Corpus Christi



El domingo solemnidad del Corpus Christi nos convoca para estar juntos en presencia de Jesús Eucaristía, caminar con Él pendientes de la custodia, y arrodillarnos en el momento final de la bendición. Tres posturas de fervoroso abajamiento ante Quien se abajó primero hasta nosotros y por nosotros dio su vida. Tres actitudes, también, de radical identificación con Cristo.

Reunirse en la presencia del Señor supone acudir y encontrarse unos junto a otros compartiendo el único Pan del Cielo. Lo que denota estar unidos más allá de nuestras diferencias de nacionalidad, profesión, clase social e ideas políticas: nos abrimos los unos a los otros para convertirnos a partir de Cristo en una sola cosa. Exige así la Eucaristía, con su reclamo de plebiscito, su exhibición floral y su engalanamiento callejero, velar para que las tentaciones del particularismo, aunque sea de buena fe, no vayan en el sentido opuesto. Nos recuerda el Corpus Christi, en suma, que ser cristianos significa reunirse y serlo, en Él y por Él, sin condiciones ni confines.

Por otra parte, caminar con el Señor requiere, como en los discípulos de Emaús, ponernos a la escucha del Jesús itinerante de la custodia que nos libera de nuestras «parálisis», nos vuelve a levantar y nos hace dar un paso al frente, y otro luego, hasta ponernos en camino con la fuerza del Pan de vida. «Levántate y come -le dijo la voz de Dios al profeta Elías–, porque el camino es demasiado largo para ti» (1 Reyes 19, 5.7). Asimismo nos enseña hoy la procesión que ¡no es suficiente avanzar; es necesario, además, conocer el rumbo! Fuera del camino corremos el riesgo de algún precipicio, o de alejarnos de la meta. Dios nos ha creado libres, pero no nos ha dejado solos: se ha hecho él mismo «camino» y ha venido a caminar junto a nosotros.

Adorar de rodillas ante el Señor, en fin, es el mejor y más radical remedio contra las idolatrías emergentes. Los cristianos sólo nos arrodillamos ante el Santísimo Sacramento, porque en él sabemos y creemos que está presente el único Dios verdadero, abajado en primer lugar hacia el hombre, como el Buen Samaritano, para socorrerle y volver a darle la vida; y arrodillado ante nosotros para lavar nuestros polvorientos y cansados pies, hartos acaso de trochas escarpadas y malolientes. La adoración es oración que prolonga la celebración y la comunión eucarística, en la que el alma sigue alimentándose de amor, de verdad, de paz y de esperanza, pues Aquél ante el que nos postramos no nos juzga ni aplasta, sino que nos libera y transforma.

El Santísimo Sacramento desfila hoy en procesión por las calles de la ciudad y de los pueblos, para manifestar que Cristo resucitado camina en medio de nosotros y nos guía hacia el reino de los cielos. Lo que Jesús nos dio en la intimidad del Cenáculo cuando la tarde del Jueves Santo, lo manifestamos hoy abiertamente, porque el amor de Cristo no es sólo para algunos, sino que está destinado a todos.



El hecho de que llamemos a dicho Sacramento «Eucaristía» —«acción de gracias»— expresa precisamente que la conversión de la sustancia del pan y del vino en el Cuerpo y en la Sangre de Cristo es fruto de la entrega que Cristo hizo de sí mismo, donación de un Amor más fuerte que la muerte, Amor divino que lo hizo resucitar de entre los muertos. He aquí el motivo por el que la Eucaristía es alimento de vida eterna. Del corazón de Cristo, de su «oración eucarística» en la víspera de la pasión, brota el dinamismo que transforma la realidad en sus dimensiones cósmica, humana e histórica. Todo viene de Dios, de la omnipotencia de su Amor uno y trino, encarnada en Jesús.

Suena bien eso de «recibir la comunión» referido al acto de comer el Pan eucarístico. Cuando así hacemos, entramos en comunión con la vida misma de Jesús, en el dinamismo de esta vida que se dona a nosotros y por nosotros. Desde Dios, a través de Jesús, hasta nosotros: se transmite una única comunión en la santa Eucaristía.

San Agustín de Hipona nos ayuda a comprender la dinámica de la comunión eucarística haciéndose portavoz de Jesús al escribir: «Yo soy manjar de adultos. Crece y me comerás. Pero no me transformarás en ti como asimilas corporalmente la comida, sino que tú te transformarás en mí» (Conf. 7, 10, 16). Por eso, mientras que el alimento corporal es asimilado por nuestro organismo y contribuye a su sustento, en la Eucaristía se trata de un Pan diferente: no somos nosotros quienes lo asimilamos: es Él quien nos asimila a sí, para llegar de este modo a ser como Jesucristo, miembros de su cuerpo, una cosa sola con Él. Decisiva transformación, sin duda, ya que es Cristo quien nos transforma en Él; nuestra individualidad, se abre, se libera de su egocentrismo y se inserta en la Persona de Jesús, inmersa a su vez en la comunión trinitaria.

De arte que la Eucaristía, mientras nos une a Cristo, nos abre también a los demás, nos hace miembros los unos de los otros: ya no estamos divididos, sino que somos uno en Él. De ella deriva, por tanto, el sentido profundo de la presencia social de la Iglesia, como lo testimonian los grandes santos sociales, que fueron siempre grandes almas eucarísticas.

Quien reconoce a Jesús en la Hostia santa, lo reconoce igualmente en el hermano que sufre, tiene hambre y sed, es extranjero, está desnudo, enfermo o en la cárcel; y, atento a cada persona, se compromete, de forma concreta, en favor de todos los menesterosos. Del amor de Cristo proviene, por tanto, nuestra especial responsabilidad cristiana en la construcción de una sociedad solidaria, justa y fraterna. Especialmente ahora que la globalización nos hace cada vez más dependientes unos de otros, el cristianismo está llamado a impedir que esta unidad se construya sin Dios, o sea sin el amor verdadero, ya que se daría pie a la confusión, al individualismo, a los atropellos de todos contra todos.



El Evangelio miró desde siempre a la unidad de la familia humana. Unidad, por cierto, no impuesta desde fuera, ni por intereses ideológicos o económicos, sino a partir del sentido de responsabilidad de los unos hacia los otros, pues nos reconocemos miembros de un mismo cuerpo, el de Cristo, porque del Sacramento del altar hemos aprendido y aprendemos constantemente que el gesto de compartir el amor reside de asiento en Cristo Eucaristía y es el camino de la verdadera justicia.

Cristo se da por amor. Sufre por amor. Muere por amor. Asumida la muerte, queda esta por Él transformada en acto de donación. He aquí el cambio que el mundo necesita, ya que lo redime desde dentro, lo abre a las dimensiones del reino de los cielos. Pero Dios ansía esta renovación del mundo a través del mismo camino que siguió Cristo, más aún, del camino que es Él mismo. Todo pasa, pues, por la lógica humilde y paciente del grano de trigo que muere para dar vida, lógica de la fe que mueve montañas con la fuerza apacible de Dios. Por esto Dios anhela seguir renovando a la humanidad, la historia y el cosmos a través de esta cadena de transformaciones, de la cual la Eucaristía es el sacramento. Nos transforma Cristo asimilándonos a Él: nos implica en su obra redentora haciéndonos capaces, por la gracia del Espíritu Santo, de vivir según su misma lógica de entrega.

Con la humildad de sabernos simples granos de trigo, tenemos la firme certidumbre de que el amor de Dios, encarnado en Cristo, es más fuerte que el mal, la violencia y la muerte. Dios prepara para todos los hombres, lo sabemos, cielos nuevos y tierra nueva, donde reinan la paz y la justicia; y en la fe entrevemos el mundo nuevo, que es nuestra patria verdadera.

Una interpretación unilateral del Vaticano II llegó, en la práctica, a restringir la Eucaristía al momento celebrativo. Fue muy importante, sin duda, reconocer la centralidad de la celebración, en la que el Señor convoca a su pueblo a la doble mesa de la Palabra y del Pan de vida, lo alimenta y lo une a sí en la ofrenda del Sacrificio. Pero faltó a sus propulsores el justo equilibrio. De hecho —sucede a menudo— para subrayar un aspecto se acaba por sacrificar otro.

El adecuado acento sobre la celebración eucarística fue, esta vez, en perjuicio de la adoración, como acto de fe y oración dirigido al Señor Jesús, realmente presente en el Sacramento del altar. Desequilibrio, nótese, con repercusiones también sobre la vida espiritual de los fieles, pues concentrando toda la relación con Jesús Eucaristía en el único momento de la santa misa, hay riesgo de vaciar de su presencia el resto de las horas y del espacio en nuestra vida.

Yerran quienes contraponen celebración y adoración, como si estuvieran una contra otra. Es, antes bien, lo contrario: la acción litúrgica sólo puede expresar su pleno significado y valor si va precedida, acompañada y subseguida de esta actitud interior de fe y de adoración. El encuentro con Jesús en la santa misa se realiza de lleno cuando la comunidad es capaz de reconocer que Él, en el Sacramento, nos espera, nos invita a su mesa, y luego, ya disuelta la asamblea, permanece con nosotros, y nos acompaña con su intercesión ante el Padre. Jesús, al cabo, sigue ejerciendo, incluso después de su Ascensión, de suave y dulce Emmanuel con nosotros.

También por los sesenta-setenta del siglo XX se empezó desdichadamente a malentender, a propósito de la sacralidad de la Eucaristía, el mensaje auténtico de la Sagrada Escritura. Cierto es que el centro del culto ya no reside en los ritos y sacrificios antiguos, sino en Cristo mismo, en su persona, en su vida, en su misterio pascual. De aquí, sin embargo, no se debe concluir que lo sagrado ya no exista, sino que ha encontrado su cumplimiento en Jesucristo, Amor divino encarnado. Él no ha abolido en modo alguno lo sagrado. Más bien lo ha llevado a cumplimiento inaugurando un nuevo culto, que es plenamente espiritual, sí, pero que, pese a ello, mientras estamos en camino en el tiempo, se sirve todavía de signos y ritos a desaparecer sólo en la Jerusalén celeste (cf. Ap 21, 22).




Dios nuestro Padre envió a su Hijo al mundo no para abolir, sino para dar cumplimiento también a lo sagrado. En el culmen de esta misión -última Cena-, instituyó el Sacramento de su Cuerpo y de su Sangre. Actuando de este modo se puso a sí mismo en el lugar de los sacrificios antiguos, pero lo hizo dentro de un rito, que mandó a los Apóstoles perpetuar, como signo supremo de lo Sagrado verdadero, que es él mismo. He aquí la fuerza estimulante y consoladora del Memorial.

Con esta fe precisamente celebramos cada día el Misterio eucarístico y lo adoramos como centro de nuestra vida y corazón del mundo. Y en solemnes ocasiones –léase congresos eucarísticos, procesiones, celebraciones eucarísticas en plazas públicas, y por ahí seguido- también con nuestra profesión de fe y nuestra adoración al Santísimo Sacramento. Hoy de modo especial, por ejemplo.

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