« Mi hermano, mi hermana y mi madre »



La vida cristiana es vigilancia, tensión, espera, valentía para ir contra corriente, que siempre exige mayor esfuerzo, y amor a Jesús hasta --si fuere preciso-- el sacrificio en la cruz. Parafraseando al de Hipona, pudiera decirse que «por medio de las riquezas terrenas debemos conseguir las verdaderas y eternas». Así que entre riquezas va la cosa, pero teniendo siempre en cuenta la distancia sideral que separa a las eternas de las terrenas. En efecto, si existen personas prontas a todo tipo de injusticias con tal de obtener un bienestar material siempre pasajero, ¡cuánto más deberían preocuparse los cristianos de asegurar nuestra felicidad eterna con los bienes de esta tierra! O sea, que las riquezas materiales no serán las verdaderas, pero ayudar, lo que se dice ayudar, para conseguir las eternas, ayudan un montón.

San Marcos aporta para el evangelio de hoy una sucinta, pero densa y enigmática, reflexión acerca del verdadero parentesco de Jesús: « ¿Quién es mi madre y mis hermanos?», pregunta Él. «Y mirando en torno a los que estaban sentados en corro, a su alrededor, dice: “Éstos son mi madre y mis hermanos. Quien cumpla la voluntad de Dios, ése es mi hermano, mi hermana y mi madre”» (Mc 3, 33-35).

Repetido este instructivo y luminoso exhorto, san Agustín de Hipona se pregunta elocuente: «¿Por ventura no cumplió la voluntad del Padre la Virgen María, ella que dio fe al mensaje divino, que concibió por su fe, que fue elegida para que de ella naciera entre los hombres el que había de ser nuestra salvación, que fue creada por Cristo antes que Cristo fuera creado en ella? Ciertamente, cumplió Santa María, con toda perfección la voluntad del Padre y, por esto, es más importante su condición de discípula de Cristo que la de Madre de Cristo, es más dichosa por ser discípula de Cristo que por ser madre de Cristo. Por esto, María fue bienaventurada, porque, antes de dar a luz a su maestro, lo llevó en su seno…».

No contento con tan agudo canto, Agustín acude a su teología de hondura para contrastar la altura entre cristología y eclesiología con este luminoso pensamiento: « ¡María fue santa, María fue dichosa! Pero más importante es la Iglesia que la misma Virgen María. ¿Por qué? Porque María es parte de la Iglesia, un miembro santo, un miembro excelente, un miembro supereminente, pero un miembro de la totalidad del cuerpo… Por tanto, amadísimos hermanos, prestad atención a vosotros mismos: también vosotros sois miembros de Cristo, cuerpo de Cristo (1Co 12,27). ¿Cómo lo sois? Poned atención a lo que el mismo Cristo dice: “Estos son mi madre y mis hermanos”. « ¿Cómo seréis madre de Cristo? “El que escucha y cumple la voluntad de mi Padre del cielo, ése es mi hermano, y mi hermana, y mi madre”».

El fragmento evangélico de marras trata de un episodio que, a primera vista, puede desconcertar, sobre todo si no procuramos utilizar los ojos del alma para ver cuán grande es el Señor, digno de alabanza, grande y poderoso y cuya sabiduría no tiene medida. Por una parte, se nota el afecto de María y de los parientes hacia Jesús, los cuales le quieren, le siguen, viven por El en ansias de Él, a veces incluso quedan perplejos ante sus discursos y su conducta. Por otra, se ve la adhesión de las turbas a Jesús, anhelantes de escuchar con atención su palabra, pendientes de sus ojos que, una vez vistos, nunca se podían olvidar. Y Jesús, cuando le anuncian que su Madre y sus parientes desean verle, echando una mirada sobre la muchedumbre, dice lo que arriba se ha dicho.

Con serena palabra, tierna mirada y rauda inquietud, parece apartarse Jesús de los afectos humanos y terrenos, para afirmar un tipo de parentesco espiritual y sobrenatural que deriva del cumplimiento de la voluntad de Dios. Por supuesto que Jesús estaba con esa frase muy lejos de querer eliminar el propio amor a su Madre y a sus parientes. Tampoco pretendía, claro es, negar el valor de los afectos familiares. Más aún, precisamente el mensaje cristiano subraya continuamente la grandeza y la necesidad de los vínculos familiares.

Jesús quería, en cierto modo, anticipar o explicar la doctrina fundamental de la vid y los sarmientos, esto es, de la misma vida divina que pasa entre Cristo Redentor y el hombre redimido por su «gracia». Al cumplir la voluntad de Dios, somos elevados a la dignidad suprema de la intimidad con El. Y esto sí que produce un deleite a nada comparable.



Se trata, en resumen, de descubrir cuál es, en efecto, la voluntad del Altísimo. Difícil ello, pero posible: hacer la voluntad de Dios significa, ante todo, acoger el mensaje de luz y de salvación anunciado por Cristo, Redentor del hombre. Efectivamente, si Dios ha querido entrar en nuestra historia, asumiendo la naturaleza humana, es inequívoca señal de que desea y quiere ser conocido, amado y seguido en su presencia histórica y concreta.

Y, puesto que Dios es «Verdad» por esencia, al revelarse en la historia siempre mudable y contrastante, debía por fuerza, por lógica intrínseca de la verdad podemos añadir, garantizar la Revelación y la consiguiente Redención mediante la Iglesia, compuesta de hombres, pero asistida por El mismo de modo especial, a fin de que la verdad revelada se mantenga íntegra y segura en las vicisitudes de los tiempos.

Juntamente con la fe en Cristo, voluntad de Dios es también la vida de «gracia», o sea la práctica de la «ley moral», expresión precisamente de la voluntad divina en relación con el ser racional y volitivo, creado a su imagen. Hoy existe, por desgracia, la tendencia a eliminar el sentido de la culpa y de la realidad del pecado. Nosotros sabemos, en cambio, que la «ley moral» existe y que la preocupación fundamental del hombre debe ser la de amar sinceramente a Dios, cumpliendo su voluntad, que constituye además, a fin de cuentas, la auténtica felicidad. De ahí que la voluntad de Dios sea vivir en «gracia», lejos del pecado, y retornar a la «gracia» mediante el arrepentimiento y la reconciliación sacramental, si se hubiera perdido.

María vivió plenamente su existencia y su misión de madre, pero supo mantener en sí un espacio interior para reflexionar sobre la palabra y la voluntad de Dios, lo que sucedía en sí misma y los misterios de la vida de su Hijo. Tantas actividades nos absorben a diario en nuestro tiempo, tantos compromisos, tantas preocupaciones y, en fin, tantos problemas, que, a menudo, tendemos a rellenar los espacios todos de la jornada, sin conseguir ese momento ideal, deseado, necesario, ese momento para detenernos reflexionando y nutriendo nuestra vida de contacto con Dios.

María nos enseña al respecto lo necesario que es encontrar en nuestras jornadas, repletas de actividad, o mejor aún: de activismo, momentos para recogernos en silencio y meditar sobre lo que el Señor nos quiere enseñar, sobre cómo está presente y actúa en el mundo y en nuestra vida.

A bote pronto, la frase de Jesús que comento hace que nos sorprenda la distancia que Él parece tomar con respecto a su familia. Y es que Jesús inaugura un nuevo concepto de familia: los que creen en Él, como Hijo de Dios vivo, forman la familia de Jesús: los doce Apóstoles y muchos otros discípulos como Marta, María y Lázaro… Ahora bien, ¿qué sucede con todos nosotros hoy? Jesús no rechaza a su familia; y el texto hay que ponerlo en contexto con el resto de la Palabra; pero Jesús sí que toma distancia sobre su ligazón con la familia de sangre, queriéndolos mucho, para establecer una intimidad nueva en su familia «apostólica». Esto nos sitúa en un contexto de Iglesia como familia, donde todos debiéramos sentirnos familia en Jesús.

Jesús nunca se equivoca, porque es la verdad. Nosotros, en cambio, no pasamos de ser aprendices de esa Verdad, que es Camino a la Vida. Somos nosotros los que nos equivocamos de medio a medio al escucharle malinterpretando su Palabra; al ponernos en contra de sus mandatos, y al desobedecerle directamente, a veces desde las más altas responsabilidades, y por lo tanto, con las más altas de las culpas.

«Éstos son mi madre y mis hermanos. Quien cumpla la voluntad de Dios, ése es mi hermano, mi hermana y mi madre» (Mc 3,34-35). Formar parte, pues, de la familia de Jesús no es sino cumplir la voluntad divina. Una voluntad sin medias tintas, sin correcciones políticas ni relativismos que valga.

La fe católica no consiste en crear grupos cerrados o auto-referenciales, sino en abrirse a la universalidad en una evangelización que llegue a todos para ser por todos compartida. La verdadera familia de Cristo no se basa en la herencia genética sino en la cosecha que tiene su causa en la Voluntad Divina. La madre y los hermanos de Jesús no siempre entendían como Él era; pero en el hecho de escucharlo, de querer estar cerca de Él, nos muestran ellos cómo ha de ser un discípulo amante.

Lejos del menosprecio a su propia madre y familia, Jesús está recordando a sus discípulos que hay una afinidad prioritaria sobre las relaciones de sangre. Las relaciones con Él producen intimidad, como aquella con la madre, el hermano o la hermana. La respuesta a su propia pregunta pone de relieve la prioridad del reino de Dios incluso sobre los vínculos familiares. Al proclamar Jesús como familiar suyo a todo el que cumple la voluntad de Dios, muy lejos de rechazar a su propia madre María, la está ensalzando. Porque ella fue la primera que cumplió la voluntad de Dios en su vida con su «hágase en mí según tu palabra» (Lc 1,38).



La voluntad de Dios debe ser nuestra norma suprema, por encima del ambiente, de las costumbres del mundo, de nuestros caprichos, que nunca se sabe qué rumbo van a tomar. Abrazar aquello que nos ayuda a cumplir la voluntad de Dios y rechazar, en cambio, lo que nos estorba para seguir esa voluntad. Ojalá nuestro programa de vida sea ponernos a la escucha de Cristo para cumplir la voluntad de Dios, de modo que sea Él mismo quien llene nuestra vida. Dicha grande, en fin, el contar con la ayuda de Nuestra Madre para aprender de ella en lo del fiel seguimiento de su Hijo.

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