Audaz relectura del cristianismo (17). Con la vida a cuestas

Hay ciertas palabras que por sí solas describen, como un chispazo fotográfico, el gigantesco contenido del cristianismo. Sin la menor duda, una de ellas, la más significativa, es la palabra “amor”. El cristianismo es una enorme obra de amor que, relacionándonos directa o indirectamente con Dios, se asienta entre nosotros en pugna permanente con el odio, su contravalor. La indiferencia, actitud que cabe al menos teóricamente entre el amor y el odio, no tiene relieve aquí ni juega este partido. O nos damos por amor o acaparamos por egoísmo.

Pero también hay otras palabras de igual o parecida resonancia. Hoy quiero fijarme en la palabra “vida” frente a la fuerza de la muerte que nos domina y atenaza por doquier. El cristianismo engloba la “vida de Jesús”, la suya propia y la que nos transmite a los cristianos con su conducta y su mensaje de salvación, y la vida de los cristianos con todos sus altibajos. La magna obra del Cristo de la fe es el permanente rescate que hace de nosotros de las garras de la muerte, una acción decidida y comprometida que, entregándosenos como pan de vida, nos regala el aliento y el espíritu de Dios. La vida de los cristianos, reflejo de la vida de Cristo, está obligada a ser ejemplar en todas sus dimensiones.

Contextos de muerte

En este mundo, nuestro hogar, y en el contexto social en que vivimos, la muerte es un fenómeno tan frecuente que tenemos que lidiar con ella a diario. Las estadísticas revelan que cada día mueren en el mundo algo más de doscientas cincuenta mil personas, sobre tres por segundo. Muchas de esas muertes no se producen porque la vida llega a su culminación sino por la decisión dramática del viviente mismo que se suicida o por el arrebato violento de otros seres humanos. Mi propósito de hoy es fijarme en algunas de esas muertes a destiempo que reflejan a las claras el tipo de sociedad que padecemos.

Morir por sentencia judicial

A lo largo de la historia han sido millones las muertes impuestas por sentencias judiciales, unas sumariales e injustas y otras muy elaboradas y jurídicamente justas, pero igualmente injustas de suyo. El papa ha tenido la valentía de limpiar el Catecismo católico de la pena de muerte y, al hacerlo, ha proclamado al mismo tiempo la ilegitimidad de toda muerte violenta. Si quienes rigen los destinos de los pueblos no pueden condenar a muerte a ningún ser humano por depravada que haya sido su conducta, nadie podrá justificar la muerte violenta de otro ser humano, excepto en el caso de autodefensa. Pero la muerte violenta, debida a muy variados intereses y sin que medien razones de autodefensa, sigue siendo una constante en nuestra sociedad.

Mazmorra mortal

No soy partidario del aborto, pero no me opongo a que se tolere y facilite en determinadas situaciones. Dada la cantidad de abortos que se producen en el mundo cada año, opino que mil son mejor que cien mil, cien mejor que mil, uno mejor que diez y ninguno mejor que uno. De acudir a solución tan expeditiva, cuantos menos abortos, mejor. "Del mal, el menos”. En todo aborto entran en juego dos vidas: la del feto, que es eliminada, y la de la gestante, que, además de correr cierto peligro, sufrirá seguramente amargas secuelas psicológicas.

No deberíamos escandalizarnos al abordar esta espinosa cuestión, acostumbrados como estamos a lidiar con una naturaleza en la que se producen muchos abortos espontáneos por desórdenes orgánicos. Cuando le toca hacer de las suyas, la muerte no se fija en si el interfecto es viejo, maduro, joven, adolescente, niño o feto. Hay muchos embarazos inviables por no acoplarse a las exigencias mínimas del funcionamiento orgánico.

Abortos naturales

Al no ser provocados por la intervención humana, los valoramos como algo natural, en cuyo caso sería de idiotas querellarse contra la naturaleza o denunciarla por ser asesina de niños.

Pero hay otros fallos naturales más difíciles de ver. Por ejemplo, cuando falla la organización social en los casos en que el embarazo es fruto de una violación. Cuando tal ocurre, la mujer violada debería ser apoyada sin reservas por toda la sociedad tanto si decide continuar con la gestación como interrumpirla. Si la violada opta por abortar, ¿deberíamos negar el calificativo de “natural” al aborto de una concepción forzada que bien podría considerarse incluso “contra natura”?

Falla también la naturaleza cuando la continuidad del embarazo acarrearía inevitablemente la muerte de la gestante y del feto. Es este un dilema moral largamente debatido por moralistas empecinados en calificar como inmoral el hecho de provocar directamente la muerte del feto, pues la moral preserva y favorece la vida. El dilema desaparece si tenemos en cuenta que en ese supuesto la causa de muerte es la vida incipiente y que la moral obliga a eliminar cualquier causa de muerte. El principio moral de favorecer la vida obliga solo a preservar la vida que pueda salvarse, razón por la que la eliminación del feto en ese supuesto no es un dilema sino una obligación.

La indisposición radical al embarazo es también un fallo natural. Por mucho que le cueste a nuestra mollera entenderlo, si la mente de la gestante se niega en redondo a aceptar el embarazo, incluso tras haber analizado todos sus pros y contras, estamos ante un fallo orgánico. Igual que en los abortos naturales es el organismo el que se niega a aceptar la presencia de un intruso, en los embarazos no aceptados es el cerebro el que le cierra las puertas. Tan naturales son los abortos debidos a una indisposición orgánica como los debidos a una indisposición psicológica. De ahí que, si el vientre no es asesino de niños cuando impide la continuidad de un embarazo, tampoco lo es el cerebro cuando no lo acepta.

Debo dejar muy claro que, en un asunto tan grave como jugarse la vida de un ser humano, lo fundamental es que la sociedad ofrezca todos los medios necesarios para que se logre llevar a efecto el mayor número de embarazos posible. De ahí que esté obligada a ofrecer a las embarazadas todas las ayudas sanitarias, sociales y económicas posibles. Además, a toda embarazada predispuesta al aborto debe ofrecérsele la posibilidad de hacer un hermoso gesto de solidaridad con el ser alojado en su vientre y con la sociedad mediante la adopción. Que un embarazo fructifique es una gran riqueza social lo mismo si el niño engendrado permanece en su propio seno familiar que si es cedido a otra familia en adopción.

La muerte dulce

Para nuestro propósito, digamos que la eutanasia, concebida por muchos como cámara de ejecución, es solo la aceleración de la muerte de un paciente desahuciado para evitarle sufrimiento, una ayuda especializada para que el enfermo muera sin dolores. Subrayemos, de paso, que toda acción sanitaria debe tender a ese mismo fin, a evitar o aliviar el dolor.

Por ello, aunque de facto se ejerza de forma generalizada, la eutanasia no debería estar proscrita por ninguna sociedad a condición, claro está, de que se lleve a efecto con garantías. Es más, debería tener el reconocimiento social de ser un procedimiento sanitario que profundiza y fomenta la solidaridad humana. Posiblemente, la mayor ayuda que podamos recibir de los demás en este mundo sea la del bien morir, sin vernos sometidos a la tortura de una enfermedad terminal y sin tener que destriparse uno contra una acera en caso de suicidarse. Más que la muerte, lo que aterra son sus circunstancias.

Subrayemos, en primer lugar, como salvaguarda, que la eutanasia jamás debe servir a intereses espurios, como el de quitarse de encima cuanto antes a un enfermo para heredar su fortuna.

Subrayemos, en segundo lugar, como principio, que la seguridad de que toda vida le pertenece a Dios y que su fin solo puede estar en sus manos no debe permitir encarnizarse cruelmente con un paciente cuando el alargamiento terapéutico de su vida no le reporta más que sufrimiento. Cierto que todos estamos en las manos de Dios, pero no es menos cierto que el administrador de cada vida es el sujeto viviente, obligación que impone un comportamiento racional. Ahora bien, no parece que sea irracional optar por poner fin a la vida cuando se queda sin alternativas. Que un enfermo terminal reclame su hora puede ser incluso un hermoso gesto de solidaridad con su familia y con toda la sociedad.

El suicidio asistido

Subrayemos, en tercer lugar, como conclusión osada, que regularizar la eutanasia al margen de una enfermedad terminal reportaría muchísimos beneficios sociales. Me refiero, obviamente, a prestar una ayuda especializada al suicida que se ve en el trance de colgarse de una cuerda, tirarse de un puente, destriparse bajo las ruedas de un tren o descerrajarse un tiro en la sien. De contar con un servicio sanitario de ayuda especializada, el potencial suicida obtendría dos incalculables beneficios: el de recibir ayuda psicológica para entender que la negrura de su mente, desencadenante de su ansiedad por desaparecer, no es más que un transitorio nubarrón tormentoso, o, cuando menos, el de recibir la ayuda necesaria para morir sin ensañarse contra sí mismo. La sola posibilidad de ayudar humanamente a un potencial suicida debería remover las entrañas del mundo sanitario y psiquiátrico. La cantidad de suicidios espantosos que se cometen a diario en el mundo demuestra que el problema tiene enorme envergadura social.

Quedémonos hoy con que le cristianismo es vida, la que Dios nos da al crearnos y la que nos enseña a vivir Jesús de Nazaret, pan bajado del cielo para que la tengamos en abundancia. La Iglesia debe transustanciarse en vida y toda legislación debe favorecerla. Hay vida en el aborto cuando preserva la vida física de la gestante o la psicológica de los progenitores. La muerte producida por el aborto se debe siempre a una quiebra indeseada de la naturaleza. La eutanasia, por su parte, está llamada a coronar de ternura la máxima solidaridad que unos seres humanos pueden tener con otros al ayudarlos a morir dignamente.

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