La Vigilia Pascual según san Agustín



Acertó san Agustín llamando a ésta del sábado santo «Madre de todas las santas vigilias» (Sermón 223 B; pássim). La Iglesia Esposa, que ha venido velando junto al sepulcro el sueño de la muerte de su divino Esposo, aún reciente la tragedia del Gólgota, ve cómo de pronto amanece en su alma la Luz; irrumpe de improviso en ella la eclosión lumínica del Resucitado y el velo de la tristeza se rasga de arriba abajo para dar paso al esplendor de la infinita alegría.

El protagonismo de la noche «más luminosa que el sol» resultaba en la Iglesia primitiva especialmente deslumbrador. Era el momento de celebrar juntos el dichoso instante de la Pascua, es decir, del Tránsito, del Aleluya, del Victimae paschali laudes, del Triunfo sobre lo mortal y tenebroso. Los siguientes hasta Pentecostés iban a ser días alegres y festivos, ideales como ninguno, diríase, para darse de lleno a la Luz haciéndose uno con ella luminoso.

Porque no se trata, claro es, de encender lámpara alguna junto a la fuente de la luz, sino de que la Luz inextinguible, hoy como entonces, acabe con la penumbra letárgica de tanto corazón acobardado y enclenque, de tanto espíritu raquítico y cobarde, e ilumine nuestras mentes indecisas para comprender el sentido de la Escritura, haciendo así de nosotros testigos de la victoria pascual, agentes de la alegría y del bien, apóstoles de la civilización del amor, evangelizadores de la cultura de la vida y profetas incansables de la esperanza.

Es preciso, pues, abandonar la noche y volver al día siendo luz, «término éste bajo el que se designa de modo alegórico a todos los justos y fieles». «Cristo resucitó; vivamos para Dios; Cristo pasó de este mundo al Padre; no se apegue aquí nuestro corazón, antes bien sígale al cielo; [...] en esta festividad el recuerdo es más brillante; el estímulo, más intenso; y la renovación, más gozosa» (Sermón 229 0,1-2; pássim). Sea por eso nuestro grito litúrgico estos días, que Jesucristo ha resucitado, y que la muerte, tan paradójicamente viva por todos los cuadrantes del orbe, está para siempre, pese a todo, muerta porque los hombres de este amanecer de milenio, en un arranque de suprema sabiduría pascual, quieren ser, hoy más que nunca, «luz en el Señor».



«La Semana Santa no acaba en el Gólgota. Prueba de ello es que por la última estación del vía crucis despunta la Pascua, que lo era todo en los primeros siglos para explicar la historia de la Salvación, y que todo lo sigue siendo ahora, para no perder el rumbo del Cristo Lumen veritatis. Benedicto XVI recordaba meses después de su elección que “Jesucristo es la Verdad hecha Persona, que atrae al mundo, y todas las otras verdades son fragmentos de la Verdad que es Él y que a Él conduce”. Reiteraba igualmente que “el diálogo entre fe y razón, religión y ciencia, ofrece no sólo la posibilidad de mostrar al hombre de hoy, de modo más eficaz y convincente, el carácter razonable de la fe en Dios, sino de mostrar que en Jesucristo reside el cumplimiento definitivo de toda aspiración humana auténtica (Cf. 10.02.2006: ACI). Contribuir a que el camino pascual se mantenga constituye, siendo así, un servicio a la verdad» (P. Langa, Voces de sabiduría patrística. San Pablo, Madrid 2011, p. 432).

«Intrépidos paladines de la verdad, los Padres de la Iglesia vivieron de ella y con ella de por vida […] Todos la defendieron y la vieron brillar como Donum veritatis en el más alto cielo de su espíritu. A la postre comprendieron que no podían escribirla con minúscula, porque la Verdad es Él. De ahí que interpretasen la Pascua como Victoria veritatis de puro ser efusión de la caridad.

Puesta la mente en ese Cristo-Verdad victorioso, el Obispo de Hipona declara sin rodeos: “No vence sino la verdad”. Así que no vence el hombre sobre el hombre, ni los perseguidores sobre las víctimas, pese a las apariencias. Lo que en los mártires cristianos prevalece es la verdad sobre el error, porque, como muy certeramente concluye el santo Doctor de Hipona: “la victoria de la verdad es la caridad” (Sermón 358,1)» (P. Langa, Voces de sabiduría patrística, 433s).

La melodía de la vigilia pascual es un exhorto a celebrar jubilosos la Vigilia con su Pascua de luz, su Pascua bautismal y su Pascua eucarística. El famoso pregón Angélica ofrece una teología de la Pascua traducida a música y a luz. En ese mismo orden de cosas, ofrece festiva la Iglesia precisamente esa preciosa lámpara que es el cirio “consagrado a nombre de Dios”, solemne y agradable ofrenda, y “columna de fuego ardiendo en llama viva”, gloriosa imagen del cristiano que confiesa su fe en Cristo, Luz y Resurrección (P. Langa, San Agustín y el hombre de hoy. Charlas en Radio Vaticano. Religión y Cultura, Madrid 1988, p. 267).



Tradicionalmente solía comentar san Agustín en una alocución especial de la Vigilia pascual el ejercicio mismo de la vigilia. Quince sermones de este tipo nos han llegado. Según Posidio, 23 Tractatus per vigilias paschae se conservaban en la biblioteca de Hipona. Si se piensa que Agustín no pudo predicar más de 39 veces en esta circunstancia, la proporción de alocuciones conservadas es considerable. Sin duda que hay que ver aquí la prueba de la importancia de esta celebración a los ojos del pastor de almas, como a los de los fieles.

Cada iglesia de África tenía en este dominio sus tradiciones particulares. San Agustín pone de relieve la importancia de esta vigilia que es «la más sagrada y santa de las vigilias con el fin de que el mundo entero esté en vela por Cristo, para que la piedad humana celebre en esta solemnidad anual lo que la misericordia divina realizó una sola vez y no permita que el olvido la destruya» (Sermón 223 B, 1 [= Guelf. 4]: p.252s). De ahí, de ser la más sagrada y santa, se sigue que es «en cierto modo la madre de todas las santas vigilias» (Sermón 219: p. 224).

En el sermón 221, uno de los mejor traídos sobre este tema, Agustín desarrolla sucesivamente estos dos puntos: ¿Por qué vigilamos? Y ¿por qué en esta fecha? Y bien, cada una de las homilías de la Vigilia vienen a aportar, con matices particulares y poniendo el acento sobre uno u otro aspecto, una respuesta a esta doble cuestión.

El versillo de Mt 26, 41: «Velad y orad, para que no caigáis en tentación» suministra la justificación más segura de la vigilia de los cristianos. Agustín añade aquí 2 Co 11, 27: «trabajo y fatiga, noches sin dormir muchas veces; hambre y sed; muchos días sin comer; frío y desnudez» (S.Guelf. 4 Sermón 223 B]; Guelf 5 [= S. 221]; Sermón 219), una vez sólo 1 P 5,8: «Sed sobrios y velad. Vuestro adversario, el Diablo, ronda como león rugiente, buscando a quién devorar» (Wilm. 6 [= Sermón 223 F]). Muchas veces comenta Ef 6 (S.Guelf 4 [Sermón 223 B]; Guelf. 5 [= Sermón 221]; Sermón 219), probablemente a causa del versículo 18 «siempre en oración y súplica, orando en toda ocasión en el Espíritu, velando juntos con perseverancia e intercediendo por todos los santos» (Ef 6, 18). A partir de este texto, el ejercicio de la vigilia aparecía en principio como una lucha contra los poderes de las tinieblas (Sermón 219; 222; Wil 5 [= 223 E]):

«Aunque ya la misma solemnidad de esta noche santa os exhorta, amadísimos, a velar y a orar, es deber mío dirigiros unas palabras para que también la voz del pastor ponga en estado de alerta al rebaño del Señor contra quienes se le oponen y le envidian: las potestades y los gobernantes de estas tinieblas, cual si fuese contra bestias nocturnas» (Sermón 222: p. 235).

Esta noche de exultación, pues, no debe cesar de ser una noche de humildad, en el sentido en que Agustín entiende esta actitud del alma. La Iglesia vela a la espera de su Señor: «En efecto, durante todo el tiempo que dura este siglo cual si fuera una noche, la Iglesia, puestos los ojos de la fe en las Sagradas Escrituras, semejantes a faros nocturnos, permanece en vela hasta que venga el Señor» (Sermón 223 D, 3 [= Wilm. 4]: p. 258). La vigilia, en fin, es un ejercicio preparatorio para la vida bienaventurada donde reposaremos sin jamás dormir, porque el sueño es imagen de la muerte. El tema, como se puede apreciar, es muy del gusto de san Agustín. Lo desarrolla en el Sermón 221,3 [=S.Guelf 5,3].

«En aquella vida por la consecución de cuyo descanso todos trabajamos, vida que nos promete la verdad para después de la muerte de este cuerpo o también para el final de este mundo, en la resurrección, nunca hemos de dormir, como tampoco nunca moriremos. ¿Qué es el sueño sino una muerte cotidiana que ni del todo saca al hombre de aquí ni le retiene por largo tiempo? ¿Y qué es la muerte sino un sueño largo y muy profundo, del que el hombre es despertado por Dios? Por tanto, donde no llega muerte ninguna, tampoco llega el sueño, su imagen» (Sermón 221, 3: p. 231).

San Agustín viene a menudo a este argumento: v.g. en el S.Wil 7 [= Sermón 223 G]: «Esta santa festividad, hermanos, que arrebató la noche a la noche, ahuyentando las tinieblas con estas antorchas y alegrando nuestra fe, día para el corazón, se celebra, como sabéis, en memoria de la resurrección de nuestro Señor Jesucristo. Para celebrar en nuestra vigilia su despertar de entre los muertos, los miembros que aún han de dormir, ¿pueden hacer cosa más apropiada que imitar, mientras llega el momento, a su cabeza, despierta ya para siempre, velando ellos también, puesto que han de hacerlo como él y han de reinar con él en una vigilia eterna, en que no habrá sueño alguno? Justamente, pues, cada cierto tiempo esta magna festividad nos indica lo que será la eternidad, donde el tiempo no tendrá fin. Velemos, pues, a Cristo despierto, y, según podamos, privémonos del sueño por un poco de tiempo en honor de aquel a quien ya no domina el sueño» (Sermón 223 G, 3: p. 264s).



No vendría mal añadir a estas razones, otra, del todo especial, para velar en esta noche de Pascua, que celebra el sueño del Señor: «Amadísimos hermanos, puesto que celebramos la vigilia en esta noche en la que recordamos la sepultura del Señor, mantengámonos en vela durante el tiempo en que él estuvo dormido por nosotros» (S. Guel 4,2 [=Sermón 223 B, 2: p. 253]).

Volver arriba