Pascua de Pentecostés



«Brilla para nosotros en esta solemnidad de Pentecostés –recuerda con su habitual genialidad litúrgico-sinfónica san Agustín-, el día grato en el que la Iglesia santa aparece llena de resplandor ante los ojos de los fieles, y de fervor en los corazones. Celebramos, efectivamente, el día en el que Jesucristo el Señor, después de resucitado y glorificado por su ascensión, envió al Espíritu Santo» (Serm. 271). Es para celebrar de veras el evento y gritar exultantes con el salmista: «Envía tu Espíritu, Señor» (Sal, 103).

La verdad es que el relato de los Hechos comienza inobjetable: «Al llegar el día de Pentecostés, estaban todos reunidos en un mismo lugar» (Hch 2,1). Ese «todos reunidos» hace referencia no a la asamblea de los ciento veinte a quienes san Pedro dirige la palabra para proceder a la sustitución de Judas (Hch 1,15), sino al grupo apostólico presentado poco antes por san Lucas, esto es, los que a la vuelta de la Ascensión, «subieron a la estancia superior, donde vivían, Pedro, Juan, Santiago y Andrés; Felipe y Tomás; Bartolomé y Mateo; Santiago de Alfeo, Simón el Zelotes y Judas de Santiago. Todos ellos perseveraban en la oración, con un mismo espíritu en compañía de algunas mujeres, de María, la madre de Jesús, y de sus hermanos» (Hch 1, 13-14), es decir, los primos de Jesús.

De estas palabras deducimos que Pentecostés preexistía... al Pentecostés cristiano. En otras palabras: había ya una fiesta de Pentecostés en el judaísmo y fue durante dicha fiesta cuando descendió el Espíritu Santo. Esto conlleva, claro es, que no pueda entenderse plenamente el Pentecostés cristiano sin tener en cuenta primero el Pentecostés judío que lo preparó. En el Antiguo Testamento ha habido dos interpretaciones de Pentecostés. Al principio era la fiesta de las siete semanas, la fiesta de la cosecha, cuando se ofrecía a Dios la primicia del trigo; pero sucesivamente, y sin duda alguna ya en tiempos de Jesús, la fiesta se enriqueció con un nuevo significado: fiesta de la entrega de la ley en el monte Sinaí y de la alianza.

Si el Espíritu Santo viene sobre la Iglesia precisamente el día en que Israel celebraba la fiesta de la ley y de la alianza es para indicar que el Espíritu Santo es la ley nueva, la ley espiritual que sella la nueva y eterna alianza. Una ley, esta, escrita ya no sobre tablas de piedra, sino de carne, que son los corazones de los hombres. Estos matices suscitan a bote pronto algunas preguntas: ¿vivimos bajo la ley antigua o bajo la ley nueva? ¿Cumplimos nuestros deberes religiosos por constricción, o sea por temor y por costumbre, o más bien por íntimo convencimiento y casi, diríase, por atracción? ¿Sentimos a Dios como padre o como patrón?

El secreto para experimentar aquello que Juan XXIII llamaba «un nuevo Pentecostés» se denomina oración. ¡Es ahí precisamente donde prende la «chispa» de todo! Jesús ha prometido que el Padre celestial dará el Espíritu Santo a quienes se lo pidan (Lc 11,13). Sobradas razones hay, por tanto, para afirmar que ni Jesucristo ni el Padre van a fallar en el cumplimiento de su promesa.

Lo que de veras debe importar, a los corazones de buida liturgia y misterio sacrosanto, es: ¡pedir!, y ¡pedir!, y ¡pedir! La liturgia de Pentecostés nos ofrece magníficas expresiones para hacerlo: «Ven, Espíritu Santo... Ven, Padre de los pobres; ven, dador de los dones; ven, luz de los corazones. En el esfuerzo, descanso; refugio en las horas de fuego; consuelo en el llanto. ¡Ven Espíritu Santo!».

Pentecostés clausura el Ciclo Pascual. Celebramos, pues, siendo así, el Don del Espíritu Santo a los Apóstoles y, por ello, el origen de la Iglesia: porque celebramos el comienzo de la misión de los Apóstoles. Toléreseme insistir, pues el asunto, de importancia suma, lo impone así: Pentecostés marca el cumplimiento del acontecimiento de la Pascua, o sea de la muerte y resurrección del Señor Jesús a través del don del Espíritu del Resucitado. La Iglesia revive hoy lo que sucedió en sus orígenes, cuando los Apóstoles, reunidos en el Cenáculo de Jerusalén, «íntimamente unidos, se dedicaban a la oración, en compañía de algunas mujeres, de María, la madre de Jesús, y de sus hermanos» (Hch 1,14).

Cuando san Lucas habla de lenguas de fuego para representar al Espíritu Santo, se recuerda ese antiguo Pacto, establecido sobre la base de la Ley recibida por Israel en el Sinaí. El acontecimiento de Pentecostés, por tanto, es como un nuevo Sinaí, don de un nuevo Pacto: es… el nuevo Pacto que el Espíritu «escribe» en los corazones de cuantos en Cristo creen y a Cristo aman.

Es también hoy, en fin, el día de la ecúmene, o sea de la catolicidad de la Iglesia. Lo cual significa tanto como afirmar que la Iglesia es católica desde el primer momento, que su universalidad no es fruto de la inclusión sucesiva de comunidades diversas. Desde el primer instante, de hecho, el Espíritu Santo la creó como Iglesia de todos los pueblos; ésta abraza al mundo entero, supera todas las fronteras de raza, clase, nación; abate las barreras sin fin y une a los hombres sin distinción de razas ni color en la fe del Dios uno y trino. Es la Iglesia desde el principio una, santa, católica y apostólica: esta es su verdadera naturaleza y como tal debe ser reconocida. Es santa no gracias a la capacidad de sus miembros, sino porque Dios mismo, con su Espíritu, la crea, la purifica y la santifica siempre.

Cuando Jesús resucitado se plantaba en medio, los discípulos se llenaban de alegría. También nosotros queremos rezar: ¡Señor, muéstrate! Haznos el don de tu presencia y tendremos el don más bello, ese inefable don que es tu alegría. Y la alegría, concretamente, es por antonomasia el sentimiento de plenitud que en nuestros corazones infunde la solemnidad de Pentecostés. Quiera el Espíritu Santo infundir su alegría en nuestros corazones como signo tangible de la presencia en ellos de su divino Amor.

El misterio de Pentecostés, en resumen, constituye el bautismo de la Iglesia; es un acontecimiento que le dio, por así decir, la forma inicial y el impulso para su misión. Y esta «forma» y este «impulso» siempre son válidos, claro, siempre son actuales, y se renuevan de modo especial mediante las acciones litúrgicas. Todos podemos constatar cómo en nuestro mundo, aunque estemos cada vez más cercanos los unos a los otros gracias al desarrollo de los medios de comunicación, y se antoje que las distancias geográficas desaparecen, la comprensión y la comunión entre las personas es a menudo superficial y difícil.

El diálogo entre generaciones va siendo cada vez más complicado y a veces prevalece la contraposición; asistimos a sucesos diarios en los que nos parece que los hombres se estén volviendo más agresivos y huraños. No parece sino que fuera una invitación a replegarse uno en su propio yo. Ahora bien, en una situación así, ¿podemos encontrar y vivir la unidad que tanto necesitamos?

Pentecostés trae a la memoria la antigua historia de Babel (cf. Gn 11, 1-9). O sea la descripción de un reino en el que los hombres alcanzaron tanto poder que pensaron que les sobraba la referencia a un Dios lejano. Tan fuertes se consideraban, que podían hasta por sí mismos marcar un camino que llevara al cielo para abrir sus puertas y ocupar el lugar de Dios. Pero precisamente aquí es donde sobrevino lo extraño y singular. Mientras los hombres estaban trabajando juntos para construir la torre, advirtieron de pronto que estaban construyendo, en realidad, unos contra otros.

Este relato bíblico contiene una verdad perenne. Con el progreso de la ciencia y de la técnica hemos alcanzado el poder de dominar las fuerzas de la naturaleza, manipular los elementos si acaso, fabricar seres vivos, llegando casi al ser humano mismo. En una situación tal, orar a Dios parece algo superado, inútil, porque nosotros mismos podemos construir y realizar todo lo que queremos. Lo malo es que no caemos en la cuenta de estar reviviendo la misma experiencia de Babel. Hemos multiplicado, sí, las posibilidades de comunicar, informarnos, de transmitir noticias, pero ¿podemos decir que ha crecido la capacidad de entendernos o quizá, paradójicamente, cada vez nos entendemos menos?



La Sagrada Escritura pone de relieve que sólo puede existir la unidad con el don del Espíritu de Dios, el cual nos dará un corazón nuevo y una lengua nueva, una capacidad nueva de comunicar. ¡Esto sucedió en Pentecostés! Esa mañana, un viento impetuoso sopló sobre Jerusalén y la llama del Espíritu Santo bajó sobre los discípulos reunidos, se posó sobre cada uno y encendió en ellos el fuego divino, capaz de transformar. El miedo desapareció, las lenguas se soltaron y comenzaron a hablar con franqueza, de modo que todos pudieran entender el anuncio de Jesucristo muerto y resucitado. En Pentecostés, donde había división e indiferencia, nacieron la unidad y la comprensión.

Y es que, donde los hombres quieren ocupar el lugar de Dios, sólo pueden ponerse los unos contra los otros. En cambio, donde se sitúan en la verdad del Señor, se abren a la acción de su Espíritu, que los sostiene y los une. La contraposición entre Babel y Pentecostés aparece también en el imperativo paulino de Gálatas: «Caminad según el Espíritu y no realizaréis los deseos de la carne» (Ga 5, 16).

San Pablo nos explica que, efectivamente, no podemos ser, al mismo tiempo, egoístas y generosos, seguir la tendencia a dominar sobre los demás y experimentar la alegría del servicio desinteresado. Siempre debemos elegir cuál impulso seguir y sólo lo podremos hacer de modo auténtico con la ayuda del Espíritu de Cristo.

San Pablo enumera las obras de la carne: son los pecados de egoísmo y de violencia, como enemistad, discordia, celos, disensiones; son pensamientos y acciones que no permiten vivir de modo verdaderamente humano y cristiano, en el amor. Es una dirección que lleva a perder la propia vida. En cambio, el Espíritu Santo nos guía hacia las alturas de Dios, para que podamos vivir ya en esta tierra el germen de una vida divina que está en nosotros.

Doy la palabra a san Agustín para que nos ofrezca resumido, desde su altura teológica y, a la vez, con su claridad pastoral, el modo de asumir y hacer nuestro en esta solemnidad de Pentecostés el divino regalo de Jesús a la Iglesia: el Don del Espíritu Santo:

«Aquel viento –dice-- limpiaba los corazones de la paja carnal; aquel fuego consumía el heno de la vieja concupiscencia; aquellas lenguas que hablaban los que estaban llenos del Espíritu Santo anticipaban a la Iglesia que iba a estar presente en las lenguas de todos los pueblos […]. De este don del Espíritu Santo están totalmente alejados los que odian la gracia de la paz, los que no perseveran en la sociedad de la unidad […]. Hermanos míos, miembros del cuerpo de Cristo, retoños de la unidad, hijos de la paz, celebrad este día con alegría y tranquilidad» (Serm. 271).



Ya se ve, pues, que urge arrimar material de paz y perseverar unidos. Sólo entonces, Pentecostés se dejará sentir como una verdadera celebración de tiempos alegres y tranquilos, de una Iglesia santa que aparece llena de resplandor ante los ojos de los fieles, y de fervor en los corazones.

La sabiduría de la sagrada liturgia rebosa elocuencia en la oración de esta Pascua: «Oh Dios, que por el misterio de Pentecostés santificas a tu Iglesia, extendida por todas las naciones, derrama los dones de tu Espíritu sobre todos los confines de la tierra y no dejes de realizar hoy, en el corazón de tus fieles, aquellas mismas maravillas que obraste en los comienzos de la predicación evangélica. Por nuestro Señor Jesucristo. Amén».

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