Audaz relectura del cristianismo (66) María, prototipo de mujer

Devoción mesurada

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Tras haberme referido a “Jesús, mi Señor”, procede una mirada sosegada y gozosa a la mujer que fue su madre, María. En mis lejanos tiempos de “estudiante apostólico”, en los primeros años cincuenta, el director espiritual me insistió mucho en la conveniencia para mi aspiración al sacerdocio de formular una especie de votos de “esclavitud mariana” para enmarcar mi vida espiritual bajo el señorío de la Virgen María. En nuestra formación de niños a las puertas de la pubertad, los dominicos hacían mucho hincapié en la devoción a María, la mujer llamada a la altísima misión de ser madre de Dios. María se nos presentaba como una bella joven, muy dócil, piadosa y casta, que sometía su voluntad y sus pulsiones de mujer a los designios inescrutables que Dios tenía para ella.

La mujer que hay en María

A cuestas con el sexo

María como mujer y Jesús como hombre han sido siempre referentes muy fecundos en la formación de los jóvenes aspirantes al sacerdocio o a la vida consagrada. Si bien lo más difícil es doblegar la propia voluntad para pedirle a Dios que se cumpla la suya, a esas edades probablemente lo más costoso fuese someter los impulsos de un cuerpo en plena explosión de sus reales. María, como mujer hermosa y sumisa, se prestaba muy bien para sublimar los impulsos masculinos en la conmovedora devoción que le es debida, y Jesús, como hombre y salvador, para transformar los femeninos en un enfervorizado desposorio místico. No hablo de tretas sexuales para confundir los impulsos primarios del cuerpo humano, sino llana y simplemente de sublimar el sexo. Sin ello, el mundo de los consagrados se convierte en un manicomio de personas confusas. Nuestra sociedad, a pesar de que a duras penas entiende algo de tales arrebatos espirituales, repudia con asco la claudicación sexual de quienes, tras prometer solemnemente castidad, se desfogan a hurtadillas en ámbitos vedados. De hecho, el puterío, el amancebamiento y, sobre todo, la pederastia de curas y religiosos tiene muy mala prensa.

Desposorio místico de Santa Catalina

Jesús y María, sublimación de lo humano

Si de Jesús sabemos realmente muy poco, tan poco que algunos dudan incluso de su existencia, de su madre sabemos todavía menos. Sin embargo, a los cristianos nos ha bastado confesar que Jesús es nuestro “salvador” para construir sobre él una hermosa teología basada en su misión evangelizadora, profusamente descrita en el Nuevo Testamento, por más que haya sufrido reajustes e interpolaciones.

Paralelamente, el solo hecho de considerar y valorar a María, su madre, como “madre de Dios” ha desarrollado una piadosa teología apologética, en gran parte poética, y un hermoso culto de aquilatada sensibilidad espiritual que hacen que muchos cristianos se muevan por el filo de la navaja e incluso traspasen a veces la línea roja de la idolatría al tratar y venerar a la Virgen María como a una especie de “diosa” todopoderosa.

Es incuestionable que las imágenes que nos hemos formado de Jesús y de María aglutinan cuanto de sublime cabe en nuestra mente. Con ese proceder, sus figuras históricas han resultado beneficiadas.

Covadonga

Devoción y perspectiva

Sin la menor duda, la Virgen María es hoy un puntal irremplazable del cristianismo católico. Sin ella, posiblemente la piedad de los fieles, tan nutrida de rosarios, advocaciones y peregrinaciones, y la monumentalidad de muchas ciudades y pueblos perderían su razón de ser. En el “Magníficat (Lc. 1:46-55), ella misma proclama la fuerza de un brazo que “dispersa a los soberbios de corazón, derriba del trono a los poderosos y enaltece a los humildes”; la bella oración del “Avemaría” es recitada millones de veces cada día con extraordinario fervor; los pueblos seleccionan las más bellas palabras de sus diccionarios para componer alabanzas y panegíricos en forma de “letanías” para cantar su excelsitud; el canto de la “Salve” ha llenado de gozo durante siglos, y lo sigue haciendo también en nuestro tiempo, el corazón de muchos cristianos y, finalmente, la entonación del “Regina Coeli”, recital tachonado de aleluyas, es una eclosión de alegría desbordante para celebrar el triunfo definitivo de su Hijo sobre la muerte.

Mal que le pese a algunos colectivos de mujeres “feministas”, tan reivindicativas como desenfocadas a veces, imagino que será muy difícil que en el presente o en el futuro pueda superarse la valoración que el cristianismo ha hecho de la mujer en la persona de la Virgen María, la humilde doncella que encumbra la femineidad. Sin duda, ha habido heroínas y mujeres ilustres cuyas biografías son acreedoras a cuantos elogios se les hagan, pero no me cabe duda de que la más aquilatada valoración del feminismo la ha hecho el cristianismo en la figura de María, humilde mujer convertida en “semidiosa”. La gran decepción es que los mandamases eclesiásticos no acierten a ver en cada mujer a la misma Virgen María.

Romería a la Peña de Francia

Lo de menos es que ella naciera inmaculada, pues todos los seres humanos lo hacemos (lo del “pecado original” es una fábula para atarnos corto), e importa poco que ella fuera “asunta a los cielos” (festividad mariana por antonomasia de este mes de agosto), pues también todos llevamos ese mismo destino grabado en nuestros genes. Tampoco importa que ella sea la “madre de Dios”, gracia que alcanza toda mujer que engendre un hijo. Si el Evangelio nos impone la obligación de amar a cada ser humano con el amor debido a Dios, ¿cómo no aceptar en esa dimensión tan honda y sólida que todas las madres lo sean también de Dios? Podemos emborronar páginas de alabanza a María a condición de no olvidar, como desgraciadamente ha hecho el cristianismo durante  siglos, que todas las mujeres son María.

María en Nazaret

Prototipo de mujer

Con lo dicho no me desligo del rico contenido teológico mariano ni de la fuerza de la devoción a la Virgen María con que fui educado en mis años jóvenes. Todo ello sigue operativo como cimiento y estructura de una personalidad equilibrada que, lejos de renegar de su pasado, lo asume sin remilgos. Pero eso no es óbice para que el desarrollo humano y la evolución de los conocimientos en todos los órdenes, desde los científicos a los históricos y los teológicos, sirvan para mesurar los excesos piadosos sin mengua del lustre y de la verosimilitud de la feminidad de María.

Decir de la Virgen María que fue prototipo de mujer es seguramente, si se tiene conciencia de lo que ello significa, el mejor elogio que se pueda hacer de ella. Su rol de sumisa madre de Dios nos invita a tributar a cada mujer, tras valorarla como es debido, la atención y devoción que merece.

En la lectura evangélica que nos viene de San Pablo, el hijo de María, Jesús de Nazaret, se convierte en el Cristo redentor que restaura la gran obra de Dios quebrada por el pecado. Se trata de una lectura del evangelio que ha encauzado durante veinte siglos nuestra propia historia. Pero también cabe cifrar la salvación en el mensaje evangélico mismo, en ver a Jesús como sacramento de la presencia de Dios entre nosotros. Hay gran diferencia entre ambas lecturas y, desde luego, la segunda desdramatiza la vida humana domesticando por completo el cristianismo salvaje del desgarro de la muerte y de la supuesta batalla telúrica entre el Bien y el Mal.

En resumen, Jesús nos conecta con Dios como “padre”. Esta conexión es comunión, salvación. María es la mujer cooperadora de una magna obra de salvación. Tras ello, ninguna otra mujer debería ser postergada ni relegada en el devenir humano. Para lograrlo, al cristiano le basta convencerse de que María es mujer y de que toda mujer es María.

Correo electrónico: ramonhernandezmartin@gmail.com

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