Arrendar la viña



La primera lectura de este vigésimo séptimo domingo del tiempo ordinario, Ciclo A es un poema del profeta Isaías (5, 1-7) al comienzo de su ministerio, basado probablemente en alguna canción de vendimia. El tema de la viña de Israel, elegida y luego repudiada, esbozado ya por Oseas, lo repetirán Jeremías y Ezequiel, y Jesús lo trasladará a la parábola de los viñadores homicidas. Se trata de una alegoría, que expresa la realidad del pueblo de Dios del Antiguo Testamento y de la Iglesia. Pone de relieve el compromiso de Dios con su pueblo y la irresponsabilidad de Israel. Dios nos da su gracia, que en esta ocasión se cifra en arrendarnos su viña. El salmista declara que la Viña del Señor es la casa de Israel (Sal 79). Y la sagrada liturgia concreta que la Iglesia.

La segunda lectura recoge una serie de consejos paulinos a los Filipenses (Flp 4,6-9). San Pablo recomienda un ideal de conducta expresado en términos que eran corrientes entre los moralistas griegos de su tiempo. De hecho, parece ser esta la única vez que emplea la palabra «virtud», pero invita, eso sí, a practicarla siguiendo sus propias enseñanzas, su ejemplo personal: «Todo cuanto habéis aprendido y recibido y oído y visto en mí, ponedlo por obra» (v.9b). De ser así, «el Dios de la paz –concluye-- estará con vosotros» (v.9b).

La parábola de los viñadores perversos quiere ilustrar las diversas respuestas de los sucesivos agraciados con la llamada a la viña, en clara alusión a la historia de Israel, de la humanidad, de la Iglesia y de cualquier comunidad cristiana que Dios ha plantado para que dé fruto. No ha de aplicarse únicamente al pueblo de Israel. Somos unos y otros viñas del Señor, quien la ha plantado para producir frutos abundantes y no, por cierto, agrazones, decepciones, ni amarguras.

«No obstante aquellas ramas desgajadas por la infidelidad, Dios no repudió a su pueblo, al que conoció de antemano. También yo soy israelita (Rm 11, 1. 2.17), dice el Apóstol. Aunque los hijos del reino que no quisieron que el Hijo de Dios fuera su rey sean expulsados a las tinieblas exteriores, vendrán, no obstante, muchos de oriente y de occidente y se sentarán a la mesa, no con Platón y Cicerón, sino con Abrahán, Isaac y Jacob, en el reino de los cielos (cf. Mt 8,12.11). Pilato, en efecto, escribió: Rey de los judíos, no “Rey de los griegos” o “Rey de los latinos”, aunque iba a reinar sobre los gentiles. Y lo que mandó escribir quedó escrito, sin que lograra cambiarlo la sugerencia de los que no lo creían» (San Agustín, Sermón 218, 7).

La amonestación conclusiva de Jesús, particularmente severa, es dirigida a los jefes de los sacerdotes y a los ancianos del pueblo: «Por eso os digo: Se os quitará el Reino de Dios para dárselo a un pueblo que rinda sus frutos» (Mt 21,33-43). La infidelidad de Israel, por tanto, es motivo para que la salvación pase a otros pueblos. A fin de que la Iglesia permanezca siempre y sea instrumento de salvación tiene que estar al servicio de la verdad, de la justicia y de los valores que promueven y salvan al hombre.



El propietario de la viña representa a Dios mismo, mientras que la viña simboliza a su pueblo, así como la vida que él nos da para que, con su gracia y nuestro compromiso, hagamos el bien. Comenta san Agustín que «Dios nos cultiva como un campo para hacernos mejores» (Sermón 87, 1,2). Dios tiene, ciertamente, un proyecto para sus amigos, pero por desgracia la respuesta del hombre a menudo se orienta a la infidelidad, que se traduce en rechazo. El orgullo y el egoísmo impiden acoger incluso el don más valioso de Dios: su Hijo unigénito. En efecto, cuando «les mandó a su hijo —escribe el evangelista Mateo-…[ los labradores] agarrándolo, lo sacaron fuera de la viña y lo mataron» (Mt 21, 37.39).

Dios se pone en nuestras manos, acepta hacerse misterio insondable de debilidad y manifiesta su omnipotencia en la fidelidad a un designio de amor, que al final prevé también el justo castigo para los malvados (cf. Mt 21,41). Hay, pues, que bajar más hondo todavía en las profundidades del misterio para hacernos con esas perlas de coral que el aparentemente insondable sentido de la parábola ofrece. Dejémonos llevar, poco a poco, por las profundidades del misterio litúrgico.

El cántico de amor del profeta Isaías facilita hoy el primer pensamiento en la catequesis dominical: Dios quiere hablar al corazón de su pueblo y también a cada uno de nosotros. Nos espera. Ansía nuestro amor. Con todo y con eso, la pregunta irrumpe inevitable: ¿Hallará respuesta dicha invitación? ¿O sucederá lo que a la viña de la que habla Isaías: Dios esperaba uvas, pero le dio agrazones? ¿No sucede a veces que nuestra vida cristiana es mucho más vinagre que vino? ¿Auto-compasión, conflicto, indiferencia? Para qué seguir… Hay respuestas, sin duda, que dejan mucho que desear.

El segundo pensamiento habla del fracaso del hombre. Dios había plantado cepas muy selectas –de Ribera del Duero diríamos hoy-- y, sin embargo, dieron agrazones. La pregunta insiste indagadora, casi con frenesí: ¿En qué consisten estos agrazones? La uva buena que Dios esperaba -dice el profeta-, sería el derecho y la justicia. Los agrazones, en cambio, la violencia, el derramamiento de sangre y la opresión, que hacen sufrir a la gente bajo el yugo de la injusticia. De esto en la actualidad tenemos hasta para exportar…

Pero la imagen cambia en el evangelio, donde la vid produce uva buena y los labradores se quedan con ella. No quieren entregársela al propietario. Peor aún: apalean y matan a sus mensajeros y asesinan a su Hijo. Deplorable, se mire como se mire. Quieren, dicho pronto y bien, convertirse en propietarios; se apoderan de lo que no les pertenece. En el Antiguo Testamento destaca la acusación por violación de la justicia social, el desprecio del hombre por el hombre. En el fondo, es evidente que despreciar el derecho dado por Dios, es tanto como despreciar al mismo Dios; sólo se quiere gozar del propio poder, que viene a ser ese creciente afán de babelizar lo que nos circunda, o sea de querer subir y ser más altos que el mismo Dios. ¡Ahí es nada!

Este aspecto resalta plenamente en la parábola de Jesús: los labradores repudiando a su amo constituyen un espejo también para nuestra conducta tantas veces opaca. Los hombres usurpamos la creación que, por así decir, nos ha sido dada para administrarla. Se nos ha dado el pie y nos tomamos la mano queriendo ser sus únicos propietarios, poseer el mundo y nuestra misma vida de modo ilimitado. Se necesita necedad y cinismo: ¡considerar que Dios es un estorbo para nosotros! O se hace de él una simple frase devota o se lo niega del todo, excluyéndolo de la vida pública, de modo que pierda todo significado. La tolerancia que, digámoslo, admite a Dios como opinión privada, pero le niega el ámbito público, la realidad del mundo y de nuestra vida, no es tolerancia. Es pura y simplemente hipocresía.

Ahora bien, donde el hombre pretende convertirse en único dueño del mundo y propietario de sí mismo, no puede existir la justicia. Allí sólo puede dominar el arbitrio del poder y de los intereses partidistas. Ciertamente, se puede echar al Hijo fuera de la viña y asesinarlo –Jesús fue crucificado fuera de Jerusalén…-, para gozar de forma egoísta, solos, de los frutos de la tierra en un alarde antiecológico de los de tomo y lomo. Pero entonces la viña se transforma más pronto que tarde en un terreno yermo, pisoteado por los jabalíes de turno, como dice el salmo responsorial (cf. Sal 79, 14). ¡Que los hay, ya lo creo, y de colmillo bien retorcido!



En el tercer elemento de hoy, el Señor anuncia el juicio a la viña infiel. El juicio que Isaías preveía se realizó en las grandes guerras y exilios por obra de asirios y babilonios. El anunciado por el Señor Jesús se refiere sobre todo a la destrucción de Jerusalén en el año 70. Pero la amenaza de juicio nos atañe también a nosotros, a la Iglesia en Europa, a Europa y a Occidente en general. Y eso minimizando en demasía el mapamundi, claro.

Con este evangelio, el Señor nos dirige también a nosotros las palabras que en el Apocalipsis dirigió a la Iglesia de Éfeso: «Arrepiéntete. (...) Si no, iré donde ti y cambiaré de su lugar tu candelero» (Ap 2,5): Éfeso perderá su rango de metrópoli religiosa, por haber abandonado su amor primero, y entendido ese primero no en el sentido del inicial en el tiempo, sino del amor mejor, del óptimo, del sublime, el de las relaciones esponsales entre Israel y Dios, tan cantado en el Cantar de los Cantares.

También a nosotros nos acecha ese peligro y, en consecuencia, también a nosotros nos pueden quitar la luz y quedarnos así en la noche oscura. Y ya se sabe que no se puede vivir sin luz, igual que tampoco se puede vivir sin esperanza, ese préstamo que se le pide al futuro, que, por cierto, cuesta menos que el que le pedimos a los Bancos. Bien estará, por eso, dejar que resuene con toda seriedad en el alma esa amonestación, diciendo al mismo tiempo al Señor: «Ayúdanos a convertirnos (Converte nos, Deus, salutaris, noster, et averte iram tuam a nobis). Concédenos a todos la gracia de una verdadera renovación. No permitas que se apague tu luz entre nosotros. Afianza nuestra fe, nuestra esperanza y nuestro amor, para que podamos dar frutos buenos.

¿Pero no hay ninguna palabra de consuelo en la lectura y en la página evangélica de hoy? ¿La amenaza es todo, es la última palabra? ¡Por supuesto que no! La última palabra, la esencial, la definitiva viene de la promesa. La escuchamos en el versículo del Aleluya: «Yo soy la vid; vosotros los sarmientos. El que permanece en mí y yo en él, ese da mucho fruto» (Jn 15,5). Aquí el término clave no es otro que permanecer.

Con estas palabras del Señor, san Juan nos ilustra el verdadero desenlace de la historia de la viña de Dios. Porque Dios no fracasa. Al final, él vence, vence el amor, triunfa el bien. En la parábola de la viña hoy, en sus palabras conclusivas sobremanera, se encuentra ya una velada alusión a esta verdad. Tampoco allí la muerte del Hijo es el fin de la historia, aunque no se narra directamente el desenlace del relato. Pero Jesús expresa esta muerte mediante una nueva imagen tomada del Salmo: «La piedra que desecharon los arquitectos es ahora la piedra angular» (Mt 21, 42; Sal 117, 22).

La respuesta de Dios al rechazo de Jesús por parte de Israel ha sido primeramente resucitarle de entre los muertos, convertir en piedra angular la piedra desechada por los arquitectos; y luego, quitar el reino a Israel y entregárselo a un pueblo que dé frutos. De ahí que en Mateo, el acento principal de la parábola no esté ya en la muerte y resurrección de Jesús, sino en la razón de ser de la Iglesia.

De la muerte del Hijo brota la vida, se forma un nuevo edificio, una nueva viña. Él, que en Caná transformó el agua en vino, convirtió su sangre en el vino del verdadero amor, y así convierte el vino en su sangre. En el Cenáculo anticipó su muerte, y la transformó en el don de sí mismo, en un acto de amor radical. Su sangre es don, es amor y, por eso, es el verdadero vino que el Creador esperaba. Más aún, Cristo mismo se ha convertido, de este modo, en la vid, y esta vid da siempre buen fruto: la presencia de su amor por nosotros, que es indestructible.



Cada vez que comemos de este pan y bebemos de este cáliz, anunciamos la muerte del Señor hasta que vuelva, dice san Pablo (cf. 1 Co 11, 26) y repiten con voz coral los fieles en la Misa. Pero sabemos también que de esta muerte brota la vida, porque Jesús la transformó en un gesto de ofrenda, en un acto de amor, cambiándola así profundamente: el amor ha vencido a la muerte. En la santa Eucaristía, él, desde la cruz, nos atrae a todos hacia sí (cf. Jn 12, 32) y nos convierte en sarmientos de la vid, que es él mismo. Si permanecemos unidos a él, entonces daremos fruto también nosotros: ya no produciremos el temido vinagre de la autosuficiencia, del descontento de Dios y de su creación, sino el vino bueno, generoso, de la alegría en Dios y del amor al prójimo.

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