declarando inútil (malo y/o superado) el orden sacrificial/legal del templo, como el imperio de Roma. No rechazaba unas leyes especiales (como Hillel y Shammai); ni se oponía a un calendario religioso de ritos sacrales (como los esenios), ni se preparaba para luchar con armas contra Roma (como los celotas). Pero ponía en riesgo, desde un plano más alto, el orden religioso y social de los sacerdotes de Jerusalén y del orden militar de Roma.

    Roma imponía su orden sobre todos, pero lo hacía por las armas, sacralizando en el fondo la violencia (en forma de Imperio). Por su parte, el judaísmo oficial quería mantener su propia identidad, separándose de los otros, los culpables. Pues bien, en ese contexto, Jesús quiso abrir una escuela de humanidad para todos, optando por la liberación de los pobres y excluidos, a cuyo servicio él se puso.

Ciertamente, en su línea, los defensores de la escuela establecida (pensadores imperiales, sacerdotes y escribas de ley) no eran malos; al contrario, ellos querían defender un orden de Dios. Pero la escuela de Jesús era distinta. Los maestros judíos del templo (y los juristas de Roma) habrían comprendido y aceptado casi todo: un asceta duro, como Juan en el desierto, preparando el juicio; un vidente apocalíptico, experto en destrucciones; un esenio separado, condenando el templo actual; un celota violento, luchador por la independencia del pueblo; un político realista, aliado a Roma... Pero ni unos ni otros pudieron aceptar la enseñanza mesiánica de Jesús pues rompía todos sus esquemas.

En un sentido muy profundo, Jesús fue quizá el mejor israelita. Tomaba en serio los temas centrales de la Ley (Pentateuco); al mismo tiempo, cumplía las más hondas de la profecía (perdón, acogida de los pobres y expulsados). Pero, desarrollando hasta el fin esa enseñanza de Israel, Jesús puso en riesgo la vida de Israel, pues extendía la llamada de Dios a todos los hombres y mujeres, desde los más pobres, de forma que Israel en cuanto nación religiosa perdía su sentido. Los sacerdotes podían pensar que Jesús como persona era bueno, pero el problema no era ése, sino saber si así puede sostenerse la nación: si un pueblo religioso puede regirse con principios de gratuidad y perdón universales. Algunos judíos del siglo XX (J. Klausner, G. Vermes, J. Neusner) han llegado a decir que, en un sentido, Jesús tenía razón, para añadir inmediatamente que los principios de su escuela no podían aplicarse a la vida concreta del pueblo.

Algunos han pensado que su muerte fue una equivocación de Pilato, pues él sólo buscaba una transformación existencial, irrelevante para Roma (cf. R. Bultmann, Exegetica, Tübingen, 1967, 453). Pero esa opinión es falsa, pues Pilato supo que la escuela de Jesús se alzaba contra los principios fundamentales del orden de Roma, que se fundaba en la preeminencia de algunos y en la justicia de la espada. De todas formas, Jesús no era el enemigo clásico de Roma. Eran tiempos de expectación profético-política, y muchos judíos (en especial tras el 45 d.C.) estaban dispuestos a rebelarse de un modo incluso militar (celotas). Pero Jesús propuso una respuesta que no era militar, pero que, a la larga, resultaba mucho más peligrosa contra Roma:

‒ No fue soldado anti-Roma, ni reformador en línea de pureza familiar (fariseos), sino educador de Reino y su estrategia se oponía al orden de las instituciones político/sociales de dominio de unos sobre otros (cf. Lc 22, 25-27; Mc 10, 42-45). Su forma de educar, elevando a los excluidos (pobres, impuros, pecadores), ponía en riesgo el duro equilibrio político de Roma, no sólo en Israel, sino en el resto del imperio.

‒ Su enseñanza fue esencialmente social. Para los romanos Dios era el garante de su paz armada. Jesús, en cambio, le tomaba como fuente de vida y amor gratuito (mesa y casa compartida) para todos los hombres y mujeres, empezando por los expulsados del Imperio, y de esa manera su “escuela” suponía una amenaza para el equilibrio frágil de violencia sagrada del imperio en Palestina.

    Los romanos eran comprensivos con las religiones, pero no podían tolerar que nadie amenazara su paz, como podía hacer Jesús en aquellos días peligrosos de pascua (cf. Mc 14, 2), de manera que pensaron que matándole cortaban un foco de infección y así lo hicieron. En un sentido, ellos tenían razón, como afirmará F. Josefo al decir que "Dios había concedido su poder a Roma", de forma que quienes se opusieran a Roma (como hacía en el fondo Jesús) atentaban contra el mismo orden de Dios.

Su posible inocencia resultaba secundaria. Sobre un platillo estaban las realidades mas sagradas de Israel, con sus leyes y ritos, y la paz política de Roma, con su organización, sus libertades imperiales, el orden divino. Sobre el otro se hallaba simplemente Jesús, un iluso que buscaba un bien ideal, desde los más pobres. No quería destruir directamente el poder de Roma, pero ponía en riesgo las bases de su existencia. Es evidente que los jerarcas del templo y los soldados de Roma debieron condenarle, pues Jesús representaba una amenaza de fondo para ellos. 

Decisión compartida: La próxima copa en el Reino. No había sido un austero profeta, como Juan Bautista, sino que comía y bebía, compartiendo con los marginados una copa de vino y ofreciéndoles con ella la promesa y garantía del Reino. Desde ese fondo entenderemos mejor su manera de asumir la muerte y la última lección de su cena de despedida. Sintiendo cercana la amenaza, él quiso beber con sus discípulos (su escuela) el vino de la solidaridad y la alegría, prometiendo que la próxima vez lo haría con ellos en el Reino. Así lo han recordado sus discípulos, y en esa línea, es normal que las iglesias de Jerusalén y Antioquía (que han transmitido los textos de la Última Cena) y luego todas las iglesias hayan asumido las palabras sobre el vino (y luego sobre el pan), tomado la cena de Jesús como su lección definitiva:

‒ Mc 14, 25a par. Despedida de esperanza:«En verdad os digo, que ya no volveré a beber del fruto de la vid hasta que lo beba con vosotros en el Reino…». Este logion o palabra de la cena vincula dos elementos: (1) Jesús proclama una especie de voto de renuncia, y se compromete a no tomar más vino mientras siga manteniéndose este mundo de injusticia. (2) Jesús ratifica con un voto su promesa, garantizando a los suyos que beberá con ellos su próxima copa en el Reino.

El texto comienza de un modo solemne (en verdad os digo...), y sigue con una triple negación(no, no, no beberé: ouketi ou mê…), que debe interpretarse como juramento ante Dios: «que él me castigue en caso de que no...». En el momento más solemne de su vida, rodeado por sus discípulos, tomando con ellos la última copa, Jesús se compromete a no beber ya más hasta que llegue en plenitud el Reino que él mismo ha proclamado e iniciado (cf. Mc 9, 1; 13, 30). El vino (con el pan) ha sido un signo importante de su vida (de su escuela). Lógicamente, ante el momento decisivo, sabiendo que el Reino es inminente, él declara que ya no beberá más vino (su magisterio ha terminado), aunque añadiendo que llega (se está acercando) el Reino.

 ‒ Mc 14, 25b. Vino de Reino, confirmación de la enseñanza. Jesús promete abstenerse “hasta que beba (con vosotros) el vino nuevo del Reino”, cando el mismo Dios confirme su enseñanza. Eso significa que ha puesto su destino (y el de sus discípulos) en manos de la promesa de Dios, el verdadero garante de su escuela. Con el “vino de este mundo”, en la fiesta de su despedida (de su entrega), ha prometido a sus amigos que beberá con ellos la próxima copa (vino nuevo) en el Reino.

Este juramento final y esta promesa ratifica todo su camino de evangelio: Jesús ha ofrecido su mesa (pan y peces) a marginados y pobres, a publicanos y a todos en las multiplicaciones (cf. Mc 6, 32-44; 8, 1-9 par). Ahora, en el momento decisivo, asumiendo y recreando la tradición israelita, él declara y proclama ante sus amigos que ha cumplido su tarea, ha culminado su magisterio y sólo queda pendiente la respuesta de Dios, el vino del “año nuevo”, la fiesta del Reino.

 Recordando esa palabra sobre el vino, la tradición evangélica declara y confirma que Jesús ha mantenido su fidelidad y enseñanza de Reino, pues sin ella hubiera sido imposible el surgimiento posterior de su escuela (el nacimiento de la Iglesia). Pues bien, la Iglesia ha recordado esa fidelidad de Jesús en el contexto de la “negación” de los discípulos que la abandonarán en el momento decisivo (cf. Mc 14, 17-21. 26-31), y en el momento más solemne de la “fundación eucarística” (Mc 14, 22-24 par) que, en su forma actual, consta de dos signos, uno de pan, otro de vino (cf. Mc 14, 22-24), que, uniéndose, forman el mejor retrato de la escuela de Jesús, hombre del pan compartido con los pobres y del vino gozoso del Reino. El texto en su conjunto parece haber sido reelaborado litúrgicamente, tras la pascua, pero refleja, sin duda, el sentido de la despedida de Jesús (cf. Mc 14, 23-24 par; 1 Cor 11, 23-25).

‒ Tomó una copa: Escuela con vino. La copa es señal de agradecimiento (eucaristía). Mientras unos hombres y/o mujeres sean capaces de beber juntos una copa podrán dar gracias a Dios, no están abandonados. Jesús no ofrece a sus discípulos una lección de ayuno, hierbas amargas, en plato de sudores (como suponía el ritual de la pascua israelita), sino el más gozoso y bello producto de su tierra, el vino, que no es bebida diaria (¡los pobres no pueden comprarlo!), sino signo de alegría y abundancia futura. Jesús quiere así que sus discípulos puedan vivir en gozo, aprendiendo y compartiendo su amor en torno a una copa de vino.

‒ Y bebieron todos de ella y les dijo: “Esto” es mi sangre, del pacto (=el pacto de mi sangre). Para los israelitas, la sangre era el mayor de los tabúes. Ellos podían comer carne de animales pero nunca sangre, «porque ella es la vida de la carne y os la he dado para uso del altar, para expiar por vuestras vidas, porque la sangre expía por la vida» (Lev 17, 10-12; cf. Gen 9, 4). El Dios bíblico había reservado la sangre, como signo radical de vida, de manera que tomarla constituye la mayor de las impurezas (cf. Hch 15, 29). Pues bien, manteniendo su experiencia de trasgresión y ruptura de límites, Jesús ha ofrecido a los discípulos su sangre en el signo del vino, para ratificar así el carácter más hondo de su escuela, en la que se comparte no sólo el conocimiento en general, sino el pan (comida) y el vino (entrega de la vida).

Jesús no ha vengado el mal que le han hecho matando enemigos, ni ha ofrecido a Dios la vida de animales (como los sacerdotes), ni se ha interesado por la sangre del cordero pascual, que rociaba «el dintel y las jambas de la casa» de los celebrantes, para que el Dios del exterminio pasara de largo sin matarles (cf. Ex 12, 7.13). El vino de su cena es más bien su propia vida que él ha ofrecido a favor de sus amigos (hombres y mujeres), muriendo por ellos. No establece así un rito separado que sólo sirve para Dios (carne quemada sobre el altar, vino vertido sobre el fuego), sino que la verdad y fuerza de su rito de Reino de Dios es la misma vida que beben y comparten sus seguidores.

Frente al sacrificio de animales, detallado por Lev 1-9, superando el rito de sangre de novillos (cf. Ex 24, 8), la sangre del cordero pascual (Ex 12, 1-13) y la del macho cabrío de la expiación nacional del Yom Kippur (cf. Lev 16, 14-19), Jesús ha expresado el sentido de la auténtica sangre, de su vida, que él regala en alianza de amor (de perdón) a todos los humanos, formando así una escuela de vida. Este signo de la copa (y la referencia a la sangre) nos sitúa en el contexto de su despedida, cuando promete a sus discípulos el vino del Reino.

Probablemente, él entiende la copa de la despedida como signo de su opción radical por el Reino, y su vida como sangre derramada, compartida. Esa sangre no debe tomarse aquí como expiación sacrificial (como si él tuviera que pagar algo a Dios por los hombres), sino en sentido mesiánico de entrega de amor y comunión de vida. En ese ambiente de tensión ha situado el evangelio la “crisis” de sus compañeros/discípulos que, llegando a la última lección de su enseñanza, no han sido capaces de aceptarla.

Los discípulos no eran protagonistas pasivos de una historia ajena, puros oyentes, espectadores de algo que sucederá sólo a Jesús, sino que forman parte de su entrega de Reino y, llegado el momento final, no la aceptan, al menos en la forma en que Jesús les dice. En ese contexto ha situado el evangelio la escena de Getsemaní (cf. Mc 14, 32-50), que tiene, sin duda, un fondo histórico. Los enviados de los sacerdotes, dirigidos probablemente por Judas, discípulo traidor (reforzados quizá por una compañía de soldados romanos: cf. Jn 18, 3), prenden a Jesús de noche, para no causar alboroto ante el pueblo. La escuela de Jesús se rompe, sus discípulos le dejan y se marcha cuando vienen a prenderle (Mc 14, 52 par).

 Conforme a la visión platónica del tema, condenado a muerte por su enseñanza en Atenas, Sócrates murió en paz, como maestro sabio, conociendo la meta y sentido de su vida. Por eso despidió de los discípulos con gesto triunfante: todo se ha cumplido conforme a lo previsto, y de esa forma él alcanza la inmortalidad de los buenos maestros. Jesús fue condenado también como maestro, por las autoridades de Jerusalén; pero él no muere en gesto de paz filosófica, rodeado por un grupo de discípulos; por otra parte, él no ha proclamado la inmortalidad del alma separada, sino la transformación social y personal del Reino de Dios, y de esa forma muere preguntando al Señor de la historia: ¡Dios mío, Dios mío! ¿Por qué me has abandonado? (cf. Sal 22, 2).

  Así interpreta Mc 15, 33-37 la muerte de Jesús, descubriendo en ella el más hondo misterio de su mensaje, la crisis de su escuela mesiánica. Sin duda, él ha muerto en gesto de fidelidad a Dios, manteniendo su mensaje; pero lo ha hecho, al mismo tiempo, preguntándole, pues, en un sentido,parece (se puede afirmar) que su obra ha fracasado.

 ‒ Muerte anunciada. Por decir lo que decía y enseñar como enseñaba, él ha debido acepar la muerte, pues había dicho. “Al que te golpee una mejilla, preséntale la otra...; amad a vuestros enemigos, haced bien a los que os persiguen...” (Lc 6, 29. 35). Ha cumplido con su vida estas palabras: ha ofrecido amor de reino a los que le odiaban, ha respondido de manera no violenta a los violentos. Su misma no-violencia activa (anuncio de la gracia de Dios) le ha entregado en manos de la violencia de la historia.

Muerte protestada. Pero, aunque haya sido abandonado por sus discípulos (en contra de lo que pasó con Sócrates, que murió rodeado de ellos), en el momento de su muerte, Jesús elevó ante Dios la historia y sentido de su escuela. Por eso protestó y preguntó, poniendo su obra (movimiento) en manos de Dios, y diciendo a Dios: ¿Por qué me has abandonado? (Mc 15, 34). En la muerte del maestro Sócrates no quedaba nada pendiente; él moría y todo estaba claro. Al contrario en la de Jesús, conforme al testimonio de Mc 15, 34 y Mt 27, 46 (las cosas son distintas en Lucas y Juan), queda pendiente la respuesta de Dios.

        Sócrates acepta la inmortalidad y muere afirmando que todo ha tenido sentido. Jesús, en cambio, no ha enseñado la inmortalidad del alma, sino la llegada del Reino de Dios y su justicia, y por eso le pregunta. A su entender, conforme a su mensaje, la injusticia del mundo no se resuelve con la inmortalidad del alma, y por eso protesta, preguntando a Dios desde la cruz del Calvario (Calavera) donde le han colgado hasta la muerte.

  Para Sócrates, la muerte no era problema, pues lo que importa es el alma inmortal. Para Jesús era el gran problema, pues lo que importa es la llegada del Reino, que es vida para todos. Él había mantenido su enseñanza hasta el final, como había Sócrates, y como han hecho otros maestros cristianos del siglo XX de D. Bonhöffer a M. L. King, de Oscar Romero a I. Ellacuría, ratificando así la verdad de su escuela con su muerte, que no estaba al servicio de la inmortalidad del alma (fuera de este mundo), sino de la llegada del Reino, y de su implantación en este mismo mundo. Por eso, su muerte resultaba escandalosa.

  Como vengo diciendo, Jesús no ha anunciado su inmortalidad, sino la venida del Reino de Dios, y por eso ha muerto protestando, preguntando y esperando. Como hombres y mujeres de este mundo viejo, nosotros, maestros y discípulos al viejo estilo, humanamente, hubiéramos querido que Dios respondiera a la violencia de los hombres con otra violencia, matando con el rayo de su fuego a los culpables, desclavando de la Cruz al Cristo y vengándose así de sus verdugos (como ha creído cierta tradición gnóstica y musulmana). Pero esa respuesta habría sido contraria a su evangelio.

 Jesús ha muerto por ser fiel a su mensaje, proclamando así que llega el Reino de Dios, y que su entrega hasta la muerte, siendo por un lado escandalosa, era, por otro, una confirmación de su mensaje. De un modo consecuente, conforme a su proyecto, ratificando la enseñanza de su escuela, en un nivel de mundo, Dios ha debido callar en un sentido, dejando a Jesús que muera en comunión con miles de maestros y a millones de torturados de la historia. Con ellos ha muerto, elevando su grito, y Dios ha callado en un sentido, para responder en otro más alto, por la resurrección, que confirma el valor de su vida, de su mensaje y de su muerte.

En un sentido, toda verdadera educación es una apuesta, un voto de esperanza. Jesús no fundó su escuela para que sus seguidores triunfaran en un plano económico y social, sino para que pudieran esperar la llegada de un fruto más alto de vida, como hace el agricultor sembrando su semilla en todo campo (esperando la respuesta de la tierra, pero sin imponerse con violencia en ella; cf. Mc 4, 3-9. En ese sentido, Jesús había apostado por su escuela, había confiado en ella, poniéndola en manos de Dios, aunque al final parezca que sus seguidores le han abandonando.

Ésta es la paradoja central de su enseñanza: Aunque le han matado, y aunque sus discípulos se han ido, dejándole sólo, él ha seguido preguntando a Dios ¿por qué me has abandonado? con un gesto y palabra que no puede entenderse como signo de desesperanza, sino como expresión de una esperanza más honda. Así lo han visto y entendido sus discípulos, poco después de su muerte, al afirmar que han visto a Jesús, que él ha resucitado de la muerte, precisamente porque ha muerto de es forma, manteniendo su esperanza y preguntando a Dios desde el abismo final de su agonía.

Sólo ante esa experiencia, sus seguidores han podido afirmar que Jesús ha muerto por (a favor de) los demás. Sócrates murió por fidelidad a sí mismo, lo mismo que Buda. Los cristianos dicen, en cambio, que Jesús ha muerto por fidelidad a los otros, no sólo por mantener una enseñanza de Reino para todos, sino para abrirles un camino de conversión y esperanza, de forma que ellos pueden confiar en él y acogerle como Maestro y Señor divino. Los cristianos dicen (=decimos) así que Jesús ha muerto por nuestros pecados (1 Cor 15, 3), que se ha entregado para que vivamos en y como él (cf. Gal 1, 4; 2, 20; Mc 10, 45), derramando su sangre (su vida) por nosotros (cf. Lc 22, 19-20 y par; 1 Cor 11, 23 26).

El Nuevo Testamento ha creado así un lenguaje que ha de entenderse en un nivel de fe, invirtiendo un tipo de simbolismo sacrificial, pues Dios no necesita la sangre de Jesús para aplacarse, sino todo lo contrario, pues le acompaña en su amor hasta la muerte, haciéndole capaz de mantener su enseñanza de fidelidad. De esa forma, porque Dios estaba con él (como dirá Pablo: 2 Cor 5, 19), Jesús ha podido aceptar el fracaso externo de su escuela (¡humanamente hablando no podía ser de otra manera!), pero confiando en su valor, como siembra de reino, al servicio de la educación liberadora. De esa forma invierte un lenguaje común: no son los hombres quienes deben servir a Dios, sino que es Dios quien sirve y libera a los hombres, ofreciéndoles su enseñanza de vida.

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