« Como un grano de mostaza »



El Reino de Dios incluye en sí un principio de desarrollo, fuerza secreta por así decir, que le llevará hasta su total perfección. Es lo que san Marcos insinúa cuando afirma: «Y cuando el fruto lo admite, en seguida se le mete la hoz, porque ha llegado la siega» (Mc 4,29). La Liturgia propone hoy, en realidad, dos breves parábolas de Jesús: la de la semilla que crece por sí misma y la del grano de mostaza (cf. Mc 4,26-34).

A través de imágenes tomadas del mundo de la agricultura, el Señor presenta el misterio de la Palabra y del Reino de Dios, e indica las razones de nuestra esperanza y de nuestro compromiso. Ambas utilizan la imagen de la siembra, pero yo me voy a ceñir, según sugiere el título, al grano de mostaza.

Es una semilla específica, considerada la más pequeña de todas. Pero, a pesar de su pequeñez, está llena de vida y, una vez en tierra, al partirse nace un brote capaz de romper el terreno, salir a la luz del sol y crecer hasta ser «más alta que las demás hortalizas» (cf. Mc 4,32): la debilidad es la fuerza de la semilla, el partirse es su potencia. Así es el Reino de Dios: una realidad humanamente pequeña, compuesta por los pobres de corazón, los débiles y menesterosos, los que no confían sólo en su propia fuerza, sino en la del amor de Dios. En resumen, quienes no son importantes a los ojos del mundo y, sin embargo, precisamente a través de ellos irrumpe la fuerza de Cristo y transforma aquello que es aparentemente insignificante.

El misterio del Reino de Dios representa en ambas parábolas un «crecimiento» y un «contraste». El crecimiento en cuanto que se realiza gracias al dinamismo presente en la semilla misma. Y el contraste, porque se da entre la pequeñez de la semilla y la grandeza de lo que produce. El mensaje que de ello se desprende es claro: el Reino de Dios, aunque requiere nuestra colaboración, es ante todo don del Señor, gracia que precede al hombre y a sus obras. Nuestra pequeña fuerza, aparentemente impotente ante los problemas del mundo, si se suma a la de Dios no teme obstáculos, porque la victoria del Señor es segura.

Analizado de cerca el argumento, la conclusión es clara: es el milagro del amor de Dios lo que hace germinar y crecer todas las semillas de bien diseminadas en la tierra. Y la experiencia de este milagro de amor nos hace ser optimistas, pese a las dificultades, los sufrimientos y el mal con que nos tropezamos. La semilla brota y crece, porque la hace brotar y crecer el amor de Dios.

La Virgen María, que acogió en la Encarnación como «tierra buena» la semilla de la divina Palabra, fortalezca en nosotros esta fe y esta esperanza. No nos dejará de su mano, seguro. Con la bendición de su mirada, hará que nuestro corazón, a Ella entregado, acabe germinando saludable, haciéndose un frondoso árbol en la vida espiritual y produciendo frutos de vida eterna. Como el grano de mostaza. El grano de mostaza «es la semilla más pequeña, pero después se hace más alta que las demás hortalizas y echa ramas tan grandes que los pájaros del cielo pueden anidar a su sombra» (Mc 4,31-32).

El tiempo de Jesús, el tiempo de los discípulos, es el de la siembra y el de la semilla. El «Reino de Dios» está presente como una semilla. Vista desde fuera, la semilla es algo muy pequeño. A veces, ni se la ve. El grano de mostaza —imagen del Reino de Dios— es el más pequeño de los granos y, sin embargo, contiene en sí un árbol entero: algo verdaderamente prodigioso. La semilla es presencia del futuro. En ella está escondido lo que está por venir. Es promesa ya presente en el hoy.

El propio Jesús resume las diversas parábolas sobre las semillas y desvela su pleno significado: «Os aseguro que si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda infecundo; pero, si muere, da mucho fruto» (Jn 12,24). Él mismo es el grano. Su «fracaso» en la cruz supone precisamente el camino que va de los pocos a los muchos, a todos: «Y cuando sea elevado sobre la tierra, atraeré a todos hacia mí» (Jn 12, 32).

El fracaso de los profetas, su fracaso, aparece ahora bajo otra luz. Es precisamente el camino para lograr «que se conviertan y Dios los perdone». Es el modo de conseguir, por fin, que todos los ojos y oídos se abran. A la luz de la cruz se descifran las parábolas. En los sermones de despedida dice el Señor: «Os he hablado de esto en comparaciones: viene la hora en que ya no hablaré en comparaciones, sino que os hablaré del Padre claramente» (Jn 16,25).

Así, las parábolas hablan de manera escondida del misterio de la cruz; no sólo hablan de él: ellas mismas forman parte de él. Pues precisamente porque dejan traslucir el misterio divino de Jesús, suscitan contradicción. De hecho, cuando alcanzan máxima claridad, como en la parábola de los trabajadores homicidas de la viña (cf. Mc 12,1-12), se transforman en estaciones de la vía hacia la cruz. Jesús no es sólo, en las parábolas, el sembrador que siembra la semilla de la palabra de Dios, sino que Él mismo es semilla que cae en la tierra para morir y así poder dar fruto.

«Cuando el grano está a punto, se mete la hoz, porque ha llegado la siega» (Mc 4,29). Al hilo de lo cual, el beato John Henry Newman llegó a predicar otra idea no menos bella y ambiciosa: que Dios cumple su promesa. Los hombres creen que ellos son los dueños del mundo y que ellos pueden hacer lo que quieren. Actualmente, en apariencia «todo permanece igual que en el comienzo», y los sátiros reclaman: « ¿dónde está pues la promesa de su venida?» (2Pe 3,4) Pero en el tiempo marcado, habrá una «manifestación de los hijos de Dios», y los justos «resplandecerán como el sol en el reino de su Padre» (Rm 8,19; Mt 13,43).

Cuando los ángeles se aparecieron a los pastores, fue una aparición súbita. La noche parecía igual a cualquier otra noche, como la noche en que Jacob tuvo su visión: también parecía igual a otra noche (Gn 28,11s). Los pastores velaban sobre sus rebaños, contemplaban cómo fluía la noche, las estrellas seguían su carrera, era medianoche; no pensaban en una cosa igual cuando, de pronto, el ángel se les apareció. Así sucede con el poder y la virtud escondidos en lo visible: se manifiestan cuando Dios lo quiere.

¿Quién podría pensar, dos o tres meses antes de la primavera, que la cara de la naturaleza que parecía muerta pueda volver a ser tan espléndida y tan variada? Igual ocurre con esta primavera eterna que todos los cristianos esperan; vendrá, sin duda, aunque tarde. Esperémoslo, porque «ciertamente vendrá, no tardará en venir» (Hb 10,37). Por eso decimos cada día: «que venga tu reino», lo que quiere decir: «Señor, muéstrate, manifiéstate, tú que estás sentado en medio de los querubines. Resplandece; despierta tu poder y ven a salvarnos» (Sal 79,2- 3). La tierra que vemos no nos satisface; es sólo un comienzo, es sólo una promesa de un más allá. Hasta en su máximo esplendor, cubierta de flores, no nos basta. Intuimos en ella más cosas que no vemos. Lo que vemos es sólo la corteza exterior de un reino eterno. Sobre este reino es donde fijamos los ojos de nuestra fe.

A nadie medianamente avezado en teología se le ocurre poner en duda que el Reino de Dios exige nuestra colaboración. Con todo y con eso, es sobre todo gracia que precede al hombre y a sus obras; es don del Señor. Nuestra pequeña fuerza, en apariencia impotente frente a los problemas del mundo, crece con aquella de Dios que no teme obstáculos, porque la victoria del Señor es cierta. Es el milagro del amor de Dios que hace germinar y crecer cada semilla de bien esparcido sobre la tierra.



Él es, al fin y al cabo, el Señor del Reino. El hombre, en cambio, no pasa de ser su humilde colaborador, que contempla y disfruta de la acción creadora divina y espera pacientemente sus frutos. La cosecha final nos hace pensar en la intervención conclusiva de Dios al final de los tiempos, cuando Él realizará plenamente su Reino. El tiempo presente es el de la siembra, y el crecimiento de la semilla lo asegura el Señor. Todo cristiano, pues, sabe muy bien que debe hacer todo lo posible, pero que el resultado final depende de Dios: esta conciencia lo sostiene en la fatiga cotidiana, especialmente en situaciones difíciles.

También la segunda parábola, la del grano de mostaza, utiliza la bella imagen de la semilla. Y bien a la vista está, como arriba adelanto, que se trata de una semilla específica, la más pequeña de todas, insignificante, débil y apenas visible. Pero lo sorprendente, lo impresionante, es que, a pesar de su pequeñez, está llena de vida, de suerte que acaba convirtiéndose con el tiempo, y con su oculta e invisible energía por supuesto, en «la más grande de todas las hortalizas» (Mc 4,32). En definitiva, sale a la superficie una imagen plástica del Reino de Dios.

Y es que dicho Reino no deja de ser al principio realidad humanamente pequeña, compuesta por los pobres de corazón, por los que no tienen confianza en su propia fuerza, sino en la del amor de Dios, por quienes no son importantes a los ojos del mundo; y, sin embargo, precisamente a través de ellos irrumpe el poder de Cristo y transforma lo que en apariencia es insignificante.

Las imágenes bíblicas que refrendan cuanto digo son numerosas, desde san Pablo escribiendo la conocida frase de «todo lo puedo en aquel que me conforta» (Flp 4,13) –denotando así que todo lo confía a la omnipotencia divina-, hasta la no menos célebre de que «ha escogido Dios más bien lo necio del mundo para confundir a los sabios. Y ha escogido Dios lo débil del mundo, para confundir lo fuerte. Lo plebeyo y despreciable del mundo ha escogido Dios; lo que no es, para reducir a la nada lo que es» (1Co 1,27-28).

La sabiduría cristiana, en consecuencia, no es el fruto de un esfuerzo humano «según la carne», sino que se halla en un ser humano aparecido en «la plenitud de los tiempos» (Ga 4,4), o sea Cristo, a quien hay que « ganar» (Flp 3,8) para encontrar en Él «todos los tesoros de la sabiduría y de la ciencia» (Col 2,3). El grano de mostaza, pues, brota y crece, y le hace crecer el amor de Dios.
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