San Agustín en la «Aeterni Patris»

Su Santidad León XIII

La llegada de León XIII al papado significó un cambio de rumbo en la trayectoria de las relaciones entre Iglesia y cultura. La explicación de su nombre a los conclavistas -León XII se había interesado por los estudios, había mantenido una actitud conciliadora con los gobiernos y un sincero deseo de unidad con los disidentes- encontró desde el primer consistorio confirmación al recibir la púrpura cuatro sacerdotes de ciencia: el hoy san John Henry Newman, converso del anglicanismo y hasta entonces sospechoso en ambientes romanos tradicionales; Joseph Adam Gustav Hergenröther, famoso historiador de la Iglesia; y dos artífices del neotomismo:su hermano Giuseppe Pecci y el dominico y viejo amigo Tommaso Maria Zigliara.

Partidario de restaurar la filosofía tomista, aprovecha el VI centenario de la muerte de santo Tomás de Aquino (+7/03/1274) para publicar el 4 de agosto de 1879 la encíclica Aeterni Patris, sobre la restauración de la filosofía cristiana conforme a la doctrina del Doctor Angélico (ASS 12 [1879], 97-115), el cual es presentado en ella como resumen y quintaesencia de cuanto los otros doctores escolásticos habían dicho de bueno. Él será, en adelante, la autoridad filosófica para los católicos.

Claro es que tampoco faltaron críticas, sobre todo de quienes interpretaban la encíclica como implícito desentenderse del mundo moderno y sus problemas. Sería un volver al Medio Evo, decían los extremistas. El Papa, no obstante, quería llevar aquello a puerto a pesar de las oposiciones y recelos.

Los tomistas romanos encargados de materializar la idea papal sacan pronto a la superficie los puntos débiles de una filosofía con frecuencia trabajada muy en función de la teología y, por ende, inviable en sectores no clericales. La impresión de no pocos expertos hoy es que el tomismo romano del cuarto de siglo que siguió a la Aeterni Patris resulta de inferior calidad comparado con el de las generaciones anteriores, por ejemplo Matteo Liberatore -inspirador (entre otros) de la encíclica, se dice- o Gaetano Sanseverino. Excepto Louis Billot, ninguno de aquellos nombres ha sobrevivido, lo que denota la superficialidad del proyecto.

Roma y Lovaina fueron los ejes de la restauración. En dos o tres años el equipo de Liberatore sustituye en la Gregoriana al que venía funcionando, y la incorporación de Billot en 1885 constituye un considerable refuerzo. Para organizar en Roma la Academia de Santo Tomás, León XIII llama a Talamo y Cornoldi, y al frente de la Sagrada Congregación de Estudios pone al dominico Zigliara, tomista relevante. El cardenal Giuseppe Pecci, pronuncia el día de la inauguración un discurso al estilo de la Aeterni Patris. La Academia queda pronto facultada para extender el diploma doctoral, y sabemos, por ejemplo, que en 1882 lo recibía de la comisión examinadora el joven sacerdote Achille Ratti, futuro Pío XI.

Llega después el turno a Lovaina, por aquellas fechas única universidad católica completa del mundo, bien conocida del Papa desde sus años de nunciatura en Bruselas. Disipadas ciertas dudas iniciales, los obispos belgas con el cardenal Dechamps a la cabeza acuerdan abrir en octubre de 1882 una cátedra de filosofía tomista y confiársela al famosos sacerdote profesor Désiré Mercier-más tarde cardenal-, quien logrará convertirla en Facultad de Filosofía y Letras después de vencer los obstáculos de Roma, donde se lleva mal que, en Lovaina, expliquen la filosofía en francés, por reputarlo nocivo para el rigor terminológico de la disciplina.

No es, pese a todo, la vuelta al tomismo lo que hizo de León XIII una figura extraordinaria, aunque sí fuera su restauración la empresa afrontada con mayor empeño. Gracias a su tolerante perspicacia -y esto sí que sigue contando- los católicos pudieron volver al campo de la investigación científica, del que habían sido años atrás apartados. Empezaron a utilizarse los métodos históricos en el estudio de la Biblia, de los Santos Padres y de la Historia de la Iglesia. León XIII permitió a sabios y entendidos trabajar en paz dentro de sus respectivas competencias, y cuando hizo falta no le faltó energía para resistir a quienes, obstinados y fuertes, más de una vez pretendieron frenar tales avances.

Es verdad que su ecumenismo no es el que hoy se lleva, pero a su gestión corresponde sin ninguna duda el mérito de haber echado las bases del actual. Cierto es, también, que los primeros indicios del modernismo, pesada cruz de san Pío X, se advierten ya con el declinar de su pontificado, pero la idea newmanista del desarrollo del dogma con él sale a flote, y hombres de la talla de Franzelin, Scheeben, J. A. Moelher, el propio Newman incluso, tan decisivos para que la consagración de la nueva corriente vaya tomando cuerpo en el ancho campo teológico, vinculados han quedado para siempre a este providencial Pontífice.

La conversión de Newman denota, en la práctica, claras influencias patrísticas, y de manera concreta agustinianas. Huelga decir que  nada o bien poco pudo contar la nueva idea frente al neotomismo dominante de la Aeterni Patris, monumento el más audaz y solemne erigido a santo Tomás durante el último tercio del siglo XIX.

Encíclica “Aeterni Patris”

Con el latín ciceroniano que León XIII solía emplear al escribir poemas, la Aeterni Patris ocupa 18 páginas de ASS. En cuanto a las notas de los Santos Padres, san Jerónimo se lleva la palma con 4. Le sigue san Agustín con 3, a saber: la n.1: De Trin. XIV,1; la n.9: De d. chr. II,40; y la n.16: Ep. 143,7. Precedida de un magnus Augustinus (el grande Agustín), destaca esta primera la importancia de la fe en las ciencias humanas (de hecho, constituye una espléndida definición agustiniana de teología); la segunda, por su parte, prueba la costumbre patrística de valerse de ellas (ciencias humanas) al filosofar; y la tercera, en fin, corrobora que, «si se da una razón contra la autoridad de las Divinas Escrituras, por más aguda que sea, engañará con la semejanza de verdad, pero no puede ser verdadera».

La presencia de san Agustín en la Aeterni Patri, con todo y con eso,no pasa de meramente auxiliar y adjetiva. La principal y sustantiva, en cambio, corresponde, como de suyo lo exige la encíclica, a santo Tomás. Diagnosticados los graves males finiseculares del XIX, deplorada la injusta acusación que entonces se venía haciendo contra la filosofía cristiana de los Padres y Doctores de la Iglesia, el Papa expone la necesidad de restaurar el tomismo y de que, a través de tal sistema, se demuestre el imprescindible papel que la filosofía juega en la teología.

Naturalmente que dicha necesidad fue puesta de relieve por otros autores antes que santo Tomás, en especial los Santos Padres. Para demostrarlo, León XIII recurre en la encíclica a egregias figuras como san Agustín, de quien escribe un texto literariamente perfecto, lapidario, común en antologías y manuales. Es de los que, además de sonar bien y llegar con facilidad al público, en la conferencia o el discurso resultan punto menos que de obligada cita. Helo aquí:

 «Pero a todos arrebató la gloria Agustín, quien de ingenio poderoso, e imbuido perfectamente en las ciencias sagradas y profanas, lucho acérrimamente contra todos los errores de su tiempo con fe suma y no menor doctrina. ¿Qué punto de la filosofía no trató y, aún más, cuál no investigó diligentísimamente, ora cuando proponía a los fieles los altísimos misterios de la fe y los defendía contra los furiosos ímpetus de los adversarios, ora cuando, reducidas a la nada las fábulas de los maniqueos o académicos, colocaba sobre tierra firme los fundamentos de la humana ciencia y su estabilidad, o indagaba la razón del origen, y las causas de los males que oprimen al género humano? ¿Cuánto no discutió sutilísimamente acerca de los ángeles, del alma, de la mente humana, de la voluntad y del libre albedrío, de la religión y de la vida bienaventurada, y aun de la misma naturaleza de los cuerpos mudables? Después de este tiempo en el Oriente Juan Damasceno, siguiendo las huellas de Basilio y Gregorio de Nacianzo, y en Occidente Boecio y Anselmo, profesando las doctrinas de Agustín, enriquecieron muchísimo el patrimonio de la filosofía».

La filosofía del Aquinatense, con todo, diverge de la del Hiponense. No es caso ahora de acudir a comparaciones. Y menos  a inútiles diatribas, claro. Frente a la despectiva definición que acerca de la filosofía de ambos daba, a mediados del XX, el gran filósofo español José Ortega y Gasset deslizando en una conferencia que “Agustín de Hipona fue sólo un espíritu religioso con cierto matiz filosófico y Tomás de Aquino no pasó de cantero con pretensiones de arquitecto”, es preciso reconocer en el Hiponense al más grande entre los Padres y Doctores de la Iglesia, y en el Aquinatense a la más elevada cumbre fuera de la Patrística, príncipe absoluto de la Escolástica. Que santo Tomás sea el mejor discípulo de san Agustín es lo que muchos cuestionan recelosos. Sí es, desde luego, el teólogo de más airoso vuelo entre los discípulos del Obispo de Hipona, y el frecuente recurso a sus obras obedece, como es comprensible, a razones de mayor peso que la pura simpatía.

San Agustín es llamado a la Aeterni Patris en función filosófica más que teológica, lo que no hace sino dificultar las comparaciones. Porque los esquemas filosóficos del Doctor Angélico son típicamente aristotélicos, en tanto que el Doctor de la Gracia utiliza los platónicos. El Agustín de la Aeterni Patris es el genio de todos los tiempos, sí, el Águila de Hipona de los vuelos metahistóricos, la autoridad invocada en diccionarios y enciclopedias, pero acaso no tanto el Pastor y Padre de la Iglesia: que León XIII dispuso en la encíclica reafirmar la Escolástica; no, por cierto, restaurar la Patrística.

Santo Tomás de Aquino

Quede para los historiadores averiguar por qué dispuso el Papa retroceder, de un lado, a las fuentes escolásticas y estimuló, de otro, las ciencias históricas, aquellas que, andando el tiempo, y con el apoyo de la Nouvelle Théologie, acabarían imponiéndose gracias al Concilio Vaticano II.

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