Audaz relectura del cristianismo (5). El balón, corona de gloria fugaz de dioses de barro

Campeonato mundial de fútbol

El recién iniciado campeonato mundial de fútbol (publico este post mientras se está jugando el partido entre España y Portugal) provoca esta reflexión, volandera y circunstancial, para poner en solfa un despropósito colectivo. La forma de su desarrollo debería ayudarnos a descubrir lo volubles que somos en cuanto a emociones ocasionales y la facilidad con que nos agarramos a un clavo ardiendo.

Contrasta, ante todo, que un acontecimiento mundial como ese, al que se le dedican tantísimos recursos, ocurra en un mundo en el que, precisamente por su carencia, mueren a diario miles de niños y de personas mayores de hambre, de enfermedad y por falta de agua. Mientras unos gritan desaforados la proeza de que un balón entre en la portería, otros penan el desamparo y la inanición que los sumerge en la nihilidad o sinrazón de su propio existir.

Valores lúdicos

Pero no hagamos demagogia y vayamos a lo esencial. Lo lúdico es, desde luego, una de las dimensiones importantes de la vida. Son muchos los valores interesantes que juegan en la dimensión lúdica, si bien, como ocurre con todas las demás dimensiones vitales, también ella lleva aparejados muchos contravalores envenenados. El juego, cuyo desencadenante en cualquier modalidad es ganar, empatar o perder, ejerce un enorme atractivo sobre nuestra condición humana. De niños, aprendemos jugando, y, de mayores, vivimos jugando, aunque lo hagamos de forma más sosegada, sin derrochar las escasas energías disponibles. Considerar la vida como un juego es un reto estimulante que nos invita a ganar siempre.

Subrayemos de paso que el juego utiliza un tipo de lenguaje, el de la competición, comprensible para todo el mundo. Es un lenguaje tan universal y accesible seguramente como el de la mímica y el de la belleza. El juego no se desarrolla en una torre de Babel sino en un campo abierto. Bien entendido y ejecutado, por sí solo podría dar al traste con toda la agresividad que las dificultades de la vida inoculan en nuestro cerebro predisponiéndolo para emprender acciones crueles. ¡Ojalá todos los pueblos pudieran dirimir sus conflictos de intereses jugando, sin necesidad de fabricar puñales, espadas, fusiles, bombas y miles de artefactos bélicos! Ello permitiría dedicar ingentes cantidades de dinero a erradicar el hambre y la pobreza.

Religión de masas enfervorizadas

Dada su trascendencia natural, me parece una gran hecatombe mental que hayamos convertido a algunas de sus manifestaciones, en concreto al fútbol, en una religión universal que congrega, en presencia física en los campos o a través de los medios, a miles de millones de seres humanos para enardecerse desaforadamente con la victoria o maldecir rabiosamente la mala suerte por la derrota.

Y, como toda religión necesita dioses, el fútbol cuenta con un enorme Olimpo de personajes de cartón piedra que, apenas son entronizados, caen derribados por la más contundente de las piquetas: el tiempo y el olvido, si antes no lo logran el alcohol y las drogas, deriva siempre al acecho de quienes, henchidos de dinero y gloria, se creen dueños del mundo y de la vida. ¡Pobres dioses de barro que, más pronto que tarde, caerán destrozados de sus pedestales para desesperación de sus incondicionales, que quedan hundidos en el asco y la náusea!

Avaricia corrosiva

¿Qué es lo que corroe las virtualidades positivas del deporte? Sin la menor duda, la avidez de dinero, la avaricia insaciable que transmuta el enorme valor que es de suyo el dinero en el demoledor contravalor de la rapiña y el despojo. La corrosión de algo tan noble e importante como es el deporte se produce en cuanto la dimensión humana lúdica se deja dominar por los contravalores inherentes a la no menos importante dimensión económica. Es una gran desgracia que el dinero corrompa el deporte. Se compra y se vende absolutamente todo, a veces incluso hasta el mismo árbitro de una competición y su resultado.

La trampa que nos tiende está tan a la vista que solo un ciego podría no verla. Se transfiere al fútbol, por ejemplo, la representación total de la personalidad social del propio pueblo, de la villa o ciudad en que uno vive o de la nación a que uno pertenece hasta el punto de que los ciudadanos terminan por identificarse totalmente con “su” equipo. Seguro que si a un amigo, vecino o transeúnte le preguntamos de qué equipo es, en seguida nos dará una respuesta concreta. Con tales procedimientos se dominan por completo las emociones de los ciudadanos, se los manipula y se los lleva donde convenga. Su asistencia a los campos de juego y su seguimiento a través de la radio y de las pantallas de televisión son el talismán que convierte en oro cuanto se refiere al fútbol.

Cifras astronómicas

¿Pueden pagarse cien millones de euros por un jugador de fútbol, cuyas virtudes se reducen a manejar con habilidad un balón y a tener gran visión de juego? Sí, claro que se puede hacer, pero siempre con la expectativa de ganar el doble o el triple a corto plazo a base de exhibir sus habilidades balompédicas en los campos de juego y utilizarlas magistralmente con montajes publicitarios que promocionan productos varios. ¿Vale realmente algo más de 81 millones de dólares el cuadro “Labourer dans un champ” de un Van Gogh que vivió en la más absoluta indigencia? Digamos que sí, pero a condición de que exista la posibilidad de venderlo más adelante por cien o más millones de dólares. No se compra un jugador o un cuadro, sino que se invierte en ellos.

Ganadores y perdedores

Comienza el mundial y las calles de villas y ciudades se vacían para contemplar las pantallas de los televisores a la espera de que la selección de fútbol “propia” haga proezas dignas de figurar en los anales de la historia humana. Si gana, nos sentimos los mejores, los dueños del mundo, la envidia de todos los demás. ¡Euforia, alegría, optimismo! Pero, si pierde, entonces es el llanto y el crujir de dientes, tanto que algunos, desesperados, incluso se suicidarán. ¡Pobres marionetas!

En la corta distancia y en los recintos de nuestra propia individualidad, realmente debería importarnos poco que nuestra selección gane o pierda, porque, si gana, solo algunos ganan con ello realmente, y, si pierde, serán solo esos mismos los que pierden algo importante. Que cifremos nuestro orgullo patrio en algo tan inconsistente y fluctuante como que un balón se cuele entre tres palos dice muy poco en nuestro favor.

Sí, sí, ya sé, está de por medio el orgullo de ganar, pero es un orgullo que debería ir siempre parejo con la humildad con que nos enriquece el saber perder, cosa mucho más importante para una vida en la que, por desgracia o por suerte, se pierde muchas más veces que se gana. A ganar se apunta fácilmente todo el mundo, mientras que a saber perder solo lo hacen quienes realmente merecen la pena. Nada se aprende del exaltado ganador que grita y baila de contento, pero mucho nos enseña quien, habiendo perdido, es capaz de celebrar elegantemente la victoria de su contrincante.

Tipos de dioses

No merece la pena dedicar un minuto o unas líneas a los fatuos dioses que tan fácilmente nos construimos en el ámbito deportivo y a los que tanto admiramos por sus victorias y dineros. Están ahí, a la vista de todos, con sus insoportables egos elevados a los altares, al tiempo que dejan al aire, cual pavos reales con sus alas desplegadas, todas sus miserias. La vida no les será fácil a pesar de nuestros aplausos enfervorizados y del mucho dinero que nuestro incomprensible papanatismo les mete en los bolsillos.

Pero sí que lo merece detenerse un momento en quienes, teniendo el escenario preparado y bien adornado para erigirse en dioses de la cosa, optan por transmitir a todos los demás un mensaje de humanidad, de cordura y de sentido común.

Me gustaría dejar constancia aquí no del dios sino del santo Rafa Nadal, un hombre, a juzgar por lo que nos trasciende de él, tan sencillo, pacífico y pacificador, que devuelve en forma de humanidad a su público mucho más de lo que recibe de él en forma de aplauso. No trato de hacer su panegírico, sino de realzar su condición de constructor de humanidad a base de entrega total y esfuerzo, lo que lo convierte en ejemplar que engrandece y dignifica la dimensión humana del deporte. Ante él, uno se siente tentado a afirmar que realmente se merece lo mucho que gana y a asegurar que, ganándolo tan bien, lo sabrá utilizar mejor.

Relectura del cristianismo

¿Qué tiene que ver todo esto con mi propósito de hacer una audaz relectura del cristianismo? Creo que del cristianismo debería partir la primera crítica seria que siente las bases para corregir los desmanes que hoy se producen en todo el ámbito deportivo para beneficiar a toda la humanidad con sus atractivos valores y desechar enérgicamente sus demoledores contravalores. La competición está inserta en nuestros genes y forma parte de la condición humana, sometida siempre al esfuerzo de tener que explotar para su propia supervivencia y dignidad los recursos que Dios ha puesto a nuestro alcance en el medio biótico. La vida es un difícil partido que a todos nos toca jugar y ganar.

La posibilidad de que nuestra selección de fútbol, sea la que sea, gane el mundial no debe hacernos perder el sentido y los contornos de nuestra vida, que necesita nutrirse de muchísimas más cosas que del juego. Y que lo pierda, lejos de hundirnos en la miseria, debería enseñarnos a ser generosos con cuantos nos rodean, incluso con quienes nos hayan derrotado.

Por lo demás, ni siquiera me atrevo a asomarme al abismo de alegrarse estentóreamente, como tantas veces ocurre, por haber humillado con una derrota contundente al contrario, tratado como si de un acérrimo enemigo se tratara, máxime cuando el cristianismo propugna una fraternidad universal.

La Iglesia como campo de juego

Veo mi cristianismo como un gran campeonato que es preciso ganar sí o sí, pues no puede fracasar en la misión, por un lado, de descargar nuestras espaldas de miedos y nuestra mente de tinieblas, y, por otro, de llenar nuestra vida de alegría y esperanza. Veo la Iglesia como campo de fútbol bien acondicionado para que la fe se transforme en dulce victoria y para que desaparezcan los densos nubarrones que ocultan nuestro esperanzador horizonte. Cristianismo e Iglesia o son pura gracia o no son nada. ¡Ojalá que en su ámbito se juegue, también en nuestros días, un gran campeonato con vistas a destruir los pesados fardos de preceptos serviles que nos oprimen, despejar nuestras mentes e iluminar nuestro horizonte!

¡Aúpa, España! (que cada lector ponga el nombre de la selección de su país). Lo grito desde el corazón a pesar del terremoto social que ha causado el cambio brusco de su entrenador. ¡Aúpa, Iglesia de mis cavilaciones!, sobre todo ahora que cuenta con un entrenador tan excelente como pPaco.

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