A salto de mata – 19 ¿Educar en valores?

 

¿Cabe hablar de valores cristianos?

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Fray Eladio Chávarri, mi maestro, utiliza los “valores” como piedra angular de su original y realmente genial sistema de pensamiento. Encuadrando el tema, precisa: No hablo de “valores humanos”, pues, en mi concepción, los valores solo existen en el ámbito del hombre. Tampoco mencionaré los “valores vitales”, ya que todo lo valioso y disvalioso es vital. Ni admitiré las dicotomías exclusivas de valores “culturales” frente a “naturales”, pues, en el primer caso, el espíritu está presente en todas las vitalidades del hombre y, en el segundo, nada le es más natural al propio hombre que lo cultural (Los valores y los contravalores de nuestro mundo, pág. 71). Por nuestra cuenta, cabe añadir que tampoco merece la pena hablar de “valores cristianos”, pues todo lo que es realmente cristiano, como todo lo que es valor, concierne a la mejora de la humanidad y a la liberación (salvación) de su correspondiente contravalor.

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Digamos de golpe, como estallido inicial, que los valores, a pesar del “solo existen en el ámbito del hombre” que acaba de decir mi maestro, no existen en realidad, pues no son substantivos y, por tanto, no constituyen una materia que estudiar ni un reservorio moral al que apelar a la hora de emitir un juicio ponderado; tampoco son un vestido o adorno con el que algunas agrupaciones o instituciones de la familia, la docencia, la política o la religión puedan dignificar sus cometidos (los valores de la UE, por ejemplo, que todavía ayer mismo leí en un periódico). Resumiendo, los valores no son un tesoro que haya que buscar ni una caudalosa fuente de agua fresca de la que haya que beber. Pero, si no son nada de todo eso, ¿qué son exactamente? Digamos que su entidad es meramente adjetival, que va siempre adosada a cuantas acciones emprendemos. Dicho de otro modo, no hay valores, sino acciones valiosas. La acción valiosa (valor) nos anima y acrece; su contraria (contravalor) nos resta fuerza y mengua. Por ello, no cabe hablar de ellos como de un puñado de cualidades o virtudes que es preciso aprender e incorporar a la vida, sino de la valía o no de las muchas acciones que realizamos en cada ámbito vital. (El texto de la foto que he elegido para este párrafo se equivoca de medio a medio).

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Observemos de paso que Chávarri acopla el devenir humano a la dicotomía valor-contravalor (crecimiento-decrecimiento, vida-muerte), que impregna cada acción que realizamos. Anotemos como curiosidad esclarecedora que la validez-invalidez no es absoluta sino relativa a la dimensión vital a que afecte hasta el punto de que lo que es positivo en una puede resultar negativo en otra. Chávarri pone un ejemplo ilustrativo: “un vestido de novia, por ejemplo, puede ser un gran valor estético, pero al mismo tiempo un no menos gran contravalor lúdico para recorrer los cien metros vallas” (ibíd. pág. 84). Por otro lado, es igualmente curioso constatar que en la original ontología de Chávarri, aunque el valor sea adjetivo de suyo, la acción valiosa engendra ser, es creadora, mientras que su contraria destruye ser, es aniquiladora. De ahí el salto cualitativo que su sistema produce en la ontología tradicional al dejar meridianamente claro que, si bien el obrar sigue al ser, también este a aquel. De hecho, los seres humanos nacemos a medio hacer y nos vamos completando a lo largo de la vida

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Del extensísimo escenario en que Chávarri desarrolla su pensamiento, poniendo en juego las experiencias humanas como horno de valores y contravalores, me fijaré hoy solo en la dimensión vital económica, una de las ocho con que, sin pretensión exhaustiva, abraza la “vida humana”, que afortunadamente se ve sometida al reto de una continua mejora sin el que se aletargaría hasta diluirse. Comer, por ejemplo, es un valor que nutre el cuerpo y un reto permanente a comer mejor, sea a base de mejorar la cocina o de utilizar cada vez alimentos más sanos y placenteros. Su contrario (pasar hambre) debilita y, en su forma severa, mata. Con el trasfondo de esta reflexión, me acabo de referir a un valor que pertenece de lleno a las dimensiones vitales biológica y económica, tan desarrolladas hoy en la sociedad occidental. Su dominio sobre las otras seis dimensiones vitales (epistémica, estética, moral, lúdica, religiosa y socio-política), ensombrecidas y moduladas por las dos mencionadas antes, causa tal desajuste en el conjunto de nuestra actual forma de vida que incluso pone en tela de juicio su propio ser y su sentido.

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Hoy vivimos en un gigantesco escenario mundial de comercio cuya vitalidad reside en la “mercancía”. Chávarri nos advierte que “muchos de los que adoptan una postura de crítica radical ven en las mercancías algo pernicioso, tal vez al mismísimo demonio” (ibíd. pág. 84) En este punto, su estudio se centra en la creación, la asignación y la distribución de mercancías. En cuanto a la creación, es asombroso constatar la ingente cantidad de productos, de servicios y de recursos de que hoy disponemos. Todos ellos se asignan al transformarse en mercancías que se cambian por dinero. Chávarri nos advierte no solo que el dinero alcanza mucho más de lo que normalmente entendemos por mercancía, pues con él se compran también asesinatos, relaciones sexuales, actos de culto, cuadros, voluntades, poemas, matrimonios y sentencias judiciales, sino también que el dinero se erige en “unidad de tasación” porque identificamos fácilmente valor y precio. Lo ilustra recordando una viñeta de “El Roto”, en la que se ve a dos hombres contemplando un cuadro. Al preguntarle uno de ellos al otro si el cuadro es bueno, este le responde que no lo sabe porque no pone el precio.

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Refiriéndose a la distribución de las mercancías, Chávarri nos señala que, por lo general, la cantidad de mercancía que llega a la mayoría de los consumidores depende sobre todo de salarios o pensiones que son muy diferentes. Ello origina grandes desigualdades, los grandes males de nuestra sociedad. La desigualdad distributiva de mercancías inherente al sistema origina y reproduce en las sociedades la tríada de clases altas, medias y bajas, con matices imposibles de expresar con el lenguaje, así como la díada de personas y países ricos y pobres (ibíd. pág. 88). De ahí que el par valorativo caro-barato, aunque sea legal, no siempre es moral, pues lo que de suyo es muy caro para quienes tienen pocos recursos resulta incluso muy barato para los afortunados. Si algo hay radicalmente injusto e inmoral en nuestras sociedades occidentales son los impuestos indirectos, esa fórmula cómoda con que los gobiernos recaudan dinero a espuertas sin ningún miramiento.

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Y así, como quien no quiere la cosa, nos topamos de frente con el gran “ídolo” de nuestro tiempo, tan denostado por Jesús en su predicación:  el “dinero endiosado”. ¡Qué grande, hermoso y poderoso es el dinero alejado de cualquier pedestal y veneración, cuando se lo utiliza para quitar hambres, cobijar a los sin techo, socorrer a los expatriados, curar a los enfermos y acompañar a los desesperados! Pero ¡qué despiadado tirano si se lo entroniza y diviniza, como cuando se fabrican armas mortíferas en pos de pingües beneficios, se especula para vaciar los bolsillos ajenos o se confunde con la eternidad anhelada! Llevamos casi un siglo entregados a una forma de vida motorizada por el dinero, enzarzados en guerras que matan y en competencias económicas que despojan. Aunque disponemos de muchos recursos, no todos podemos ser ricos al mismo tiempo en un mundo superpoblado. El dilema evangélico de los “dos señores” cobra especial énfasis en nuestra actual forma de vida, en la que lo económico lo penetra y moldea todo. Mientras que de la adoración a Dios solo se derivan bondades, de la de las riquezas solo brotan calamidades.

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La tremenda pandemia de la COVID-19, que tan a fondo nos hizo palpar y degustar la nimiedad que somos, parecía haber iniciado un cambio de rumbo de la humanidad para escapar de la tiranía de un “dios” tan corto de miras y apocado, tan mierda, como es el dinero. Pero hemos vuelto a las andadas y por ahí seguimos, incluso cuando el desatino de una guerra como la de Ucrania está multiplicando por dos el costo de la vida. ¿Cuánto tardaremos en salir de la cárcel en la que el dinero nos ha confinado hace ya un siglo? Contando con la paciencia infinita que un cambio de forma de vida requiere, en esta sociedad nuestra, que tan devotamente adora lo biosíquico y lo económico, hay signos esperanzadores de cambio a mejor: por un lado, la solidaridad con los cercanos y los alejados está moviendo montañas de tal manera que no solo afloja las carteras, sino también mueve los pies de un amplio voluntariado que acude raudo a saciar hambres y curar llagas; por otro, viniendo al reducido mundo de nuestra querida Iglesia, cada vez van siendo más los que piensan que el camino de retorno a Dios no pasa por lo sacro: los templos, los ornamentos, el oro, los ritos, las dignidades, la adoración y los credos, sino por lo más profano y aplanado de este mundo: las pocilgas de los hijos pródigos, los zarzales de las ovejas perdidas, las pústulas de los leprosos, las cegueras y cojeras de los lisiados, el hambre de los desnutridos, la desesperación de los suicidas.

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Tengo la impresión de que uno de los mayores errores que la Iglesia de nuestros quebraderos de cabeza ha cometido es el de haberse erigido ella misma en “reino de este mundo” con tantos emperadores, príncipes, mandatarios, tronos y cortes. Y también de que una de las mayores lagunas de la evangelización que pretende llevar a cabo es no habernos enseñado a usar el dinero como el potentísimo instrumento que es no solo para consolidar la sociedad en que vivimos, sino también para mejorarla, es decir, para poner el dinero al servicio de Dios. Es inútil buscar a Dios en los cielos, como si se tratara de un gigantesco agujero negro que terminará tragándolo todo, cuando a él le place obviamente jugar con nosotros al escondite para que podamos palparlo en los rostros de dolor y en las vidas desgarradas de nuestros semejantes.

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