Mis encuentros con mis hermanos terroristas (I)

(JCR)
Decía aquel filósofo que el movimiento se demuestra andando. El debate sobre el “Proceso de paz” en el País Vasco y los contactos negociadores con ETA, sigue suscitando opiniones enfrentadas. Este cura sí se ha reunido unas cuantas veces con “terroristas” en el norte de Uganda como parte de los esfuerzos de la Iglesia –y otros grupos- por conseguir la paz. Consciente de que entre dos situaciones de conflicto hay mil diferencias, pero también de que entre dos procesos de paz hay mil similitudes, pido permiso para contarles mi experiencia. La primera vez que me reuní con un grupo de “terroristas” del LRA (Ejército de Resistencia del Señor) fue en octubre del 2001. Confieso que se me pusieron de corbata.

Llevábamos desde 1997 escribiendo cartas a comandantes rebeldes –por medio de familiares suyos- pidiéndoles que dialogaran con el gobierno ugandés para poner fin a la guerra. Escribimos cartas pastorales. Utilizamos la radio local de FM. Por fin un día nos llegó una misiva de un jefe guerrillero diciendo que querían hablar con nosotros. Estaban a diez kilómetros de la misión de Pajule, donde me encontraba dando un cursillo organizado por Cáritas de la diócesis de Gulu.

Primera lección que aprendí: Los procesos de paz llevan mucho tiempo, hay que tener paciencia, fe, motivación, y hay que ser muy discretos y evitar la publicidad, sobre todo al principio.

Primero fueron –en bicicleta- dos jefes tradicionales. Cuando regresaron me llamaron y nos reunimos con las autoridades locales y el jefe militar de la zona. Los rebeldes habían exigido la retirada de todos los soldados gubernamentales de la zona como condición para negociar. El coronel, al oír aquello, pronunció un ultimátum: “O se rinden mañana a mediodía o les atacaremos y morirán”. El gobernador del distrito intentó quitar hierro al asunto y pidió al ejército que nos dejaran todo el día y se mantuvieran lejos del lugar de la reunión. También pidió que yo acompañara a los dos jefes tradicionales al día siguiente. A regañadientes, el coronel accedió, aunque yo no sabía si fiarme de él.

Segunda lección: al inicio de una negociación, las partes en conflicto suelen empezar poniendo condiciones y posiciones muy poco realistas y a menudo amenazadoras. Ya llegará el tiempo en el que se les bajarán los humos.

Después de la misa por la mañana temprano y un apresurado desayuno nos montamos los tres en el coche y tras unos cinco kilómetros por la carretera principal entramos en el bosque hasta que el sentido común nos dictó parar y continuar a pie. No se veía un alma. Uno de mis acompañantes dijo que se había despedido de su mujer y sus hijos “por si acaso”.

Tercera lección: los mediadores tienen que estar preparados para asumir riesgos.

Nos salieron de la hierba dos muchachos con el pelo a los “rasta” que nos hicieron señas de que siguiéramos adelante. Imposible estrecharles la mano o arrancarles una respuesta a nuestros saludos. Estábamos en sus manos.

Llegamos a un poblado abandonado y allí estaba el comandante rebelde que respondía al poco tranquilizador nombre de “Malamujeres”. El lugar estaba custodiado por diez soldados, todos ellos adolescentes, entre ellos dos chicas. Me impresionó no ver ninguna expresión en su rostro. Casi todos ellos tenían cicatrices bien visibles. Todos habían sido secuestrados por la guerrilla algunos años atrás.

Aquella reunión duró desde las nueve de la mañana hasta la una de la tarde y yo cada vez estaba más tenso. El “Malamujeres” insistía en que los soldados tenían que dejarles una zona libre. Al preguntarle nosotros sobre por qué tenía tanto interés en ello, respondió: “Primero, queremos encontrarnos con nuestros padres para saber si nos van a aceptar en nuestros pueblos de origen”. Al expresar aquello encontramos un buen punto para discutir. Al final les convencimos de que sería menos arriesgado hacerlo en la misión, y que nosotros nos hacíamos responsables de su seguridad.

A eso de las once, el comandante nos pidió enviar a dos de sus soldados a inspeccionar la misión. Accedimos y uno de los jefes tradicionales les llevó allí en coche. Era un paso arriesgado pero pensamos que era lo mejor. Durante la hora y media que tardaron en regresar aprovechamos para charlar de forma más animada e informal, lo que contribuyó a ganarnos más su confianza.

Cuarta lección: el eje central en todos los procesos de paz es la construcción de un clima de confianza mutua.

Por fin regresaron, y cuando dijeron a su comandante que toda la gente en Pajule estaba esperándoles con los brazos abiertos, el “Malamujeres” no se lo pensó mucho más y ordenó a todos sus muchachos que recogieran el petate y subieran al coche. Todavía estuvimos una hora más allí en tensa espera, ya que su número dos no quería ir y amenazó con dispararnos. Al final se tranquilizó y también él subió al coche.

La llegada a Pajule fue apoteósica. La gente nos recibió con ramas de “olwedo”, el árbol de la paz en la cultura Acholi. Allí estaban las autoridades locales, los militares y el presidente de la comisión gubernamental de la amnistía. Hubo discursos. Todo muy bien, pero los guerrilleros seguían con las armas en la mano y sólo al día siguiente aceptaron entregarlas a los soldados. Aquella noche cenaron con nosotros, en la casita de la misión que tantas veces fue asaltada y saqueada por los mismo rebeldes que ahora se sentaban con nosotros a la mesa.

Después de aquello los tuvimos en la misión dos meses, ayudándolos a que se recuperaran y contaran sus historias. Encontramos a los padres de todos ellos y vinieron a ver a sus hijos, a los que creían muertos. Los jefes tradicionales organizaron una ceremonia de reconciliación.

En la misión de Pajule está enterrado el sacerdote comboniano Raffaele Di Bari, asesinado por los rebeldes en una emboscada en octubre del 2000. La semana antes de irse dos de los muchachos nos llamaron. Nos contaron que ellos habían participado en aquella emboscada en la que mataron al padre. Dio la casualidad de que los familiares del padre Raffaele acababan de mandarnos un dinero para ayudar a antiguos niños soldado. Parte de ese fondo lo empleamos para pagar la escuela a los dos muchachos que le habían disparado. A la familia de Raffaele le pareció de perlas.

Quinta lección: para hacer la paz hay que saber pedir, dar y recibir perdón. Y hay momentos en los que esto sólo es posible con una intervención “de lo alto”, del Dios de la paz que puede más que nosotros.

En días sucesivos les seguiré contando mis otros encuentros.
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