Los santos obispos. Un milagro eclesial

En la Iglesia de España estamos de obispos. Ellos dominan casi todos los carteles, sobre todo en estos días en que se aproximan las elecciones para la cúpula de la CEE, con las apuestas y quinielas correspondientes. Les he deseado felicidad, les deseo buen trabajo. Me parece bien que haya obispos, pero creo que ellos pueden y deben cambiar, no sólo en los aspectos más superficiales (¡todos nombrados desde Roma!), sino también en los más profundos (¡ellos tienen todos los poderes en su Iglesia, bajo la potestad suprema del Papa). En contra de lo que se suele decir, no creo que la iglesia sea (deba ser) jerárquica, al menos en el sentido actual. En ese cambio de una iglesia jerárquica actual a una iglesia evangélica y eficaz está a mi juicio el futuro de la misma Iglesia, tal como indiqué en un libro titulado Historia y futuro de los papas (Trotta, Madrid 2006), del que tomo hoy dos páginas. Quiero que las reflexiones que siguen sirvan para pensar y dialogar. No espero que todos estén de acuerdo con ellas, ni mucho menos. Pero me parece útil presentarlas, para saber que al principio las cosas “no eran así”. Lo de los obispos nació en la segunda mitad del siglo II. Ellos no están en la Biblia, no están en el comienzo de la Iglesia. Entraron tarde y se quedaron. Pienso que es bueno que se sigan quedando, pero con cambios, que no es este el momento de precisar. Por ahora veamos de un modo general su origen.

Los obispos fueron un milagro

En principio, el movimiento de Jesús no era jerárquico, sino mesiánico. No promovía un orden sacerdotal, con unos pastores guiando al conjunto del pueblo, sino una experiencia de trascendencia amorosa, inmediata, de Dios, abriendo un camino de comunicación igualitaria entre los hombres y mujeres, desde los marginados (los cojos, mancos, ciegos a los que acompañó Jesús). En su identidad más honda, ese movimiento siguió siendo lo que era y así pudo expandirse en medio de una situación de rechazo e incluso de persecución, entre los siglos II y III, penetrando en las estructuras del imperio romano. Pero en ese camino y proceso de inculturación en el imperio romano, surgieron de los dos niveles (=órdenes) dentro de la iglesia:

(1) Surgió el clero, formado por obispos, presbíteros y diáconos varones que, formando parte de la iglesia, se elevaban sobre el resto de sus miembros, como representantes especiales de Jesús, con autoridad sagrada. De esa forma, la iglesia, que había nacido del Reino para los pobres, se convirtió en institución de poder sagrado, que podía estar y estaba muchas veces al servicio de los pobres, pero que ya no les pertenecía.
(2) Quedó el pueblo, formado ahora por laicos es decir, cristianos pasivos, que escuchan la palabra y reciben los sacramentos que les ofrece el clero, al que sostienen con sus aportaciones económicas. Antes no existían en ese sentido los laicos, pues todos los cristianos lo eran, como miembros del «laos» o pueblo de Dios. Ahora empezaron a existir, viniendo a convertirse en cristianos pasivos.

Esta división no proviene de Jesús, pero prestó realizó un gran servicio, fue un gran milagro, pues sólo por ella se pudo estabilizar la iglesia, como organización unitaria y eficaz (como un subsistema sacral), dentro de un imperio al que los cristianos, en principio, habían desacralizado. Esa es la paradoja: los cristianos rechazaron el carácter religioso del Imperio romano, siendo perseguidos por ello, pero, a lo largo de un proceso fascinante (y peligroso) de refundación, acabaron asumiendo muchos rasgos de ese imperio, hasta sustituirlo.

Fue “necesario” que surgieran los obispos, en la segunda mitad del siglo II, para evitar el riesgo de un tipo de gnosis que rechazaba los aspectos sociales del cristianismo. Quizá se puede afirmar que fueron los obispos los que “salvaron” la iglesia en esa segunda mitad del siglo II. Pero tras salvarla se quedaron y su servicio se ha podido convertir después en lastre: una estructura de poder centralizado que no deja ver con claridad las líneas básicas del evangelio.

Inculturación jerárquica

En este contexto hablamos de una «inculturación jerárquica» (judía, helenista y romana) de la iglesia, que ha sido la más antigua y duradera, pues ella sigue influyendo a lo largo de toda la historia posterior. Desde ese fondo podemos presentar, en forma de resumen, los tres elementos de este proceso de inculturación jerárquica.

1. Sacralización sacerdotal israelita. A diferencia del judaísmo rabínico, los cristianos retomaron elementos de una estructura anterior de Israel, como pueblo sacerdotal, reunido en torno a un templo. De esa forma, los obispos, presbíteros y diáconos cristianos pudieron aparecer como sucesores del sumo sacerdote, sacerdotes y levitas de Jerusalén, imitando su liturgia y su manera de entender la santidad.

2. Obediencia jerárquica helenista (estoico- platónica). Dentro de una visión sagrada y ontológica de la realidad y de la iglesia, los de arriba (obispos, presbíteros) aparecen como signo de Dios, en contra del evangelio, que supo descubrirle en los últimos del mundo, en los pobres y excluidos de la sociedad. Esta estructura responde más al platonismo que al evangelio, pero ofreció unos servicios a la Iglesia del principio

3. Jerarquización social romana. La Iglesia de Roma ha desarrollado unas formas de organización y jerarquía mundial que parecen más propias del Imperio que de Dios. Pues bien, en contra de ese proceso, la fidelidad a Jesús y la recuperación de la fuente israelita no sacerdotal ni sacral del evangelio nos obliga a superar el sistema de obediencia jerárquica, para volver a la comunión mesiánica del evangelio. En este contexto, algunos afirman que la historia de la iglesia ha sido la historia de un fracaso, pues en lugar del amor ha triunfado el sacerdocio, la jerarquía y el orden.

Sea como fuere, en sentido estricto, Dios no es jerarquía (poder sagrado) sino amor expansivo y comunión gratuita: no se revela en el sistema, sino en la donación personal de quienes salen al encuentro de los excluidos y suscitan desde ellos espacios de diálogo afectivo y contemplativo. La autoridad de la iglesia se identifica con el amor mutuo (intracristiano) y con el amor gratuito y creador que se ofrece a todos (cristianos o no), actualizando así el mensaje de la vida y pascua de Jesús. Allí donde el apóstol se vuelve jerarca sobre la comunidad su palabra deja de ser evangélica.

Mística jerárquica

En el fondo de ese proceso se ha expresado una mística religiosa de tipo jerárquico y trasfondo sagrado, que sacraliza un Todo divino (en vez de dar primacía a los pobres, de un modo cercano a Jesús). El factor más importante de ese proceso ha sido quizá un tipo de helenismo, capaz de asumir y englobar los otros dos factores (sacerdocio e imperio), como podemos ver a través de Dionisio Areopagita (siglo V-VI), cuya obra, traducida y recreada en latín por Escoto Erígena (siglo VIII), ha sido clave para la eclesiología de occidente, pues ella interpretó las estructuras cristianas en una perspectiva jerárquica, suponiendo que la salvación viene de arriba, a través de los más santos o perfectos, de manera que la iglesia es orden jerárquico más que lugar donde se ofrece y comparte la vida a partir de los pobres.
Desde ese fondo, Dionisio concibe a la iglesia como un orden gradual, que proviene de Dios y desciende, a través de las Ideas o planos intermedios (Logos, Alma), hasta el mundo inferior de la materia, para ascender de nuevo a lo divino. En ese contexto resultan esenciales los jerarcas de la iglesia de quienes el Nuevo Testamento no había dicho nada.

(1) El obispo posee la ciencia de las Escrituras, en clave de perfección: por eso puede revelar su conocimiento y santidad desde lo alto, siendo signo de tearquía o poder divino, porque está directamente iluminado por Dios.
(2) Los sacerdotes (presbíteros) reciben la iluminación del obispo y la transmiten a los estamentos inferiores: ellos ofrecen los símbolos divinos a los fieles y purifican a los «profanos», haciéndoles nacer a la gracia a través de los sacramentos.
(3) Los ministros (diáconos) van dirigiendo a esos profanos hacia la purificación de los sacerdotes, para que pueda realizarse la obra divina, dentro de un todo armónico donde el orden y estructura del conjunto aparece como un gran canto de misterio (Jerarquía eclesiástica V, 1).

Los ministerios de la iglesia se integran así en una visión sacral de la realidad, presidida por la veneración al Todo divino y la sumisión religiosa, que ahora aparece como virtud esencial de los cristianos. El sometimiento (más sacral que social, aunque ambos son inseparables) se convierte en signo supremo de la religión: la realidad se entiende y expresa como jerarquía, sistema de música y belleza en el que Dios domina y dirige desde arriba los movimientos y melodías del conjunto, a través de los clérigos, portadores de autoridad sagrada. De esa forma, la iglesia, conservando su inspiración evangélica, se integró en una cultura y espiritualidad de tipo neoplatónico, que parecía abierta a todos, y pudo presentarse como expresión de una sacralidad jerárquica casi natural (anima naturaliter cristiana), aunque contraria al cristianismo, que no es orden natural, sino amor liberador abierto a los pobres.
En aquel contexto de unidad sagrada parecía lógico que fieles y obispos se subordinaran a un obispo central (de Roma), entendido como culmen o clave de bóveda de la jerarquía sagrada, como irá mostrando la historia posterior de la iglesia de Roma, tal como vino a culminar en la «reforma gregoriana» del siglo XI. Pero en su origen y sentido básico, todo ese edificio jerárquico y sagrado no es cristiano.

Una crisis

Ese modelo unidad jerárquica ha sido superado por la ciencia (física, sociología) y por la filosofía moderna, que, tras dos milenios de predominio platónico, está descubriendo y desarrollando unas formas no unitarias ni jerárquicas de organización de la realidad. Pero más que el influjo de la ciencia y filosofía queremos resaltar la novedad de la gracia evangélica, que rompe el orden jerárquico del Todo de la realidad, para proclamar y expresar el amor infinito de Dios desde los pobres. Quizá la mayor paradoja de la institución de la iglesia ha consistido en organizarse en forma jerárquica y unitaria para ofrecer salvación a los que se hallaban precisamente fuera de la jerarquía (del orden del conjunto). Hoy comprendemos que ese intento estaba condenado al fracaso. Sólo de un modo evangélico (de opción por los pobres) se puede ofrecer evangelio verdadero a los que están fuera del orden sacral. Pare entender mejor el trasfondo del proceso de jerarquización de la iglesia sería conveniente estudiar también la jerarquizáción platónica del Dios bíblico, tal como aparece en gran parte de la interpretación platónica de la Trinidad, como puse de relieve en Dios como Espíritu y Persona, Secretariado Trinitario, Salamanca 1989. Cr. También H. CROUZEL, Origène et Plotin. Comparaisons doctrinale, Téqui, Paris 1991; J. HALFWASSEN, «Das Eine als Einheit und Dreiheit. Zur Prinzipienlehre Jamlichs»: Rheinisches Museum für Philologie 139 (1996) 52-83; L. LIES, Origenes: Peri Archon. Eine undogmatische Dogmatik. Einführung und Erläuterung, Wissenschaftliche Buchgesellschaft, Darmstadt 1992; H. STRUTWOLF, Die Trinitätstheologie und Christologie des Euseb von Caesarea. Eine dogmengeschichtliche Untersuchung seiner Platonismusrezeption und Wirkungsgeschichte, Vandenhoeck & Ruprecht, Göttingen 1999.
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