Desayuna conmigo (domingo, 22.11.20) El cristianismo, firme compromiso entre Dios y el hombre

 

Tocó la flauta por casualidad

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La complejidad de la vida humana y la entremezcla de intereses de toda índole con que vamos tejiendo, con tantos aciertos y quiebras, las relaciones sociales y económicas requieren comunicación, diálogo, negociación y pacto en todos los órdenes de la vida, incluso en ámbitos tan reservados e íntimos como los del amor y la fe. La Antigua y la Nueva Alianza son un pacto continuado que Dios establece con los hombres, supuestamente caídos y necesitados de redención. El coronavirus que nos domina y flagela ha concitado un pacto mundial tácito, que no necesita ningún certificado notarial, en el sentido de concitar la solidaridad internacional, por más que muchos verán la ocasión pintiparada para lanzar sus cañas de pescar a un río revuelto con abundancia de peces, si bien es de esperar que este mal bicho haya venido para reírse ante nuestras propias narices de tantas ridículas fronteras con que los hombres tratamos de acotar nuestro territorio, achicar nuestra cultura y cortar alas a nuestros sueños.

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Ezequiel, con una lectura que preconiza en todo su contenido la llegada mesiánica del “buen pastor” que será Jesús, expone con riqueza de imágenes el compromiso que Dios tiene con el hombre, oveja que él cuidará y mimará. Extraño latigazo el del final, cuando asegura que, tras amar a todas sus ovejas sin exclusión alguna, las juzgará con rigor y, más extraño todavía, que, en ese contexto, al referirse a lo masculino, la separación no se establezca entre carnero y carnero, como ocurre con el juicio de las ovejas, sino entre carnero y macho cabrío, como si el carnero fuera el bueno y el macho cabrío el malo, razón por la que este se convirtió en símbolo del mismo diablo.

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El Salmo se recrea cantando las bondades del buen pastor que, lógicamente, en ese momento no puede ser más que Dios mismo, mientras san Pablo expone con contundencia cómo concibe la obra de redención llevada a efecto por Jesús: el pecado entra en acción en el mundo por la claudicación de uno que, desobedeciendo, busca un placer prohibido; en correspondencia, la redención lo hace por otro que, obedeciendo, se humilla hasta la muerte de cruz. Poderosa argumentación e ingeniosa lectura del mensaje de Jesús, pero que se tambalea en cuanto desaparece el primero, el punto de referencia en torno al que pivota el montaje conceptual de la redención, pues la figura del Cristo salvador se quedaría sin el apoyo de la del primer hombre pecador. ¿Podemos asegurar hoy que la humanidad procede de una única pareja en la que, encima, la mujer no pintaba prácticamente nada? Es una argumentación que, además, chirría por sí misma, pues requiere la más cruel y despiadada injusticia que en este mundo puede cometerse, la de hacer pagar a los justos por los pecadores, la de cargar a los hijos con las responsabilidades de sus padres. ¿No hay otra relectura posible del mensaje y de la obra de salvación realizada por Jesús?

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Sí que la hay y queda claramente proclamada por el evangelio de hoy, que describe con lujo de detalles el compromiso de los hombres con un Dios que, al encarnarse, se identifica con todos ellos sin exclusión posible. El evangelio de hoy expone magistralmente la clave inmarcesible del cristianismo: Dios reside en los otros, cualquiera que sea su condición. Y, por esa razón, es preciso fajarse en su defensa y emplearse a fondo en su servicio, incluso si ese otro es un malhechor encarcelado. “Estuve preso y me visitasteis” no deja asomo de duda de que también debemos llevar esperanzas y dar ánimos a los hombres que están encarcelados por hacernos daño. ¿Qué otra cosa, si no, significaría visitar a los presos?

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De nada vale lo de “¡Señor, Señor!” si no se hace la voluntad de Dios, expresada en la necesidad que él mismo tiene de ser socorrido en la piel de cada ser humano necesitado, sabiendo que todos, incluso los más ricos y poderosos, somos necesitados. Llevamos veinte siglos discutiendo qué es ser cristiano, qué debemos creer tras haber definido milimétricamente verdades que no están a nuestro alcance y cómo debemos predicar el evangelio de Jesús sin reparar en algo tan claro y sencillo como es dar de comer al hambriento, vestir al desnudo, alojar al peregrino, consolar al triste y aliviar al que sufre. ¿Acaso necesitamos que alguien venga a detallarnos más que lo que lo ha hecho Jesús un programa de acción redentora? Ningún otro líder ha sido capaz jamás de exponer verdades tan sublimes ni de trazar un camino más reconfortante e ilusionante para toda la humanidad.

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La casualidad del calendario hace que las esencias del cristianismo, tan claras en los textos litúrgicos de hoy, reciban el refuerzo de un lenguaje tan bello y universal como es la música, esa maravillosa percepción y técnica humanas capaces de convertir en ritmo cualquier ruido. La música es un rico y maravilloso lenguaje universal, inteligible para los hombres de todo tiempo y raza, que, como todo lo humano, puede convertirse en instrumento de ensoñaciones y vuelos que nos remonten hasta la más pura contemplación mística o en arma de destrucción masiva. También el valor y el contravalor van adosados a ella, igual que lo hacen con cualquier otra acción humana, razón por la que la música puede construir o derruir la humanidad. Música para levantar el mundo o música para hundirlo. Gracia y pecado.

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El párrafo que precede se debe a que hoy celebramos la festividad de santa Cecilia, la patrona de la música y de los músicos, razón por la que en algunas naciones, entre ellas España, se eligió esta fecha como la más idónea para celebrar el “día mundial de la música”. La fecha me trae muy gratos recuerdos, pues algunos de los años que pertenecí a la directiva de la asociación que sustenta la Banda de Música de Mieres me tocó presentar el concierto que, con tal motivo, se ofrecía a sus socios y al pueblo de Mieres el sábado más próximo a la festividad de tan flamante patrona. Lógicamente, además de glosar sucintamente cada una de las obras musicales elegidas para el concierto, era preciso hacer alusión a la lucida patrona de la música. Y ahí, podría decirse, es donde salta la sorpresa que he tratado de recoger en el subtítulo de esta reflexión, la de que "sonó la flauta por casualidad".

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Santa Cecilia es uno de los personajes importantes del santoral eclesial más enigmáticos, tanto que algunos creen que ni siquiera existió. Se supone que era una gran dama romana que murió martirizada hacia finales del siglo II, pero de la que solo se hace mención en el “Martirologium hieronymianum” del s. IV, en el que se recogen datos de las “Actas de santa Cecilia”, unos doscientos años después de su supuesto rocambolesco martirio. Pues bien, partiendo de esa base, puede que la relación con la música de esta hermosa dama romana, fervorosa creyente que la tradición dice que hablaba con los ángeles, se deba solo a una errata ortográfica al haberse comido un copista la “d” de “candentibus”, con lo que la palabra quedó en “canentibus”. Ello hizo que “candentibus organis”, las herramientas de tortura incandescentes con que se procedía a martirizarla, se quedara en “canentibus organis”, el sonido de música instrumental que acompañaba sus propios cantos de alabanza a Dios mientras era torturada. De ahí a que toda la iconografía posterior la presente como patrona de la música, adornada con todo tipo de instrumentos musicales, solo había que dejar volar un poco la imaginación.

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El día de hoy tiene otros poderosos vínculos con la música si se tienen en cuenta los compositores y directores de orquesta que le han impreso su huella:Joaquín Rodrigo, autor del Concierto de Aranjuez, nació un día como hoy de 1901; ese mismo día falleció el compositor mexicano Genaro Codina, el autor de la Marcha Zacatecas; en 1908, también falleció este mismo día el músico francés Claude-Paul Taffanel, fundador de la escuela francesa de flauta, y, finalmente, en este mismo día de 1913 nació el director de orquesta británico Benjamin Britten, sobresaliente creador musical.

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Este domingo ha venido para ponernos encima de la mesa de nuestro desayuno nada menos que las esencias mismas del cristianismo, cifradas en el compromiso a que se obliga Dios con los hombres como un buen pastor que arrostra la pesada carga de cuidar a sus ovejas hasta redimirlas con su vida, y en la oferta que Jesús hace a los hombres para que se acerquen a él en el cuerpo llagado de sus semejantes. En suma, el amor de Dios que siembra en nosotros fuego de amor. Santa Cecilia, en espíritu o en leyenda, viene a añadir a tan sabroso manjar de salvación el dulcísimo postre del más sublime de los lenguajes, el de una música capaz de desmenuzar las entrañas del insondable misterio de la Trinidad de nuestra fe y de orquestar nuestros más atroces ruidos, llevándonos en las alas de sus ritmos a los cielos. Quedémonos hoy con “canentibus organis” como fondo de nuestro exigente acontecer cristiano.

Correo electrónico: ramonhernandezmartin@gmail.com

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