Audaz relectura del cristianismo (17). Con la vida a cuestas
Contextos de muerte
En este mundo, nuestro hogar, y en el contexto social en que vivimos, la muerte es un fenómeno tan frecuente que tenemos que lidiar con ella a diario. Las estadísticas revelan que cada día mueren en el mundo algo más de doscientas cincuenta mil personas, sobre tres por segundo. Muchas de esas muertes no se producen porque la vida llega a su culminación sino por la decisión dramática del viviente mismo que se suicida o por el arrebato violento de otros seres humanos. Mi propósito de hoy es fijarme en algunas de esas muertes a destiempo que reflejan a las claras el tipo de sociedad que padecemos.
A lo largo de la historia han sido millones las muertes impuestas por sentencias judiciales, unas sumariales e injustas y otras muy elaboradas y jurídicamente justas, pero igualmente injustas de suyo. El papa ha tenido la valentía de limpiar el Catecismo católico de la pena de muerte y, al hacerlo, ha proclamado al mismo tiempo la ilegitimidad de toda muerte violenta. Si quienes rigen los destinos de los pueblos no pueden condenar a muerte a ningún ser humano por depravada que haya sido su conducta, nadie podrá justificar la muerte violenta de otro ser humano, excepto en el caso de autodefensa. Pero la muerte violenta, debida a muy variados intereses y sin que medien razones de autodefensa, sigue siendo una constante en nuestra sociedad.
Mazmorra mortal
No soy partidario del aborto, pero no me opongo a que se tolere y facilite en determinadas situaciones. Dada la cantidad de abortos que se producen en el mundo cada año, opino que mil son mejor que cien mil, cien mejor que mil, uno mejor que diez y ninguno mejor que uno. De acudir a solución tan expeditiva, cuantos menos abortos, mejor. "Del mal, el menos”. En todo aborto entran en juego dos vidas: la del feto, que es eliminada, y la de la gestante, que, además de correr cierto peligro, sufrirá seguramente amargas secuelas psicológicas.
Abortos naturales
Al no ser provocados por la intervención humana, los valoramos como algo natural, en cuyo caso sería de idiotas querellarse contra la naturaleza o denunciarla por ser asesina de niños.
Pero hay otros fallos naturales más difíciles de ver. Por ejemplo, cuando falla la organización social en los casos en que el embarazo es fruto de una violación. Cuando tal ocurre, la mujer violada debería ser apoyada sin reservas por toda la sociedad tanto si decide continuar con la gestación como interrumpirla. Si la violada opta por abortar, ¿deberíamos negar el calificativo de “natural” al aborto de una concepción forzada que bien podría considerarse incluso “contra natura”?
La indisposición radical al embarazo es también un fallo natural. Por mucho que le cueste a nuestra mollera entenderlo, si la mente de la gestante se niega en redondo a aceptar el embarazo, incluso tras haber analizado todos sus pros y contras, estamos ante un fallo orgánico. Igual que en los abortos naturales es el organismo el que se niega a aceptar la presencia de un intruso, en los embarazos no aceptados es el cerebro el que le cierra las puertas. Tan naturales son los abortos debidos a una indisposición orgánica como los debidos a una indisposición psicológica. De ahí que, si el vientre no es asesino de niños cuando impide la continuidad de un embarazo, tampoco lo es el cerebro cuando no lo acepta.
La muerte dulce
Para nuestro propósito, digamos que la eutanasia, concebida por muchos como cámara de ejecución, es solo la aceleración de la muerte de un paciente desahuciado para evitarle sufrimiento, una ayuda especializada para que el enfermo muera sin dolores. Subrayemos, de paso, que toda acción sanitaria debe tender a ese mismo fin, a evitar o aliviar el dolor.
Subrayemos, en primer lugar, como salvaguarda, que la eutanasia jamás debe servir a intereses espurios, como el de quitarse de encima cuanto antes a un enfermo para heredar su fortuna.
Subrayemos, en segundo lugar, como principio, que la seguridad de que toda vida le pertenece a Dios y que su fin solo puede estar en sus manos no debe permitir encarnizarse cruelmente con un paciente cuando el alargamiento terapéutico de su vida no le reporta más que sufrimiento. Cierto que todos estamos en las manos de Dios, pero no es menos cierto que el administrador de cada vida es el sujeto viviente, obligación que impone un comportamiento racional. Ahora bien, no parece que sea irracional optar por poner fin a la vida cuando se queda sin alternativas. Que un enfermo terminal reclame su hora puede ser incluso un hermoso gesto de solidaridad con su familia y con toda la sociedad.
Subrayemos, en tercer lugar, como conclusión osada, que regularizar la eutanasia al margen de una enfermedad terminal reportaría muchísimos beneficios sociales. Me refiero, obviamente, a prestar una ayuda especializada al suicida que se ve en el trance de colgarse de una cuerda, tirarse de un puente, destriparse bajo las ruedas de un tren o descerrajarse un tiro en la sien. De contar con un servicio sanitario de ayuda especializada, el potencial suicida obtendría dos incalculables beneficios: el de recibir ayuda psicológica para entender que la negrura de su mente, desencadenante de su ansiedad por desaparecer, no es más que un transitorio nubarrón tormentoso, o, cuando menos, el de recibir la ayuda necesaria para morir sin ensañarse contra sí mismo. La sola posibilidad de ayudar humanamente a un potencial suicida debería remover las entrañas del mundo sanitario y psiquiátrico. La cantidad de suicidios espantosos que se cometen a diario en el mundo demuestra que el problema tiene enorme envergadura social.
Quedémonos hoy con que le cristianismo es vida, la que Dios nos da al crearnos y la que nos enseña a vivir Jesús de Nazaret, pan bajado del cielo para que la tengamos en abundancia. La Iglesia debe transustanciarse en vida y toda legislación debe favorecerla. Hay vida en el aborto cuando preserva la vida física de la gestante o la psicológica de los progenitores. La muerte producida por el aborto se debe siempre a una quiebra indeseada de la naturaleza. La eutanasia, por su parte, está llamada a coronar de ternura la máxima solidaridad que unos seres humanos pueden tener con otros al ayudarlos a morir dignamente.