Velad, porque no sabéis el día ni la hora



Cercano el final del Tiempo ordinario - Ciclo A, lo mismo que ha de suceder en el B y en el C, la sagrada liturgia emprende una catequesis sobre las ultimidades, eso que los teólogos exponen a través de la escatología. Discurso este, por otra parte, que va a durar lo que la recta final del mencionado tiempo ordinario dure. El antiguo catecismo resumía tales misterios en cuatro palabras: muerte, juicio, infierno y gloria. Evidentemente que la problemática es susceptible de análisis desde otros puntos de vista, por ejemplo los del más allá, subsiguientes a la muerte, o sea cuanto los cielos nuevos y la tierra nueva nos deparen, expresionismo bíblico este que tampoco deja de ser antinomia, ya que del más allá sabemos lo que la Palabra de Dios nos dice desde el más acá. De ahí el vocablo novísimos con que se denomina también esta misteriosa realidad de las ultimidades.

El propósito litúrgico no es otro que advertir a los fieles de la precariedad del tiempo y, en consecuencia, del momento crítico en que ha de abrirse la puerta que da acceso a la vida eterna, donde ya no hay ni espacio ni tiempo. Esa crítica circunstancia del tránsito es lo que nos trae a mal traer. En realidad, viene a ser como una espada de Damocles que pende amenazadora sobre nuestras cabezas, sin que sepamos el día, ni la hora, ni la manera, ni el lugar.

Las lecturas bíblicas de hoy, en concreto, nos invitan a prolongar la reflexión sobre la vida eterna, punto sobre el cual es neta, y abismal por cierto, la diferencia entre quien cree y quien no cree, o —se podría decir también— entre quien espera y quien no espera. Escribe san Pablo a los Tesalonicenses: «No queremos que ignoréis la suerte de los difuntos para que no os aflijáis como los que no tienen esperanza» (1 Ts 4,13). La fe en la muerte y resurrección de Jesucristo, por tanto, marca también en este campo un momento decisivo. El Apóstol recuerda de igual modo a los cristianos de Éfeso que, antes de acoger la Buena Nueva, antes de su encuentro con Cristo, estaban en el mundo «sin esperanza y sin Dios» (Ef 2, 12). Desharrapados, o sea, de gracia y verdad.

Por supuesto que al de Tarso no se le escapaba que los griegos habían abundado en dioses, habían tenido una religión, se habían preocupado de cultivar el espíritu, pero esos dioses se habían demostrado inciertos y de sus mitos contradictorios no surgía esperanza alguna para tranquilizar los ánimos. La religión de los griegos, los cultos y los mitos paganos, siendo así, eran incapaces de iluminar el misterio de la muerte, hasta el punto de que una antigua inscripción sentenciaba: «In nihil ab nihilo quam cito recidimus», que significa: «En la nada, desde la nada, qué pronto recaemos» (cf. citado por Benedicto XVI en el número 2 de la encíclica Spe salvi).

Sin tanta carga griega descargando en las rodillas de los dioses, pero con mayor ley de la gravedad de puro ilustrarla una fe desnuda y firme en Dios, la sagrada liturgia lo dice con análogo realismo a las puertas mismas de la Cuaresma, en el momento de la imposición de la ceniza: Memento, homo, quia pulvis es, et in púlverem reverteris («Recuerda, hombre, que polvo eres y en polvo te has de convertir»). Si quitamos a Dios, si omitimos a Cristo, el mundo vuelve a caer en el vacío y en la oscuridad. Y esto se puede constatar también en las expresiones del nihilismo contemporáneo, un nihilismo a menudo inconsciente que, por desdicha, contagia a muchos jóvenes y no tan jóvenes.



El Evangelio de hoy es una célebre parábola, que habla de diez doncellas invitadas a una fiesta de bodas, símbolo del reino de los cielos, de la vida eterna (cf. Mt 25, 1-13). Feliz imagen ella, sin duda, con la que, no obstante, Jesús enseña una verdad que nos hace reflexionar. Esa verdad no es otra que la permanente vigilancia en torno al día y la hora. De aquellas diez vírgenes, en efecto, cinco entran en la fiesta porque, a la llegada del esposo, tienen aceite para encender sus lámparas; mientras que las otras cinco se quedan fuera porque, necias ellas, no han llevado consigo aceite. ¿Qué representa este «aceite», indispensable para ser admitidos al banquete nupcial? A san Agustín (cf. Sermón 93, 4) y a otros autores antiguos se les antoja un símbolo del amor, que no se puede comprar, sino que se recibe como don, se conserva en lo más íntimo y se practica con las obras.

Aprovechar la vida mortal para realizar obras de misericordia es, por eso, verdadera sabiduría, porque, después de la muerte, eso ya no va a ser posible. Cuando, al son de la trompeta divina, los ángeles acomodadores nos despierten para el juicio final en el valle de Josafat, éste, el juicio, se realizará según el amor practicado en la vida terrena (cf. Mt 25, 31-46). Y este amor es don de Cristo, derramado en nosotros por el Espíritu Santo.

Quien cree en Dios-Amor lleva en sí una esperanza invencible, como una lámpara para atravesar la noche más allá de la muerte, y llegar así a la gran fiesta de la vida. Infinidad de veces habremos escuchado el desahogo sanjuanista, canción harto cantada de puro mal interpretada. Porque el menudo carmelita místico de Fontiveros no parece haber dicho: «Al atardecer de la vida me examinarán del amor», como se suele citar.



Iremos mejor encaminados si escribimos «A la tarde te examinarán en el amor. Aprende a amar como Dios quiere ser amado, y deja tu condición» (San Juan de la Cruz, Dichos de luz y amor, n. 59: BAC 15, Madrid 1964, 5ª ed., p.963). Se le alcanzaba a Fray Juan que no se podía colocar la muerte en la frontera de Dios como si, hasta ese momento mismo de la muerte, ni Dios ni nadie fueran a examinar nuestras maneras de ser y de comprometernos o comportarnos. El examen en el amor -dijo Fray Juan- se nos hará a la tarde, sí, pero la tarde es larga, no acaba con la vida. La tarde da entrada a la noche en que el alma -Fray Juan dixit- puede llegar a la suprema comunicación:


«iOh noche que guiaste!,
ioh noche amable más que la alborada!,
ioh noche que juntaste
Amado con amada,
amada en el Amado transformada!».

(San Juan de la Cruz, Subida del Monte Carmelo:
BAC 15, Madrid 1964, 5ª ed., p.363).


Se pueden tener muchas cosas y hacer milagros, sí, pero sin amor nada de ello tiene valor alguno (cf. 1 Co, 13,1-3). Al final, si hicimos el bien y nos esforzamos por bendecir la vida de los demás mientras estuvimos en vida Él nos llamará benditos y nos dará la gloria prometida (cf. Mt 25, 34ss). Lo dejó escrito para siempre en versos sensitivos de gratitud José María Pemán:


«Toma, hermana, sin miedo
cuanto ganas para ti,
que cuando salga de aquí
para comprarme otra vida
sólo tendré lo que di».

(José María Pemán, Manuscrito a Carmen Lafora).

Enséñenos María Sedes Sapientiae la verdadera sabiduría, la que se hizo carne en Jesús. Precisamente dice la primera lectura de hoy que quienes buscan la sabiduría la encuentran (cf. Sab 6, 12-16). La sabiduría se encargará de mantener encendida la lámpara de nuestra vigilancia. Tiene el apóstol Santiago (3,16-4,3) una expresión que impresiona por su belleza y actualidad. Describe en ella la verdadera sabiduría, que él, claro, contrapone a la falsa.

Mientras esta última es «terrena, natural, demoniaca», y se reconoce porque provoca celos, rencillas, desorden, y toda clase de maldad (cf. 3,16), «la que viene de lo alto es, en primer lugar, pura, además pacífica, complaciente, dócil, llena de compasión y buenos frutos, imparcial, sin hipocresía» (3,17). Como primera y principal cualidad, presentada casi como premisa de las demás, Santiago cita la «pureza», es decir, la santidad, el reflejo trasparente, por así decir, de Dios en el espíritu humano. Y, como Dios de quien procede, la sabiduría no tiene necesidad de imponerse por la fuerza, pues tiene el vigor invencible de la verdad y del amor, que se afirma por sí mismo. Por este motivo, es pacífica, dócil, complaciente; no es parcial y no recurre a la mentira; es indulgente y generosa, se reconoce por los buenos frutos que suscita en abundancia.

En nuestros días, quizá, por lo menos en parte, a causa de ciertas dinámicas propias de las sociedades de masa, se constata muy a menudo una falta de respeto por la verdad y la palabra dada, junto a una difundida tendencia a la agresividad, al odio y a la venganza. Escribe Santiago: «Frutos de justicia se siembran en la paz para los que procuran la paz» (St 3,18). Pero para hacer obras de paz hay que ser hombres de paz, poniéndose a la escucha de la «sabiduría que desciende de lo alto» para asimilar sus cualidades y producir sus efectos.

Otro elemento esencial del discurso escatológico de Jesús es la invitación a la sobriedad y a la vigilancia, que Jesús ha desarrollado ulteriormente en algunas parábolas, particularmente la de las vírgenes sabias y necias del domingo de hoy, así como en las palabras sobre el portero vigilante. Términos, estos, que muestran precisamente cómo ha de entenderse el vocablo «vigilancia». La cual no es un salir del presente, ni un especular sobre el futuro, ni un olvidar tampoco el cometido actual; muy al contrario, vigilancia significa hacer aquí y ahora lo que es justo, tal como se debería obrar ante los ojos de Dios. La verdadera vigilancia es practicar la justicia. Ser vigilante, por tanto, significa saberse ante la mirada de Dios y obrar como suele hacerse ante sus ojos.



Feliz imagen, esta de las diez jóvenes invitadas a una fiesta de bodas, símbolo del Reino de los cielos. Jesús, sin embargo, enseña una verdad que nos hace cuestionarnos, meditar, pensar. Nótese que de las diez, cinco entran en la fiesta, porque, a la llegada del esposo, tienen aceite para encender sus lámparas; mientras que las otras cinco se quedan fuera, es decir, a la luna de Valencia, porque, tontas y muy tontas ellas, desaprensivas diríase, no han llevado aceite.

San Agustín y otros autores antiguos leen en el aceite un símbolo del amor, que no se puede comprar, pero se recibe como regalo, se conserva en la intimidad y se practica en las obras. Verdadera sabiduría, en consecuencia, es aprovechar la vida mortal para realizar obras de misericordia, porque, tras la muerte, eso ya no será posible. Muy grande ha de antojársenos esa lámpara de la esperanza encargada de iluminar presente y futuro. Ojalá no se nos funda, que también pudiera ocurrir. ¡Qué distinto sería el mundo si cumpliéramos el mandato de Jesús: «Que, como yo os he amado, así os améis también vosotros los unos a los otros» (Jn 13, 34).

Amar es como salir de nuestro egoísmo, como vaciarnos del yo, un modo, el mejor sin duda, de hacer nuestros los problemas de los demás. El amor es el aceite de las buenas obras. Las vírgenes representan a las almas cristianas a la espera de Cristo su esposo. Aun cuando tarde, la lámpara de su vigilancia debe estar a punto: nada de dejar las cosas a medio hacer o para el último momento, que las prisas nunca fueron buenas. Dichas cinco vírgenes simbolizan la humanidad dividida en cinco edades: infancia, adolescencia, juventud, madurez y vejez. Otros opinan que toda la Iglesia.

Las lámparas son las buenas obras del amor que brotan de un corazón puro. Las doncellas prudentes son aquellas almas que tienen la fe católica y manifiestan buenas obras. Arden sus lámparas con buena conciencia, resplandor interior y la más profunda caridad, aunque también ellas tiemblen el último día (Agustín), que de eso puede que no se libre nadie. Las necias, en cambio, perezosas e inconscientes, unas abandonadas en lo que más atención exige, eran tales por no estar preparadas para el futuro, sino sólo para el presente, para lo inmediato; por no realizar obras de compasión, ya que el aceite simboliza la compasión (Epifanio de Salamina). Se preocuparon sólo de los problemas presentes y, olvidándose de lo que Dios dijo, no dirigieron sus esfuerzos hacia la esperanza de la resurrección.



Salta bien a la vista que las vírgenes necias no brillaron precisamente por sabiduría, para eso eran necias, claro. Si acaso, al contrario. Ello conlleva, pues, que la vigilancia tiene mucho que ver con la prudencia, y una y otra con la sabiduría, sin la cual la prudencia siempre será poquita cosa, y la vigilancia estará de sobra. Precisamente el Libro de la Sabiduría muestra en la primera parte el papel de la Sabiduría en el destino del hombre y compara la suerte de los justos y de los impíos en el curso de la vida y después de la muerte (1-5). La segunda parte (6-9), en cambio, expone el origen y la naturaleza de la Sabiduría y los medios de adquirirla, dejando para la última parte (10-19) el ensalzar la acción de la Sabiduría y de Dios en la historia del pueblo de Israel.

«Fácilmente contemplan (la Sabiduría) los que la aman y la encuentran los que la buscan. Se anticipa a darse a conocer a los que la anhelan. Quien madrugue para buscarla, no se fatigará, que a su puerta la encontrará sentada. Pensar en ella es la perfección de la prudencia, y quien por ella se desvele, pronto se verá sin cuidados. Pues ella misma va por todas partes buscando a los que son dignos de ella» (Sab 6, 12-16).

El Señor Jesús, en fin, sitúa la prudencia entre las cualidades de la persona que se prepara, llena de sabiduría en este caso, para la parusía, es decir para la venida gloriosa de Jesucristo al fin de los tiempos. La parábola de las vírgenes prudentes en contraste con las necias, que descuidaron el aceite para sus lámparas, lo ilustra con sobrada elocuencia.

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