Contra los riesgos de la oración. Un pequeño mapa
Ciertamente, muchos tienen deseo de orar, pero también tienen peligro, pues podemos convertir la libertad de la oración en legalismo, su apertura interna en intimismo inoperante, su despliegue exterior en show sin alma, su hondura experiencial en mercadeo de carismas y su fuerte sentimiento en sentimentalismo puro. Pues bien, con el deseo de superar riesgos, he querido ofrecer un pequeño mapa para orantes, esbozando unos caminos de búsqueda y de gozo, que podrá compartir conmigo quien siga leyendo.
Nota práctica.
Habrán advertido los lectores que el Tribunal de Estrasburgo ha dictado una sentencia condenando a un portal de internet de Estonia por incluir comentarios insultantes de personas que no se identifican (cf. RD: http://www.periodistadigital.com/religion/)). Eso ha obligado a los responsables de RD a suprimir los comentarios, mientras se desarrolla "una herramienta que permita monitorizar los comentarios de los lectores", para que cada uno sea responsable de lo que dice.
Aprovecho la ocasión para agradecer a todos los buenos comentaristas que guardan el debido respeto a todos los demás y espero la "máquina" pueda abrirse de un modo justo y conveniente. Mientras tanto, me alegro de la gran audiencia que están teniendo estos textos de oración. Son cientos y cientos, y miles, los lectores que agradecen estas aportaciones. Gracias a todos. Y sigo con el tema de la oración.
a) Frente a legalismo, evangelio
La oración cristiana es, ante todo, una inmersión comprometida y libreo del creyente en el espacio de la vida de Dios, por Jesucristo. Por eso se expresa antes que nada como vivencia creyente: es la aceptación agradecida del mensaje de Jesús que nos conduce al Padre, haciéndonos partícipes del reino (en el Espíritu).
Por eso, la oración es algo personal (lo más personal de todo), de manera que nadie de fuera puede entrar en su misterio, definiendo con leyes lo que ella ha de ser. Cada uno ora a solas, en su “retrete” interior con el Padre, como dice Jesús en Mc 6. Pero son muchos los que han querido entrar en esa intimidad, e imponer su voluntad y legislar, para someter de esa manera a los orantes.
Pues bien, en contra de eso (sin negar en modo alguno la importancia de los compañeros de oración: amigos, hermanos de ruta, incluso gurús o maestros), quiero recordar que es necesario superar todo legalismo en la oración. Y para ello no encuentro mejor solución que volver personalmente al evangelio, es decir, a la buena noticia de que existe Dios y de que nos ama, caminando con nosotros. Desde aquí puedo trazar algunos elementos fundacionales de la oración cristiana.
Orar es invocar diciendo: ¡Padre! El nuevo orante asume el gesto de Jesús, retoma su palabra y con ella invoca al Dios que le ha llamado a realizarse. Por eso aprende la palabra nueva y poderosa y la pronuncia desde el mismo fondo de su entraña, uniéndose a Jesús, el hijo, cuando dice y llama ¡Padre!
Orar es pedir, diciendo al Padre ¡venga a nosotros el reino! poniendo la vida a la luz y al servicio de ese Reino. Jesús proclamó diciendo: ¡viene el reino! Nosotros, los orantes, acogemos su palabra y responder con la palabra de la vida (es decir, con la vida hecha plegaria) ¡venga tu reino! De ese modo unimos dos símbolos o aspectos radicales del misterio que antes podían hallarse se hallaban antes separados: Padre y reino.
El reino de Jesús no es resultado de la acción conquistadora de un monarca-rey que vence, que impone su dominio por las armas. El reino es don de amor de un Padre que da todo lo que tiene por sus hijos, haciendo que ellos puedan realizarse plenamente. Por eso, la oración completa dice: ¡Padre, venga (trae) tu reino! Esta es la oración del evangelio que nos libra de toda sujeción a una ley externa, para llevarnos al espacio de plena libertad y vida creadora de Dios Padre (al reino), comprometiéndonos con él (como él) por la causa del Reino.
Por eso, contra todo legalismo, la oración cristiana es experiencia y compromiso personal de Dios, vivencia y tarea de reino. No partimos de una libertad vacía, no dejamos que la vida ruede incontrolada. En el principio de la vida y oración cristiana hallamos el don de amor de Dios en Jesucristo; por eso respondemos invocando: ¡Padre, venga el reino!
En un momento posterior, después de pascua, esta oración recibe carácter cristológico: invocamos directamente a Jesucristo y le decimos: ¡Marana tha!, en su doble sentido de palabra creyente (el Señor viene) y de llamada (ven, Señor). La oración cristiana es según eso una experiencia radical de “libertad”: Puedo y quiero dialogar con Dios, sin que nadie me imponga el camino. Puedo hacerlo porque el mismo Dios me llama (me ama). Quiero hacerlo porque el mismo Dios me invita a responderle, dialogando con él.
b) Frente a un intimismo inoperante, vida intensa en Cristo
Al llevarnos a la hondura de la propia vida humana, el evangelio nos conduce hasta el abismo de Dios, que se nos muestra como Fuente de Vida en nuestra vida. Orar no es perdernos en el laberinto de nuestras propias turbulencia, en la mentira de nuestra falsas justificaciones, ni olvidarlo todo y “dormirse” en el vacío, sino descubrir un nuevo continente de vida en Dios, y así recorrerlo.
Por eso, conforme a la experiencia de san Pablo, orar implica renacer en Cristo, como nueva creatura que brota a una vida más alta, en forma de conversión o, quizá mejor, de recreación. Se trata de subir de nivel y de encontrarnos así caminando por encima de aquello que somos por nosotros mismos. Dialogar en la más alta “dimensión” de Dios, eso es orar con Cristo.
En la raíz del evangelio hallamos la palabra ¡convertíos!, cambiad de dirección, dejad que la figura de Dios os transfigure (Mc 1, 14-15). Pues bien, ahí, en esa palabra (convertíos, dejáos transformas) se encuentra la razón de la oración cristiana. En el principio de esa conversión no está el esfuerzo o la tarea de los hombres que conquistan su verdad, sino la hondura de verdad del Padre que nos ama gratuitamente en Cristo, de manera que poder “con-vertirnos”, haciéndonos distintos (en Dios), siendo así nosotros mismos.
Convertirse es “subir de nivel” (o, si se quiere, descender hasta el nivel originario de la vida), siendo de esa forma lo que somos, como don de Dios, como regalo, en Cristo, que vive en forma creadora, mesiánica, en nosotros, de manera que somos “su cuerpo”, es decir, somos en él Hijos de Dios.. Por eso definimos la oración como la forma radical de estar en Cristo, diciendo con él: ¡Yo y el Padre somos uno!
Ser “uno” en Dios, siendo distintos, creatura suya, seres personales. Ése es el camino interior de la transformación, que no conduce ya al absoluto de un alma que se pierde en Dios (deja de ser), ni al absoluto de un alma que se hace Dios (dejando así también de ser). El “uno” del que hablamos aquí en oración es Uno de amor, en comunión.
El camino de oración ha de entenderse como diálogo de encuentro con el Cristo, como brevemente indicaremos. Esta es la experiencia que formula la liturgia, que es memoria y es presencia de Jesús entre los hombres que le acogen y que viven viviendo «en su existencia» (en Cristo). En esta línea ha concebido Ignacio de Loyola sus famosos ejercicios espirituales: al meditar sobre Jesús, el fiel orante va configurando su vida de tal forma que se vuelve una expansión y una presencia de la vida de Jesús sobre la tierra. De manera semejante, Teresa de Jesús ha presentado la oración como la historia de un encuentro de amor con Jesucristo.
Según esto, la interioridad del orante cristiano ha de entenderse de manera teológica (en Dios somos), mesiánica (Dios nos hace su presencia en el mundo, hijos suyos) y, al mismo tiempo, dialogal (nos movemos, vivimos y somos trazando un camino de escucha, en fidelidad a Dios, que es la verdad de nuestra vida).
Se trata de una interioridad mesiánica: al vivir en oración, buscando mi verdad más honda, vivo en Cristo, de manera que recibo su existencia y yo respondo dándole la mía. Esta es una actitud dialogal. Yo mismo vengo a ser lugar o espacio de un encuentro: recibo la presencia de Jesús, le ofrezco mi presencia. De esa forma, mi conciencia personal se hace conciencia en compañía: descubro a Jesús cuando me busco; hallo mi forma de existencia al encontrarle.
Sobre el fondo de esta unión de amor que es mi plegaria emerge el rostro de Dios Padre como trascendencia radical; y emergen a la vez los hombres, como hermanos de Jesús y compañeros de camino. Quizá buscaba mi descanso al cultivar el intimismo. En el final hallo compañía: así me encuentro realizado en Cristo y dirigido, en oración, hacia los hombres, mis hermanos.
c) Frente a la evasión mentirosa, la fiesta de la vida
Algunos pueden orar para evadirse de sí mismos y de la realidad, viviendo de esa forma en la mentira que ellos mismos se inventan (o que otros inventan por ellos). Gran parte de nuestra vida corre el riesgo de volverse mentira y manipulación. Nos manejan desde fuera, nos dirigen, no nos queda espacio ni tiempo para ser nosotros mismos.
Pues bien, en contra de eso, la oración es la tarea (y la gracia) de ser nosotros mismos, de sabernos, de reconocernos, de aceptarnos. Por eso, en el principio de toda oración está la gran palabra de “conócete a ti mismo”, pero no sólo desde aquello que tú sabes o quieres, sino desde aquello que Dios te da entender, capacitándote para que seas tú mismo.
Ciertamente conservan un valor algunas fiestas de este cosmos que celebran un recuerdo social o cantan la grandeza de la vida. Sin embargo, todas pasan a segundo plano cuando llega la gran celebración de la existencia, la liturgia de la vida y de la muerte de Jesús, el Cristo, que te dice quien eres y te capacita para conocerte.
Entendida y vivida de esa forma, la oración es tiempo y momento de fiesta. Te descubres a ti mismo (a ti misma), porque te dicen quien eres (te lo dice la voz interior), y así puede compartir con otros el camino de la vida en alegría y fiesta. En esta línea, convertido en principio y signo de nueva interioridad, el evangelio viene a celebrarse como fiesta y sacramento salvador de los creyentes.
Se trata de una fiesta que se vive dentro de la tierra: por eso tienen su importancia los símbolos fundacionales de este cosmos, especialmente la luz, el agua, el tiempo y el espacio. Es también fiesta del trabajo: por eso se celebra con el pan y con el vino que son fruto del esfuerzo compartido de los hombres, la cosecha de su acción sobre la tierra. Es fiesta de la comunidad: por eso se reúnen los creyentes, los que integran el gran cuerpo de la iglesia; todos vienen, participan y celebran, los que viven cerca y los de lejos, mujeres y varones, niños y mayores, ignorantes, sabios...
Todas las antiguas opciones de poder y de dominio pasan a segundo plano, de manera que en la fiesta de Jesús adquieren preferencia los pequeños, oprimidos y perdidos de la tierra, conforme al evangelio. Para que esa preferencia de los pobres se haga realidad, es necesario que la fiesta de la iglesia llegue a resonar en las fronteras de lo humano, de manera que convoque y ofrezca su lugar de plenitud a los perdidos de la tierra, conforme a Le 14, 15-24. No existe eucaristía sin justicia; no hay plegaria verdadera de los hombres, si los hombres no comparten el pan y no se ayudan, ofreciendo espacio de existencia y alabanza compartida a los pequeños de la tierra.
Sólo de esa forma, el discípulo de Cristo vive en plenitud anticipada su fiesta de plegaria: descubre que es hermoso dar gracias al Padre (eucaristía), viviendo en el recuerdo de Jesús y la presencia del Espíritu. Lo que podía ser una evasión se vuelve oración de comunión donde los fieles comparten la existencia en gesto de alegría abierta al reino.
La vida entera se convierta de esa forma en fiesta de amor, que se condensa en la eucaristía, pero que se abre a todas las dimensiones de aquello que somos y hacemos, descubriendo la esperanza de la vida en medio de este duro camino de muerte en que estamos insertos. De esa forma, la plegaria, conservando sus rasgos anteriores, se convierte en fiesta de la vida: está presente el cosmos en los signos de pan-vino, se vuelve intensa la unidad entre los hombres (comunión), se abre el camino de la historia en dirección del reino... Jesús mismo se actualiza dentro de la iglesia como fiesta, es pascua en que culmina y se realiza la vida de sus fieles (cf. 1 Cor 5, 7).
d) Frente a riesgo emocional, experiencia de pascua
Hay una oración emocional que puede arrancarnos de Jesús y conducirnos a un espacio de vivencia entusiasta, haciéndonos olvidar lo que somos, perdidos en una masa en la que no existe verdadero intercambio personal de vida. Pues bien, frente a eso, la oración cristiana se define como experiencia pascual, con la certeza de que Dios me (nos) ha perdonado y nos hace capaces de volvernos gozosamente transparentes, unos a los otros.
En esta línea, la oración se funda en una intensa experiencia del Espíritu. Sabemos ya que estamos redimidos, inmersos por Jesús en el camino de su gracia, intimidad y comunión que es el Espíritu. Ciertamente, nos hallamos todavía en el espacio de la historia vieja: sentimos en la carne la dureza de la tierra seca, escindida, conflictiva; sufrimos las pasiones de la vida, el espejismo de un placer que se desliga del amor, el deseo de dominio, la soberbia del triunfo sobre el mundo. Pero, al mismo tiempo, nos sentimos “redimidos” (rescatados), en manos del mismo Dios que vive en nuestra vida. Ésa experiencia nos emociona, es experiencia de Pascua.
Ciertamente, en un sentido, estamos todavía en esta tierra vieja, y cuando cometemos la torpeza de olvidarlo o nos juzgamos fuertes para caminar a solas (por nosotros mismos), sentimos en la propia vida el latigazo de la tentación, el vértigo del miedo. Pues bien, superando ese peligro, si seguimos el camino de oración, desde el recuerdo de Jesús y la presencia del Espíritu, descubriremos con emoción que somos nueva creatura; esta es la verdad y cumplimiento de la experiencia carismática.
Hemos recibido el Espíritu pascual, que es don de Dios y sigue siendo trascendente. Pero siendo don de Dios, se ha convertido por Jesús en fundamento y raíz de mi existencia. Por eso, orar implica ser yo mismo al adentrarme en el espacio del Espíritu de Cristo: introducir mi vida dentro de la vida pascual, en el lugar donde Jesús y el Padre se unifican-aman en misterio trinitario. Al llegar aquí, descubro que toda mi oración tiene un aspecto que es pasivo: dejo que Dios sea, sobria, silenciosamente. Sobre el recuerdo de Jesús y su liturgia, que yo asumo como don de Dios, se va expresando ya en mi vida un misterio de vida más profunda: es la presencia del Espíritu pascual de Jesucristo.
¿Cómo es esa oración del Espíritu? La iglesia la concibe como epíclesis: es una invocación, una llamada en la que toda mi existencia viene a colocarse en manos del Espíritu. Dejo que su gracia se apodere de mi vida y de esa forma me convierto yo también en gracia. Más allá de todas las palabras, iré viendo que el Espíritu de Dios es la verdad de mi existencia: encontraré en sus manos libertad, poder para expandirme de manera gratuita y creadora hacia los otros, poder para sembrar mi vida sobre el campo de la vida creadora y buena del amor del Padre con el Hijo en el Espíritu. La pasión carismática, que antes podía parecer incontrolada, se convierte así en principio de experiencia pascual, en el camino de la iglesia.
e) Frente al sentimentalismo, el sentimiento fuerte de ser, una experiencia agradecida
Todo el camino precedente se traduce en una especie de nuevo sentimiento de gracia y de vida, un sentimiento agradecido de ser porque nos han hecho para que seamos. En un sentido fuerte sólo Dios (el Dios judío de Ex 3, 14) puede decir “yo soy el que soy”. Pero unidos a Dios también nosotros, los orantes, podemos decir: SOY EL (LA) QUE SOY PORQUE DIOS MISMO HACE QUE SEA
Quien ore de verdad podrá decir con Jesús “el Padre y yo somos uno”, no porque yo lo merezca, sino porque Dios lo ha querido y porque Cristo, su Hijo, ha dado la vida que yo sea. Ésta es la raíz de la confianza cristiano. El orante que así lo descubra aceptará el regalo de Dios en su existencia; traducirá la fe en un gesto de alegría, gozará de corazón el gozo de la gracia. Pero nunca querrá hacer de ese regalo y gozo una función del sentimiento, es decir, un sentimentalismo.
El sentimiento primordial de la oración es una experiencia de la gracia: esta es la nota más valiosa, el fundamento de todas las restantes notas y experiencias de mi vida. Gratuitamente he comenzado a ser, gratuitamente tiendo a culminar y completar lo que ya soy en Jesucristo (en el camino de su pascua). Pues bien, al penetrar en esta gracia, encuentro que yo mismo puedo convertir mi vida en gracia abierta hacia los otros: soy en la medida en que me entrego, tengo en la medida en que regalo, me realizo cuando intento que los otros se realicen con la ayuda de mi vida.
De esa forma, el antiguo sentimentalismo, que era búsqueda de sí, se transfigura y se convierte en sentimiento verdadero de apertura hacia los otros: ellos, especialmente los pobres y pequeños de la tierra, elevan y construyen mi existencia. Ciertamente, yo pretendo acompañarles, sostenerles, ayudarles, y lo hago, de un modo efectivo; pero, haciéndolo, descubro que son ellos los que están edificando mi existencia, de manera que Dios mismo (Jesucristo) viene a sostenerme y elevarme a través de su pobreza.
Al llegar aquí, tocamos nuevamente la raíz del evangelio. En el comienzo del camino de oración he colocado la ruptura de todo legalismo y la inmersión en el espacio creador de libertad del evangelio. Pues bien, en ese espacio siento la verdad de la palabra que me dice: «Quien ofrezca sü vida, ése la encuentra; quien pretenda ganarla, ése la pierde» (cf. Mt 10, 39 par). La misma oración nos ha venido a conducir hasta el lugar donde se entrega la vida por los otros. Precisamente en ese campo donde yo me pierdo por aquellos que no pueden imponerme su poder (los pobres), allí donde convierto mi existencia en gracia, siento que la gracia de Dios me transfigura, me recrea y resucita, por medio de esos pobres.
Ellos han venido a convertirse en sacramento de evangelio, conforme a Mt 25, 31-46. Por eso, en el final de la oración cristiana hallamos el nuevo sentimiento de la vida convertida en gracia: nuestro gesto de entrega hacia los pobres se convierte en fuente de misterio, principio de plegaria. La oración es, por tanto, una expresión de gratuidad. Cristo no quiere violentarnos: nos ofrece su existencia y, de esa forma, se coloca, muerto, en manos de Dios Padre, completando su plegaria. Nosotros tampoco violentamos: ofrecemos la vida por los pobres, nos unimos de esa forma con Jesús y así dejamos que Dios Padre sea quien responda. Al llegar a ese nivel, ya no exigimos, ni pedimos nada nuestro: nos ponemos ante Dios en actitud de ofrenda, descubriendo su misterio de amor entre los pobres de la tierra; nos ponemos y dejamos que Dios mismo responda, de verdad, como quien es, es decir, como divino.
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