Domingo del leproso samaritano agradecido

Icono de los diez leprosos curados

Este XXVIII domingo del tiempo ordinario, del Ciclo C por más señas, podría denominarse domingo de la gratitud. Ya se sabe que tan delicada flor le resulta siempre a todo bien nacido grata y oportuna y bienoliente. Como queriendo meter énfasis al aserto, eso por lo menos afirma el proverbio cuando recuerda que de bien nacidos es ser agradecidos. De modo que por ahí, correctamente van las cosas.

Tan bien, tan bien, que durante los siglos todos, siglo arriba siglo abajo, nunca le han faltado a la gratitud panegiristas ni trovadores ilustres. Del gran Arpinate Marco Tulio Cicerón (106 a.C. – 43 a.C.), se cita con ligeras variantes esta frase maestra: «La gratitud no es sólo la más grande de las virtudes, sino la madre de todas las demás». Por su parte, aquel clérigo congregacionalista estadounidense y prominente abolicionista de la esclavitud, Henry Ward Beecher (1813-1887) dejó dicho que «la gratitud  es la flor más bella que brota del alma».

Ciertamente, si echamos hoy un vistazo a las lecturas dominicales, hay fundadas razones para reconocer que ambos tienen razón. Uno, por eso, prefiere poner rumbo hacia esa dirección de belleza y perfume, no sin antes puntualizar que, amparados en similares razones, cabría quedarse con el antónimo domingo de la ingratitud.

Jesús, por de pronto, se pronuncia sobre ambas, aunque pondere más la gratitud del leproso samaritano curado. Tirando de números, en cambio, es preciso advertir que de los diez leprosos sólo hay uno que vuelve sobre sus pasos para agradecer. Los nueve restantes, tararí que te vi.  Y esos, la verdad, le causaron gran tristeza al Señor, porque el agradecido era un samaritano, un extranjero para entendernos. Bueno será recordar que el castellano cuenta con un sinfín de palabras formadas con el prefijo in al servicio de una radical negación: inadecuado, inadmisible, intolerable, inviable, ingratitud, y por ahí seguido.

La gratitud del leproso samaritano recién curado es, de suyo, un don de Dios y así habremos de entenderlo siempre, ya que el leproso se siente agraciado por quien todo lo puede y a quien, se mire como se mire, corresponde el protagonismo principal de la escena. Mirada, no obstante, por el tamiz de la ingratitud de los nueve restantes, cobra especial relieve tectónico y original, máxime si en el filtro utilizado añadimos las palabras de Jesús:  «¿No ha habido quien volviera a dar gloria a Dios sino este extranjero?» (Lc 17,11-19:18).

Diez curados, pero sólo uno agradecido

Y es que no reconocer lo que Dios hace en nosotros, ni agradecérselo, ni darle gloria y alabanza, indica que no se valora lo recibido, o que uno se cree con derecho a ello, siendo así que el bien recibido no es un derecho sino un don de Dios.

Sale, pues, de ahí la necesidad de dar gracias a Dios por cuanto vivimos, lo que a diario recibimos y ese montón de gracias, en fin, con que el Señor se vuelca sobre nosotros a cada paso. Que la indiferencia y la rutina no impidan valorar lo más pequeño, pues uno que no sepa apreciar lo pequeño, tampoco sabrá estimar lo grande.

Llevado de su habitual tendencia al ripio, el refrán canta: «Con sólo ser bien agradecido, la mitad pagas de lo debido». Y también, desde la margen opuesta del río de la vida: «La ingratitud embota la virtud». ¡Se necesita ser tarugo y mostrenco para no diferenciar, aunque sea solo a ojo de buen cubero, entre gratitud e ingratitud. El mundo todo en que vivimos está compuesto, en realidad, por esa suerte de gentes de uno u otro bando: los agradecidos y los desagradecidos.

Cervantes, en concreto, puso en boca de Don Quijote a Sancho esta perla ambivalente: «La ingratitud es hija de la soberbia, y uno de los mayores pecados que se sabe, y la persona que es agradecida a los que bien le han  hecho, da indicio que también lo será a Dios, que tantos bienes le hizo y de continuo le hace» (Parte II, cap.51). Algunos se lo han aplicado a la miseria, otros a la envida, pero tampoco desmerecería si dijéramos que la ingratitud es el más incansable de los jinetes que siempre han corrido por el hipódromo nacional.

El evangelio de este domingo presenta, como digo, a Jesús que cura a diez leprosos, de los cuales  sólo  uno, samaritano él y por tanto extranjero, vuelve a darle las gracias (cf. Lc  17,11-19).  El Señor le dice:  «Levántate y vete:  tu fe te ha salvado» (Lc 17,19). Esta página evangélica nos invita a una doble reflexión.

Ante todo, nos permite pensar en dos grados de curación:  uno, más bien superficial, concierne al cuerpo; el otro, profundo en cambio, afecta a lo más íntimo de la persona, a eso que la Biblia llama el «corazón», y desde allí se irradia a toda la existencia. La curación completa y radical, por ejemplo, es la «salvación». Incluso el lenguaje común, distinguiendo entre «salud» y «salvación», nos ayuda a comprender que la salvación es mucho más que la salud; en efecto, es una vida nueva, plena, definitiva.

Aquí, además, como en otras circunstancias, Jesús pronuncia la expresión:  «Tu fe te ha salvado». A nada que repare uno en esas palabras, se da cuenta de que tal salvación depende, porque es su efecto, de dicha fe. Es la fe la que salva al hombre, restableciendo su relación profunda con Dios, consigo mismo y con los demás; y la fe se manifiesta en el agradecimiento, o sea, y por no apearnos del vocablo, en la gratitud.

El valor del agradecimiento

Quien sabe agradecer, como pasó con el samaritano curado, demuestra que no considera todo como algo debido, como algo que tiene que suceder porque sí, sino en cuanto don que, incluso cuando llega a través de los hombres o de la naturaleza, proviene en definitiva de Dios.

La fe, por tanto, requiere que el hombre se abra a la gracia del Señor; que reconozca que todo es don, todo es gracia. ¡Gran tesoro el del término «gracias»! ¡Y delicia inefable la de la fe! Todavía resuena la súplica de los Apóstoles a Jesús el pasado domingo: «Auméntanos la fe» (Lc 17,5).

Jesús cura a los diez enfermos de lepra, un mal éste, entonces, considerado «impureza contagiosa» que exigía una purificación ritual (cf. Lv 14,1-37). Claro es que la lepra, la verdadera lepra, la que realmente desfigura al hombre y a la sociedad es el pecado; son el orgullo y el egoísmo los que engendran en el corazón humano indiferencia, odio y violencia. Esta lepra del espíritu, que desfigura el rostro de la humanidad, nadie puede curarla sino Dios, que es Amor. Abriendo el corazón a Dios, la persona que se convierte es curada interiormente del mal.

San Agustín aplicó su lupa teológica a este episodio. «La lectura del Evangelio nos mostró a los diez leprosos que habían sido curados y al único de ellos, un extranjero, que se volvió a dar las gracias a quien lo había limpiado […]. Retened esto y perseverad en ello. Que nadie cambie; que nadie sea leproso. La doctrina inconstante, que cambia de color, simboliza la lepra de la mente; también ésta la limpia Cristo. Quizá pensaste distintamente en algún punto, reflexionaste y cambiaste para mejor tu opinión, y de este modo lo que era variado pasó a ser de un único color. No te lo atribuyas, no sea que te halles entre los nueve que no le dieron las gracias.

Sólo uno se mostró agradecido; los restantes eran judíos; él, extranjero, y simbolizaba a los pueblos extraños […]. Así, pues, vosotros, sobre todo quienes entendéis lo que oís: que es preciso curarse de la enfermedad, elevad a lo alto vuestro corazón purificado de la variedad y dad gracias a Dios» (Sermón 176,1.6).

Dar gracias es propio de corazones nobles,de quienes saben apreciar la sencillez y complejidad de la vida y valoran el tiempo y los actos de cada persona, pero sobremanera de sí mismos. La gratitud es uno de los bienes más preciados del ser humano. Un acto de bondad, generosidad y reconocimiento. Una forma de responder a la vida desde el amor que tiene grandes poderes regeneradores.

Implica la gratitud, siendo así, tomarse el tiempo necesario para apreciar de manera consciente la complejidad de la vida. Una excelente forma de dejar de concentrarse en las situaciones negativas y fijar la atención en aquello que está bien, que apreciamos, valoramos y que incluso lo tenemos simplemente a nuestro lado.

La sagrada liturgia coloca hoy de primera lectura el pintoresco relato de Naamán el sirio (2Re 5, 14-17). Regresó al profeta Eliseo y alabó al Señor. Gesto, el suyo, de gratitud, porque vuelve lleno de presentes para el profeta. Naamán es curado en las aguas del Jordán y reconoce públicamente al Dios del profeta. Reconocerlo es ya agradecer… Los signos de la liturgia de hoy revelan la intervención salvífica de Dios en la historia humana.

El sirio y el samaritano vuelven para agradecer el don de haber sido curados. Y bien, Dios ha intervenido en la historia resucitando a Cristo. De ahí el reconocimiento del salmista: El Señor revela a las naciones su salvación (Sal 97). Y la segunda lectura: Si perseveramos, reinaremos con Cristo (cf. 2Tim 2,8-13). Los que perseveran, pues, reinarán con Él. Y perseverar es también agradecer.

Precisamente el centro de la liturgia dominical es la Eucaristía. Cualquier domingo, por eso, puede ser denominado de la gratitud: porque Eucaristía proviene del verbo griego eujaristó, que quiere decir agradecer. Es, pues, la más grande «acción de gracias». Los domingos rendimos culto a Dios con la Eucaristía. En éste concretamente las lecturas elegidas destacan la gratitud mediante dos episodios donde los que agradecen no son, por cierto, los más llamados a creer, sino dos extranjeros: Naamán vuelve a Eliseo, y el samaritano a Jesús, para agradecer la curación.

Beneficios de la gratitud

Durante su última Cena, el propio Jesús pronunció sobre el pan y el vino una oración de acción de gracias (gratitud) a Dios por la salvación de los hombres (Lc 22,19-20).

El sacramento de la Eucaristía es memorial en el que se celebra, a la vez, un acontecimiento pasado (el único sacrificio de Jesús en la Cruz) y anunciado en la última Cena; uno presente: la vida de Cristo muerto y resucitado recibido como alimento por cada fiel; y uno futuro: el banquete del Reino de Dios, la vida eterna.

Sólo en el creyente, pues, en el hombre de fe, brota y crece saludable, y se muestra lozana y bella y remuneradora esa flor que llamamos gratitud. Hermosa y linda flor, por otra parte, que en el sacramento de la Eucaristía escala el ápice de su expresión.

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