Justicia y bienaventuranza en el Reino de Dios

El reino de Dios y su justicia
El año litúrgico es un gran camino de fe que en los domingos del tiempo ordinario, del Ciclo C, se encarga de marcar la lectura del Evangelio de san Lucas, mayormente centrado en la justicia de Dios, porque ya desde ahora los acoge en su reino. Las bienaventuranzas según san Lucas, por ejemplo,se basan en el hecho de que existe una justicia divina, que enaltece a quien ha sido humillado injustamente y humilla a quien se ha enaltecido (cf. Lc 14,11). El Evangelista de la misericordia, por lo demás, después de los cuatro «dichosos vosotros», añade cuatro amonestaciones que se las traen, juntas y por separado: «Ay de vosotros, los ricos..., los que ahora estáis saciados..., los que ahora reís… y… si todo el mundo habla bien de vosotros», porque, como afirma Jesús, la situación se invertirá, «los últimos serán primeros y los primeros últimos» (cf. Lc 13, 30).

Esta justicia y esta bienaventuranza de las que trata san Lucas se realizan en el «reino de los cielos» o «reino de Dios», que tendrá su cumplimiento al final de los tiempos, sí, pero que ya está presente en la historia. Donde los pobres son consolados y admitidos al banquete de la vida, allí se manifiesta la justicia divina. Y esta es precisamente la tarea que los discípulos del Señor están llamados a realizar también en la sociedad actual a base de implicarse y de colaborar en las beneméritas instituciones y en  tantas obras similares de justicia y de amor.

El Evangelio de Cristo responde positivamente a la sed de justicia del hombre, pero de modo inesperado y sorprendente. Jesús no propone una revolución social ni política, como a simple vista pudiera uno suponer, sino la revolución del amor, ya realizada, por cierto, con su cruz y su resurrección. En ellas se fundan las bienaventuranzas, que proponen el nuevo horizonte de justicia, inaugurado por la Pascua, gracias al cual podemos ser justos y construir un mundo mejor y hacerlo, además, con aire pascual.

Aludo, como habrá podido imaginar el lector, a una serie de imágenes y parábolas con las que Jesús exhorta a la vigilancia en la espera de su retorno al fin de los tiempos.

La cintura ceñida es señal de quien está preparado para emprender viaje, como los judíos durante la celebración de la Pascua en Egipto (v. Ex 12,11), y es también la disposición al trabajo. La lámpara encendida indica a quien se prepara para pasar la noche velando en espera de alguien que está por llegar. Jesús ilustra la necesidad de la vigilancia con otra imagen más, la del ladrón de noche. 

Enjugará Dios toda lágrima

La exhortación: «¡Estad preparados!» no es, siendo así, una invitación a pensar a cada momento en la muerte, a pasar la vida como quien está en la puerta de casa con la maleta en la mano esperando el autobús. Significa, más bien, «estar en regla», tener todos los papeles en orden y el pasaporte a punto.

Para el propietario de un restaurante o para un comerciante estar preparado no quiere decir vivir y trabajar en permanente estado de ansiedad, como si de un momento a otro pudiera haber una inspección de los de traje negro. Significa, más bien, no tener necesidad de preocuparse del tema porque normalmente se tienen los registros en regla y no se practican por principio fraudes alimentarios.

Ocurre lo mismo en el plano espiritual. Estar espiritualmente preparados significa vivir de manera que no hay que preocuparse por la muerte. Se cuenta que a la pregunta: «¿Qué harías si supieras que dentro de poco vas a morir?», dirigida a quemarropa a san Luis Gonzaga mientras jugaba con sus compañeros, el santo respondió: «¡Seguiría jugando!». Pregunté una vez a un gran amigo mío, famoso por lo demás, si temía ese difícil trance de la muerte. Contra lo que yo suponía, equivocadamente por supuesto, me respondió lleno de serenidad: “En absoluto. Y te voy a decir la razón. Porque entiendo que en ese momento, Dios sabrá conmigo ser Dios”.

La receta para disfrutar de la misma tranquilidad es vivir en gracia de Dios, sin pendencias con Él ni trifulcas con los hermanos. Lo cual implica la certeza en la esperanza de que Dios enjugará toda lágrima, que nada quedará sin sentido, que toda injusticia quedará superada y establecida la justicia. La victoria del amor será la última palabra de la historia del mundo. Como actitud de fondo para el «tiempo intermedio», a los cristianos se les pide la vigilancia. Esta vigilancia significa, de un lado, que el hombre no se encierre en el momento presente, abandonándose a las cosas transitorias, sino que levante la mirada más allá de lo momentáneo, pasajero, y sus urgencias.

Cumple tener la mirada puesta en Dios para recibir de Él el criterio y la capacidad de obrar de manera justa. Por otro lado, vigilancia significa sobre todo apertura al bien, a la verdad, a Dios, infinita Verdad, en medio de un mundo a menudo inexplicable y acosado por el poder del mal. Significa que el hombre busque con todas las fuerzas y con gran sobriedad hacer lo que es justo, no viviendo según sus caprichos, sino según la orientación de la fe. Todo eso está explicado en las parábolas escatológicas de Jesús, particularmente en la del siervo vigilante y, de otra manera, en la de las vírgenes necias y las vírgenes prudentes.

Con lo que castigaste a los adversarios, nos glorificaste a nosotros, llamándonos a ti (cf. Sab 18,6-9). O sea, el exterminio de los primogénitos de Egipto, la celebración de la Pascua y el Éxodo designaban definitivamente a Israel como Pueblo de Dios, y hacían exclamar solemne y gozoso al salmista: «Dichoso el pueblo que el Señor se escogió como heredad» (Sal 32).

La sagrada liturgia insiste con las lecturas bíblicas en que hemos de practicar una luminosa, cautelosa y cuidadosa vigilancia. Ella comporta saber esperar la intervención de un Dios que ni se adelanta ni se retrasa, pero que desde la eternidad tiene marcada su hora del encuentro con cada uno de nosotros. De ahí el mensaje de la segunda lectura de hoy: «Esperaba la ciudad asentada sobre cimientos, cuyo arquitecto y constructor es Dios» (Hb 11,10). Hace todo ello pensar que durante la espera hay que permanecer activo, practicando la fe y, en consecuencia, la esperanza y la caridad.

La fe da pleno sentido a la espera. La fe es garantía de lo que se espera (el cielo); la prueba de las realidades que no se ven [que no se desean] (el infierno) (cf. Hb 11,1). Ante los hebreos, descorazonados por las persecuciones, el autor pone de relieve que la fe está totalmente orientada hacia el futuro y no se adhiere más que a lo invisible. Este v.1 de Hebreos ha llegado a ser una especie de definición teológica de la fe, posesión anticipada y garantizada de las realidades celestiales.

Velad, vigilad, esperad

La vigilancia demanda una constante preparación, término al que hace referencia la lectura del Evangelio: Lo mismo vosotros, estad preparados para cuando vuelva el Señor (cf. Lc 12,32-48). Jesús indica las actitudes que debe poseer el que espera: en vela, ceñida la cintura, con la lámpara encendida, como esperando la vuelta del Señor.

Y es que nosotros tenemos cierta propensión al acomodo, a convertirnos en siervos de costumbres que no nos comprometen. De ahí la conveniencia de mantener encendida la llama del espíritu, para asumir que estamos a las puertas del reino de Dios, un reino que comienza ya, aquí y ahora, dentro de nuestro corazón.

Dicho de modo equivalente: la primera lectura dominical se refiere a la primera noche de Pascua que vivieron los israelitas en Egipto, cuando fueron liberados de la esclavitud y llamados a ser pueblo de Dios. Nosotros, por la fe, hemos sido llamados a formar parte del nuevo pueblo de Dios que es la Iglesia y esperamos heredar un día la tierra prometida del cielo: he aquí el sentido de la segunda lectura, tomada de la carta a los Hebreos.

Ese pasar a heredar la tierra prometida del cielo tiene también su momento: es decir, el instante en que se acabe todo instante, cuando el tiempo deje de ser la efímera criatura que se nos va de las manos: algo solemne y definitivo, ciertamente, que ocurrirá cuando venga nuevamente el Hijo el Hombre, Jesucristo, pero no ya como la primera, en la humildad de Belén, sino en gloria y majestad.

Claro que al no saber ni el día ni la hora en que ocurrirá tal venida de Jesucristo en gloria y majestad, de ahí el estar preparados. Las parábolas dominicales del tiempo final, próximos ya al Adviento, abundan en este mensaje, pródigo en posibles lecturas, entre ellas, y no la menor, estas de la preparación y de la vigilancia. No bajemos pues la guardia y mantengámonos vigilantes viviendo según las exigencias del Evangelio. La participación en la misa del domingo será el mejor medio para esa vigilancia espiritual.

Durante la celebración del domingo, cumple tener buen ánimo, alegría por encontrarnos con Dios nuestro Padre para rendirle culto de adoración, y la cara radiante y celebrativa de gloria pascual. Una vez en la iglesia, será llegado ese dichoso momento de abrir nuestro corazón a Cristo, presente siempre y vivo en su Palabra, en la Eucaristía y en los Hermanos.

Habrá llegado entonces la dicha a nada comparable del Christus totus que alaba al Padre -Cabeza y miembros- por medio del Espíritu. San Agustín tiene al respecto palabra inmortales comentando el Salmo 85:

Jesucristo ora con nosotros y por nosotros (San Agustín)

«Dios no puede dar ningún don mayor a los hombres que hacer que su Verbo, por el cual creó todas las cosas, fuese Cabeza de ellos y adaptarlos a Él como miembros, a fin de que fuese Hijo de Dios e hijo del hombre; un solo Dios con el Padre y un solo hombre con los hombres.

Por tanto, Cuando hablamos a Dios suplicando, no separamos al Hijo de la plegaria; y cuando ruega el Cuerpo del Hijo, no aparta de sí a su Cabeza; y así es el Hijo de Dios, nuestro Señor Jesucristo, el único Salvador de su Cuerpo, el cual pide también por nosotros y en nosotros; y también oramos nosotros. Ora por nosotros como sacerdote nuestro; ora en nosotros como nuestra Cabeza; y nosotros oramos a Él como nuestro Dios. Reconozcamos en Él nuestra voz, y su voz en nosotros» (In Ps. 85,1).

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