Desayuna conmigo (domingo, 18.10.20) El César

Aquí estoy, envíame

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Lo de “dad al César lo que es del César”, clave del cántico nuevo que la liturgia de este domingo entona como reconocimiento al poderío y la exclusividad de Dios, es, posiblemente, una de las frases más encriptadas o enigmáticas de toda la Biblia. No hay duda de que los Evangelios están escritos con un sesgo apologético que trata de realzar la figura que fundamenta la fe de las primeras comunidades cristianas, primero, haciendo confluir en Jesús el cumplimiento de las Escrituras y, segundo, poniendo de relieve su condición divina. De ahí que a Jesús se le reconozca un ingenio rayano en la sabiduría total, tanto que muchos han podido pensar que el judío Jesús, cuya vida transcurre en los primeros años de una era, la nuestra, que precisamente se inicia con él, ya sabía que la Tierra, esférica, era un planeta insignificante en el conjunto del Universo, que casi en sus antípodas vivían los indios de América y que ya conocía nuestras asombrosas técnicas de comunicación. De ahí que hubiera que demostrar su sobrado ingenio para desbaratar la peligrosa encerrona en que pretendían meterle sus enconados enemigos al requerirle una respuesta reducida a un sí o un no, en la que el sí era muy peligroso y el no, todavía más.

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Por más que algunos se asombren ante la rotundidad de una respuesta que zanja la cuestión y concluye la anécdota y ante la claridad de un enunciado que parece delimitar a la perfección nuestro proceder político, tengo la impresión de que se trata solo de una respuesta que derrocha tanto ingenio como insidia la pregunta, es decir, de que se trata de una respuesta meramente dialéctica a una cuestión que también lo era. De hecho, el ingenio de Jesús deja mudos a los insidiosos mientras asombra a los oyentes de buena voluntad. Seguramente eso era lo único que perseguía el evangelista al dar cuenta del hecho o de inventarse el relato.

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Tomada al pie de la letra y examinada en profundidad, la respuesta de Jesús nos dejaría a dos velas y quizá hasta podría incitarnos a la sedición. Lo digo, por un lado, porque la literalidad de la respuesta le da al César un poderío que no tiene al convertirlo en contrincante de Dios en cuanto último dueño de lo que los oyentes tienen en sus bolsillos. Ahora bien, los cristianos afirmamos con convicción que “todo es de Dios” y que, por tanto, cuanto tenemos son talentos que se nos han prestado para explotarlos y rendir cuentas. También es un talento el “poder” de gobernar los pueblos como rey o como emperador, poder que no les viene de lo alto para dominar a los pueblos sino para servirlos. Por otro lado, que la moneda lleve la efigie del emperador no significa de ningún modo que sea suya. Toda moneda, tenga valor por sí misma o por lo que certifique, pertenece totalmente a su portador al margen de la efigie que lleve impresa. De hecho, no pagamos tributos porque le debamos nada al rey o al emperador Hacienda, sino porque somos ciudadanos obligados a cargar con los gastos de nuestra condición de tales.

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Observemos, por otro lado, que la primera lectura, tomada de Isaías, no se anda con chiquitas a este mismo respecto, pues el profeta pone en boca de Dios una reafirmación contundente de “su derecho” haciéndole saber al rey pagano Ciro que, aunque no lo conozca, es él quien lo lleva de la mano y quien ciñe las cinturas, abre las puertas y pone las insignias de los reyes y que todo ello lo hace por su pueblo, el de su siervo Jacob y de su escogido Israel, pueblo que Ciro mantiene en cautividad, pero que no tardará en permitir que retorne a Jerusalén. Leyendo este texto, da la impresión de que no es Dios sino el profeta quien necesita vociferar la exclusividad de su propio Dios ante un auditorio incrédulo o díscolo.

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La segunda lectura, tomada de Pablo a los Tesalonicenses, despliega la munificencia divina al recordar a sus destinatarios no solo que su propia evangelización se ha debido a la fuerza del Espíritu Santo, sino también que ellos mismos han sido convertidos en evangelizadores de otros pueblos por el ejemplo de su fe, su esfuerzo y su esperanza. Es decir, las lecturas de hoy, teniendo un propósito distinto, confluyen en el hecho de que Dios lo es todo en todos y de que, por tanto, le pertenecemos, lo mismo si somos emperadores o reyes paganos que pueblo creyente.

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En este contexto, la celebración hoy, penúltimo domingo de octubre, del día del Domund y el lema escogido para este año (“aquí estoy, envíame”) nos sitúan de lleno en la línea de la reflexión que venimos haciendo en el sentido de que todos somos de Dios y testigos de su obra. El Domund comenzó a celebrarse en el año 1926 para promover el espíritu misionero en todo el mundo. Por más que lo asociemos a la hucha que de la mano de jóvenes nos aborda en las calles para que depositemos en ella una moneda con vistas a ayudar a los “misioneros”, recaudación que desde luego tiene su importancia para el mantenimiento de tantas obras misionales, no debemos perder de vista que se trata de una celebración que nos invita a reflexionar sobre el hecho de que, siendo todos los seres humanos una comunidad, los cristianos estamos obligados a compartir nuestra fe con quienes todavía no la han recibido.  

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Por ello, deberíamos deslindar con cuidado compartir e imponer, pues una cosa es evangelizar y otra colonizar. No es fácil hacerlo, pues no nos queda más alternativa que llevar la fe encarnada en una cultura y en una forma de vida determinadas. De hecho, la buena voluntad y la generosa entrega de los misioneros no les han impedido cometer muchos abusos a ese respecto. Por lo demás, la misión es una labor que hoy se impone como necesaria en nuestro mismo vecindario y en una sociedad como la nuestra, tan desengañada de la clerecía. En este campo, si bien no se corre ningún peligro de colonización porque todos, seamos creyentes o no, nos alimentamos de la misma cultura y llevamos el mismo tipo de vida, no valen profundos discursos ni dialécticas floridas. Solo vale el ejemplo, el comportamiento, la evidencia de que la fe cristiana aporta alegría y esperanza a la vida y, sobre todo, la demostración evidente de que todos, siendo hermanos, debemos compartir lo que tenemos, tal como san Pablo reconoce que hacían los tesalonicenses.

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El espacio disponible apenas me permite dejar constancia de que hoy también celebramos el “día mundial de protección de la naturaleza”, tema que no sería difícil insertar en la temática general que se nos ofrece en el desayuno de este día, pues toda la naturaleza, nosotros incluidos, es obra del Dios, obra que debemos proteger y hermosear. Es curioso saber que fue la ONU la que estableció esta celebración a raíz del impacto que un discurso de Perón, año 1972, causó en su secretario general, Kurt Waldheim.

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Son muchas las cosas que cada uno en particular y la sociedad en general podemos hacer no solo para preservar la naturaleza que tanto hemos degradado, sino también para mejorarla. Se trata obviamente de la casa común de todos y a todos nos gusta disfrutar de una buena casa. Esta celebración nos recuerda la enorme tarea que tenemos por delante. Ya en 1972 Domingo Perón lo expresó en términos que merece la pena recordar: "Ha llegado la hora en que todos los pueblos y gobiernos del mundo cobren conciencia de la marcha suicida que la humanidad ha emprendido a través de la contaminación del medio ambiente y la biosfera, la dilapidación de los recursos naturales, el crecimiento sin freno de la población y la sobreestimación de la tecnología. Es necesario revertir de inmediato la dirección de esa marcha, a través de una acción mancomunada internacional".

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Seguro que la mayoría de nosotros no tenemos la valentía de dar a Dios todo lo que es de Dios, tal como hicieron Jesús, Francisco de Asís y Teresa de Calcuta, y que también la mayoría de nosotros, de tener algo, estamos dando al César Hacienda mucho más de lo que deberíamos. Nos resulta muy difícil cumplir como es debido ambas obligaciones, porque la primera requiere que lo demos todo y la segunda nos exige pagar de nuevo por lo que ya tenemos. Pero no lo es tanto que nos comportemos con la naturaleza como es debido, pues ella hace que podamos poner a fructificar los talentos que se nos han regalado y que, mal que bien, vayamos sacando adelante una sociedad que siempre nos tratará injustamente. Por lo demás, la reflexión de hoy debe dejarnos bien sentada la convicción de que no necesitamos un Jesús que sea un hábil dialéctico ni un Dios que se aporree el pecho como signo de su poder, sino un Jesús que sea “nuestro hermano” y un Dios que sea “nuestro padre”.

Correo electrónico: ramonhernandezmartin@gmail.com

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