Lo que importa – 26 Lecturas superpuestas de una misma fe

Los signos de los tiempos

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Me pongo a resguardo de quienes, al leer lo que sigue, desearían que existiera la Inquisición para llevarme a la hoguera por la herejía y la apostasía que, según ellos, contiene ya de por sí un título que trata de ofrecer una visión global del cristianismo, aunque sea muy somera, a lo largo de los tiempos. Claro que, si abren su mente y captan el mensaje diáfano que transmite, ellos solos percibirán que dicho título se subsume por completo en un subtítulo que, para el verdadero creyente, es nada menos que el habla del Espíritu Santo. Y eso, claro está, son palabras mayores que merecen mucho respeto y pulverizan seguramente cualquier afán o ímpetu inquisitorial.

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Entrando en calor y a riesgo de simplificar demasiado, digamos que el cristianismo que hoy nos afana, al tiempo que nos alimenta e incluso ilusiona, es el resultado histórico de las lecturas que se han hecho de la fe cristiana a lo largo de veinte siglos. No pongo en duda que cada una de ellas ha desempeñado su papel providencial al dar juego a la figura de Dios en la vida de los hombres. Para no divagar por los vericuetos de una historia tan llena de peripecias y tensiones, a la vez que de heroicidades y momentos estelares, me referiré sucintamente a las tres lecturas que me parecen más sobresalientes: la del irascible Dios de los cielos convertido en "padre", que hace Jesús; la del Cristo celestial con una Iglesia que vive obsesionada por el cielo y colgada de dogmas, y, finalmente, el anhelo de una fraternidad universal que nos libere de las dolorosas llagas y nauseabundas lacras que padece nuestro mundo.

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La primera, lógicamente, es la que hace el mismo Jesús de Nazaret al dar sentido con su vida y su predicación a los auténticos contenidos de la ley judaica, consignada en los libros del AT como palabra de Dios intocable. Sin salirse de la angostura característica de toda ley y persuadido de haber venido a este mundo por la voluntad de Dios como cauce vital (luz, sal, pan de vida, salvación, mesías), aclara y precisa su contenido al cifrarlo en algo tan hermoso y determinante como el amor fraternal entre todos los hombres. Nunca antes, y seguramente nunca después, el pensamiento humano se atreverá a otear una cima tan sublime, en la que se funden e identifican el amor a Dios y el amor al hombre. Si me he referido a Jesús como cauce vital ha sido porque voluntariamente se entregó a una obra que le exigía incluso morir cruelmente en plena juventud en beneficio de todo el pueblo. Tengo la impresión de que hoy, como repudio de la vulgaridad y de la mediocridad que nos circundan e inundan, son muchos los cristianos que claman por restaurar la figura de ese mismo Jesús para convertirlo en “modelo” de vida que llevó el rigor de la ley a la plenitud del amor, que es lo que fundamenta la tercera lectura a que nos referiremos.

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La segunda lectura, que se realiza tras su muerte y llega a nuestros días, se fragua en el alto horno en el que se funden las ideas y los sentimientos de sus seguidores hasta cristalizar en la formación de comunidades que se nutren espiritualmente de los sedimentos de enconadas discusiones sobre quién fue realmente él mismo y el alcance de su obra. Los testimonios históricos que nos quedan son los Evangelios, los desarrollos teológicos paulinos, las enseñanzas de los Padres de la Iglesia  y las definiciones conciliares. Mientras Jesús liquidó la “dualidad” veterotestamentaria (bien-mal, Dios-Diablo, gracia-pecado) al poner como frontispicio de su misión el amor que une indisolublemente a la criatura con su Creador, con la lectura redentora que se ha venido haciendo de su vida y obra vuelve por sus fueros ese furibundo dualismo hasta la suprema insensatez de idear, como destino, un lugar de eterno tormento para los réprobos por irredentos, recurso de gran eficacia catequética, y otro de edulcorada felicidad para los benditos por haberse bañado en la sangre del cordero expiatorio. Subrayemos de paso que cuanto se atribuye a Jesús sobre el mal, el diablo y el pecado tiene carácter solo pedagógico, no ontológico. A resultas de tal lectura, la humanidad ha llevado sobre sus espaldas el pesado fardo fabricado por las enseñanzas de los Padres de la Iglesia y por lo rigurosamente “definido” por quienes, reunidos en concilio, se han adueñado del Espíritu Santo, el espíritu que en palabras de Jesús sopla donde, cuando y como quiere, con la pretensión inaudita de encerrar en palabras fluctuantes verdades inalterables sobre Dios y su obra. ¿Alguien ha conocido algún método más eficaz para doblegar voluntades y convertir en esclavos a los seres humanos?

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Demos un respiro a quienes ya se han rasgado las vestiduras para que tomen aire, pues aún hay más, mucho más, apenas dibujemos la silueta de la tercera lectura, la que, a mi criterio, ya ha iniciado su andadura afortunadamente. Juan XXIII introdujo en el Vaticano un nuevo talante y una nueva forma de gobernar, cuyo fruto más sazonado fue el Concilio Vaticano II, iniciado con el propósito de abrir la Iglesia a “los signos de los tiempos”, entendidos como la voz y la presencia permanentes del Espíritu Santo en ella. Sin duda, el actual papa Francisco, impregnado por completo de ese mismo talante, trata de navegar en nuestros días como mejor puede en las turbulentas aguas en que necesariamente debe bogar toda reforma que se precie. No hay reforma posible sin sapos que tragar y sin mezquindades que digerir, y, en el polo contrario, sin heroicidades que realizar. Así lo certifican las dos lecturas aludidas, pues la primera concluyó con la muerte cruel de su protagonista y la segunda, que nació en un escenario de enconadas disputas apostólicas, deja la historia sembrada de terribles anatemas y agrios desprecios que se recrudecen en nuestros días en el seno de comunidades cristianas cuyos miembros más bien parecen odiarse que amarse.

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Muchos occidentales tenemos la fuerte sensación de estar viviendo un cambio de época al entender que la fe cristiana necesita despojarse de los pesados fardos heredados, en busca de la briosa y lozana figura de un Jesús que vuelve a caminar por nuestros senderos humanos para seguir predicando su prístino mensaje de amor fraternal, universal e incondicional. Yendo más allá de los concilios, de los Padres de la iglesia e incluso de los autores del NT, necesitamos replantearnos seriamente qué pretendió  Jesús de Nazareth, al margen de cualquier elucubración o especulación sobre su persona. La tarea resulta asombrosamente sencilla si uno se atiene, obviando cualquier interés espurio, a lo que entendió tan fácilmente el piadoso judío que pretendía ser su discípulo cuando Jesús le dijo: “ve, vende cuanto tienes, dalo a los pobres y ven y sígueme”. Esa es la cuestión y el más hermoso reto que hoy se nos plantea en toda su crudeza: el cristiano debe hacerse comida para sus semejantes, convertirse en eucaristía, es decir, amar (servir) sin condición ni medida.

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Las claras huellas de un Jesús que sigue vivo a nuestro lado (“a mí me lo hicisteis”) nos llevan, por un lado, a la osadía humana más inaudita, la de llamar padre a Dios y tratarlo como tal, y, por otro, a descubrir asombrados su imagen viva en cada ser humano: el enigmático Dios de los cielos es nuestro padre y cada uno de los seres humanos que habitan la tierra, nuestro hermano. Con tales premisas debemos construir (tal es la obligación primordial del cristianismo) una sociedad radicalmente diferente de la que hoy convierte a cada ser humano en un cero a la izquierda o, salvo que se defienda con uñas y dientes, en un esclavo, en un instrumento o máquina de producción.

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Pues bien, a mi criterio, lo más importante es que el acercamiento al Jesús real, el de la historia, el que pateó los caminos de Palestina, partiendo de las premisas sentadas, nos libera por completo de las perniciosas dualidades que fracturan e incluso desnaturalizan nuestra más genuina entidad de cristianos, la de ser todos hermanos por ser hijos del mismo Dios. Mencionemos siquiera tres de las más corrosivas fracturas que padecemos: la de un mundo natural y otro sobrenatural, diseño que va dejando tras sí injusticias y desprecios, cuando solo cabe un único mundo, el diseñado y creado por un Dios amoroso; la de un servicio incondicional, el predicado e impuesto por Jesús, que se ha transformado en poder abusivo, también en el seno de la Iglesia;  y, finalmente, la ideación de un “más allá”, en el que coexisten un cielo rosa y un infierno de fuego, aberración imaginativa que repugna a la idea de un Dios que es padre misericordioso.

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¿A qué tipo de sociedad e Iglesia nos conducirá el empeño actual de acercamiento a la genuina figura de Jesús de Nazareth? Difícil de predecir si se es consciente de que, hasta ahora, solo se ha iniciado un camino largo y problemático. Por humilde que sea la labor de siembra, en los difíciles tiempos que vivimos, ya abre horizontes y crea confianza la constatación de que son muchos los que de alguna manera se han implicado en la ardua tarea de conseguir que Dios tenga la importancia y la influencia que debe tener en nuestras vidas y de erigir en “modelo de humanidad” al Jesús que cifró su misión en la predicación de las “bienaventuranzas”. La deriva errática del mundo en que vivimos y la náusea que ello produce, claro signo de los tiempos que nos interpela, nos gritan la necesidad urgente de convertir a Jesús en punto de inflexión de nuestras vidas. Necesitamos imperiosamente seguir las huellas de quien acompañó con su vida y palabra a los más necesitados; de quien, en definitiva, todo lo hizo bien. El camino, magistralmente diseñado por él, está despejado y bien iluminado, y el campo, bien labrado y abonado para una fructífera siembra. Los tiempos nos gritan la urgente necesidad de iniciar el recorrido y llevar a efecto una siembra generosa. Que el papa Francisco ya lo esté haciendo, además de ser un buen augurio, alecciona, estimula e inyecta alegría.

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Que esta reflexión coincida con la celebración del Domingo de Resurrección es una feliz coincidencia que viene a certificar que el Jesús por el que con tanto afán nos preguntamos hoy sigue vivo en su Iglesia, pero no acomodado en un trozo de pan “transubstanciado”, como si ello fuera la piedra filosofal del cristianismo, sino sacramentalmente camuflado tras el pellejo de cuantos seres humanos padecen dolores y sufren carencias de cualquier tipo que sean, es decir, de todos y cada uno de los hombres. La tercera lectura del cristianismo que creemos que ya se ha iniciado y que aquí propugnamos hará que dejemos de mirar a los cielos para buscar a Dios en su espacio infinito y que dejemos de extasiarnos ante la imagen de un Jesús resucitado de entre los muertos a fin de mirar seriamente a nuestra tierra para descubrir, asombrados, que sigue vivo en cada ser humano y sentir, emocionados, que es así como nos toparemos con el rostro del Dios por el que tanto suspiramos. 

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