A salto de mata – 65 ¿Pesimismo irreversible?

 ¿Fundada esperanza?

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Que la botella esté medio llena o medio vacía no son más que dos visiones legítimas y posiblemente bien razonadas de una misma realidad. En las circunstancias actuales de la vida que nos ha tocado en suerte, la del primer tercio del s. XXI, si nos referimos sobre todo a la economía (dinero-deuda), a la política (poder-opresión) y a la religión (ambas cosas a la vez), la botella parece estar no solo medio vacía, sino también vaciándose a marchas forzadas, a espita abierta, por así decirlo. Son muchos los que, en la sociedad en que vivimos, no aprecian más que un galopante deterioro imparable, favorecido por ambiciones desmedidas, por una degradación chabacana de las costumbres y por las groserías que lanzamos por la boca. La vulgaridad deslenguada parece haberse apoderado no solo de las conversaciones tabernarias, sino también de los medios de comunicación y hasta de los más altos foros de la nación. Lo soez destrona lo cortés, y lo grotesco, la buena educación.

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Sociedad líquida y disoluta la que nos toca padecer y en la que no nos queda otra que chapotear. De hecho, más parece ir sobreviviendo a zarpazos que encarrilarse por caminos de esfuerzo para conseguir una cada vez mejor forma de vida para los ciudadanos que la forman. Quizá el diagnóstico más descarnado y la sintomatología más pestilente sea la constatación palmaria de que la diversión más frecuente de muchos de nuestros jóvenes es la borrachera anárquica, que les lleva a expresarse con graznidos en vez de con palabras y que les inhibe hasta el extremo de envolverlos en la nebulosa de comas etílicos que rompen cualquier lazo con la realidad. Nos referimos nada menos que a las columnas de la sociedad de un mañana que se nos echa encima a marchas forzadas. Podríamos sobrecargar todavía mucho más la tinta para expresar la degradación humana reinante describiendo con gruesos trazos la vida que muchos llevan, con mente completamente nublada y cuerpo convertido en insaciable agujero negro de apetencias bestiales.

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¿Vivimos realmente tan insertos en “el mal” que no hay manera de rescatar el desventurado animal que somos ni con los horripilantes sufrimientos de un inaudito Dios pendiente de un madero? ¿Está la botella medio vacía o vacía del todo? ¿Podrá alguien, algún día, decapitar la voracidad de los ricos, por más que sepan que no tardarán en vomitar todos sus tesoros en su propia caja de muerto? Las carteras que engordan con despojos son explosivas, lo mismo que la droga, cuya onda expansiva barre la mente, y que los artefactos bélicos, cuyos destrozos colaterales no dejan títere con cabeza. ¡Terrible mundo este nuestro en el que parece que el belicoso Príncipe de las Tinieblas ha sentado sus reales en todas partes!

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Sin embargo, uno tiene derecho a cuestionarse si, cuando camina por la calle, se va cruzando con monstruos incestuosos y pederastas, con avarientos insaciables, con depredadores siempre al acecho, con acomplejados que exigen pleitesía, o más bien lo hace, por lo general, con seres humanos sencillos y normales, sometidos a un modo de vida que impone sacrificios y exige esfuerzos, con niños ávidos de cariño y ternuras o con seres humanos, en fin, que sueñan una forma de vida mejor. Volviendo a los términos de partida de esta reflexión, ¿está nuestra botella medio vacía y vaciándose o, más bien, medio llena y llenándose? Vivimos en una “eterna lucha” real entre valores que nos hacen crecer y contravalores que nos menguan, lucha que no tiene nada de épica ni requiere estrategias militares geniales, sino que se desarrolla en el pequeño reducto de cada cual, cuando uno se deja llevar por una suave corriente que termina convirtiéndose en aguas bravas, o se esmera por ser cadadía mejor cónyuge, mejor padre, mejor trabajador y mejor ciudadano.

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Para no alejarnos de nuestra línea de reflexión, hace solo un puñadito de días los medios de comunicación han dado cuenta de la situación de los seminarios españoles con datos sobre la alarmante disminución de vocaciones sacerdotales y de las causas sociales que la producen. Se trata, sin duda, de uno de los muchos problemas que tiene planteados una sociedad en la que, al parecer, no crecen las vocaciones de entrega total a sus semejantes. Huestes envalentonadas se están alzando con la bandera de la “laicidad” tratando de incinerar la religión en el horno del realismo imperante, sin darse cuenta siquiera de que también la religión es laica, es decir, cosa del pueblo y de la vida humana, hasta el punto de incurrir en la incongruencia de suplantarla. El sabio Chávarri, hablando de valores y contravalores, cataloga la religión como una de las ocho dimensiones vitales, fuente también ella de incontables valores y contravalores que favorecen o perjudican nuestra forma de vida.

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Pues bien, al afrontar la cuestión de la escasez de vocaciones sacerdotales, lejos de pinchar aquí (el celibato) o allí (la laicidad imperante) para hacer sangre, o de apuntar en dirección a un claro desequilibrio histórico (la fuerza femenina) en busca de ayuda, deberíamos plantearnos la cuestión de si el ministerio sacerdotal que necesita el pueblo de Dios de este primer tercio del s. XXI responde al patrón tradicional a que se atiene la Iglesia católica occidental. Mucho me temo que la respuesta pertinente tenga que ser un no rotundo. De ser así, nos veríamos precisados a ahondar más en la pregunta para cuestionarnos abiertamente si el cristianismo que impera, en este tiempo y en esta parte del mundo, se encuadra debidamente en las coordenadas de unos Evangelios que, antes de predicar el reino de Dios que está llegando, impone el despojo de todo impedimento para servir como es debido la palabra que sana y salva. A nada conduce "deshumanizar" al sacerdote para convertirlo en un extraño ser sagrado o consagrado, separado del mundo, cuando su misión es la de sudar la camiseta en la "viña del Señor", incluso sin reivindicación salarial alguna.

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Tengo la gozosa impresión de que, situados en la epidermis de la vida cristiana, el papa Francisco está dando pasos de gigante para ayudarnos a los cristianos a vivir “al estilo de Jesús”, a llevar una vida sumamente sencilla en lo referente a la caridad fraterna (hacer siempre el bien) y también en cuanto a confiar plenamente en el buen Dios Padre en quien creemos, justo como lo hacía Jesús mismo. Y eso, sin duda, es ya de por sí mucho y muy audaz. Más aún, pues, como las revoluciones profundas de los pensamientos y de las estructuras sociales se gestan siempre en simples hechos que se vuelven cotidianos, es muy posible que este proceder papal desemboque, no tardando mucho, en perfilar mejor los auténticos contenidos de la fe y, desde luego, tras desmitificarla, en reorganizar como un servicio real la estructura eclesial. Entiendo por ello que, viviendo al estilo de Jesús, no deberíamos tener ningún miedo a repasar el Credo, a convertir las “misas” en auténticas Cenas del Señor y a centrar el ministerio sacerdotal en un auténtico servicio religioso a la comunidad.

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Enfocada desde esta atalaya, no me cabe la más mínima duda de que nuestra botella está medio llena y llenándose. Ciertamente, vivimos tiempos muy convulsos, pero tiempos afortunadamente creativos. Y, por muy doloroso que sea parir, trátese de un bebé, de una idea o de una costumbre, el estilo de vida de Jesús, que es lo que realmente debe importarnos a los cristianos, saldrá muy fortalecido para beneficio de todo el género humano. De hecho, la olla donde todo esto se cuece está ya en ebullición, pues hay millones de seres humanos dedicados de lleno a la tarea de mejorar nuestro sistema de vida. Hablamos de una ingente tarea, que es muy perceptible en el nivel individual, en el que se aprecian fácilmente tantas vidas ejemplares y edificantes, y más difusa y lenta en el nivel colectivo, en el que mínimas mejoras requieren paciencia y continuados esfuerzos, además de inevitables parones e incluso retrocesos.

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