«¿Quién es mi prójimo?»

El Buen Samaritano

A esta pregunta responde precisamente el Evangelio de hoy con la parábola del Buen Samaritano, que Jesús pronuncia desde su habitual sabiduría, para indicar que nos corresponde a nosotros mismos hacernos «prójimos» de cualquier menesteroso de ayuda, de esos que uno se encuentra a cada paso por la calle.

El samaritano, en efecto, se hace cargo de la situación de un desconocido a quien los salteadores habían dejado medio muerto en el camino.

Un sacerdote y un levita pasaron de largo, tal vez pensando que al contacto con la sangre, de acuerdo con un precepto ancestral, se podrían contaminar. Así que de pararse a prestar socorro, verdes las han segado: nada de nada y adiós muy buenas que para luego es tarde.

La parábola, por lo tanto, debe inducirnos a transformar nuestra mentalidad según la lógica de Cristo, que es la de la caridad: dar culto a Dios significa servir a los hermanos con amor sincero y generoso. Todo lo que no sea con esa energía de la caridad es tanto como volver la espaldas diciendo «ya me lo contarás, que ahora tengo prisa».

Este relato del Evangelio, por otra parte, ofrece el «criterio de medida», esto es, «la universalidad del amor que se dirige al necesitado encontrado “casualmente” (cf. Lc 10, 31), quienquiera que sea» (Deus caritas est, 25). Junto a esta regla universal, existe otra  específicamente eclesial en la que, por desdicha, tampoco acabamos de reparar, a saber: que «en la Iglesia misma como familia, ninguno de sus miembros sufra por encontrarse en necesidad».

Amar, dice Jesús, es comportarse como el buen samaritano. Sabemos que el buen samaritano por excelencia es Él precisamente, o sea Dios, el cual,  aunque Dios, no dudó en rebajarse hasta hacerse hombre y dar la vida por nosotros. Por tanto, el amor es «el corazón» de la vida cristiana. Sólo el amor, en efecto, suscitado en nosotros por el Espíritu Santo, nos convierte en testigos de Cristo.

La del buen samaritano es parábola de todo punto saludable, poderosa, personal, pastoral y práctica. Saludable, dado que procura infundir salud al malherido. Poderosa, por cuanto nos habla de la fuerza del amor, para «hacer» del completamente extranjero un prójimo nuestro. Personal, porque describe con sencillez el germinar de una relación humana, incluso desde el punto de vista físico: le venda a otro sus heridas. Pastoral, ya que rebosa de ese misterio que supone asistir al menesteroso que me interpela. Y práctica, en cuanto que nos impulsa a superar las barreras culturales para ir también nosotros y hacer lo mismo.

Paul Claudel, maestro espiritual de nuestro tiempo

Habla directamente al corazón; produce incluso cierta turbación de conciencia; se cumple en ella el dicho de que «la palabra de Dios es viva y eficaz, más tajante que espada de doble filo» (Heb. 4,12).

Jerusalén es la ciudad santa que en ella aparece, la del Templo, escogida por Yahvéh como lugar de su morada. Simboliza lo divino y lo sagrado. En cambio, en la Escritura Jericó representa con frecuencia el mundo.

Orígenes sostiene que, «aquel hombre que bajaba de Jerusalén a Jericó…etc., era, sin duda, un símbolo de Adán, que fue arrojado del paraíso al destierro de este mundo» (Homilía 6,4).

Jericó simboliza, en cierto sentido, la cultura secular. Y el Hombre que baja de Jerusalén a Jericó representa a nosotros todos, los humanos. Como él, somos viajeros, peregrinos que caminamos juntos. En un momento dado del camino, sufrimos una emboscada, el robo, el despojo, que nos priva de lo mejor que tenemos, la luz divina.

¿Qué respuesta dar, como Iglesia, ante este «cuerpo» de la Humanidad, asaltado y malherido a la vera del camino? ¿No tendríamos que cuidarlo hasta su total restablecimiento? La compasión nos impulsa a salir de nosotros mismos, porque no nos da un mero sentimiento, sino que nos hace sentir-con el que sufre, con-padecer.

Tener compasión es sufrir con el herido, compartir su dolor y su agonía. Pero la compasión nos ayuda de algún modo, no sólo a sentir, sino a sentir-con la persona que sufre. Como el mismo Jesús, el Buen Samaritano por excelencia. Sufría con – y en – las personas a las que servía. Sentía su misma hambre y su misma pena, comprendía su dolor, mostraba su amistad y su simpatía a los pecadores, posaba su mano sobre los condenados al ostracismo» (Is 53, 4-5).

A veces podemos ser como el sacerdote o el escriba que, viendo al herido, pasaron de largo dando un rodeo. Podemos ser espectadores silenciosos, temerosos de comprometernos por no mancharnos las manos.

En su sentido simbólico, la «salud» adquiere una gama de significados mucho más amplia. Hay sociedades y culturas enteras que están «en la cuneta», que han sufrido una «emboscada», y a causa de los antivalores del consumismo y del materialismo yacen «heridas», despojadas de lo más valioso y más hermoso de la cultura humana, porque, cayendo en una actitud hostil o hasta indiferente, se ven privadas de Dios.

Estamos tan deshumanizados desde el punto de vista cultural, que hemos llegado a perder el sentido de Dios. Y, con el paso de los años, hemos dado un paso más, hemos alimentado una increencia que ha desembocado en la indiferencia religiosa.

El mundo en que vivimos no deja de ser un mar de sufrimientos. Ahora bien: ¿cuál es el sentido humano del sufrimiento? Ya Paul Claudel afirmó, y es verdad, que «Dios no vino a eliminar el sufrimiento, sino a llenarlo con su presencia». Jesús no suprime el sufrimiento, sino que lo eleva.

Romano Guardini, excepcional teólogo del siglo XX

«La parábola del buen samaritano pertenece al Evangelio del sufrimiento. Indica, en efecto, cuál debe ser la relación de cada uno de nosotros con el prójimo que sufre. No nos está permitido «pasar de largo», con indiferencia, sino que debemos «pararnos» junto a él.

Buen Samaritano, dijo san Juan Pablo II, es todo hombre que se para junto al sufrimiento de otro hombre, de cualquier género que ése sea. Esta parada no significa curiosidad, sino más bien disponibilidad» (Carta apostólica Salvifici doloris, 1984, n.28).

Es curioso, pero el sufrimiento une. «El amor -y esta vez es Romano Guardini quien tiene la palabra- se asemeja algo al clarividente, tiene esa capacidad de ver a través de lo oculto, de comprender lo que todavía no ha sido presentado, de discernir lo que aún tiene que acontecer» (Volontá e Verità, Morcelliana, 1978, p.150).

Con todo y con eso, hay aún otra Persona con la que entramos en comunión cada vez que alargamos la mano para servir al enfermo y al necesitado. Esa Persona no es otra que el mismo Jesucristo. Él mismo nos lo dice en términos inequívocos: «En verdad os digo: cuanto hicisteis a uno de estos, mis hermanos más pequeños, a mí me lo hicisteis» (Mt 25,40).

El mensaje de la parábola del buen samaritano se puede reducir a tres palabras: compasión, compromiso y comunión. La compasión nos hace sentir con -y en los que sufren; este sentir con el prójimo nos lleva a un compromiso de amor y servicio a los necesitados; y este compromiso desemboca en una comunión amorosa, comunión con aquellos necesitados a los que servimos, y comunión también con el mismo Dios.

En cierta ocasión -es referencia del cardenal Paul Poupard- un rabino estaba instruyendo a sus discípulos. En el curso de su lección, les preguntó: ¿Cuándo comienza el día?». Uno le contestó: «Cuando se alza el Sol y sus blandos rayos besan la Tierra que reverbera como el oro, entonces comienza el día». Pero su respuesta no complació al rabino.

Entonces otro discípulo apuntó: «Cuando los pajarillos empiezan a cantar a coro, y la naturaleza misma despierta a la vida después del sueño nocturno, entonces comienza el día». Pero tampoco esta respuesta gustó al rabino. Y así, uno tras otro, todos los discípulos fueron dando sus respuestas. Pero ninguna de ellas agradaba al rabino.

Cardenal Paul Poupard

Por último, rendidos ya todos, le preguntaron con avidez al rabino: «¡Díganos ustedmismo, pues, la respuesta correcta! ¿Cuándo comienza el día?» Y el rabino contestó sin alterarse: «Cuando ves a un extraño en la oscuridad, y reconoces en él a tu hermano, entonces despunta el día! Si no reconoces en el extraño a tu hermano o hermana, ya puede alzarse el Sol, ya pueden cantar los pájaros, ya puede despertar a la vida la misma naturaleza, que en tu corazón sigue siendo noche y oscuridad».

Es el amor el que nos da ojos para ver, corazón para sentir, y manos para asistir. Es lo que dijo san Ireneo: «La gloria de Dios, es el hombre viviente, y la vida del hombre, es la visión de Dios» [Adv. haer., IV, 20, 7].

Entonces la parábola del buen samaritano se hará viva y nos hablará al corazón, porque entonces sabremos quién es nuestro prójimo, y cumpliremos el mandato que Jesús dio al escriba del Evangelio: «Ve, y haz tú lo mismo». 

La historia nos dice que, frente a tantos suspensos en este lance, muchos, sin embargo, han alcanzado, afortunadamente, el summa cum laude en el intento. Traigo de colofón un caso que ahora mismo citan mucho las historias de la II Guerra Mundial.

Se trata de Edith Zirer, una mujer judía que vive en las afueras de Jaifa. Cuenta cómo fue liberada del campo de concentración de Auschwitz cuando tenía 13 años de edad. Había pasado allí tres. «Era una gélida mañana de invierno de 1945, dos días después de la liberación -nos narra-. Llegué a una pequeña estación ferroviaria entre Czestochowa y Cracovia. Me eché en un rincón de una gran sala donde había docenas de prófugos, todavía con el traje a rayas de los campos de exterminio. Él me vio.

El sacerdote Karol Wojtyla

Vino con una gran taza de té, la primera bebida caliente que probaba en varias semanas. Después me trajo un bocadillo de queso, hecho con un pan negro, exquisito. Yo no quería comer. Estaba demasiado cansada. Me obligó. Luego me dijo que tenía que caminar para poder subir al tren. Lo intenté, pero me caí al suelo.

Entonces me tomó en sus brazos y me llevó durante mucho tiempo, kilómetros, a cuestas, mientras caía la nieve. Recuerdo su chaqueta de color marrón y su voz tranquila que me contaba la muerte de sus padres, de su hermano, y me decía que también él sufría, pero que era necesario no dejarse vencer por el dolor y combatir para vivir con esperanza.

Su nombre se me quedó grabado para siempre en mi memoria: Karol Wojtyla. Quisiera hoy darle un "gracias" desde lo más profundo de mi corazón».

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