A salto de mata – 49 La vaca no da leche

… y la Iglesia, tampoco

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El tema de reflexión que apuntamos es muy fácil de entender a poco que nos pongamos de acuerdo sobre lo que es “salvación”, la leche que se supone que debe dar la Iglesia. El tema es recurrente en este tiempo de Adviento como inicio de un camino litúrgico que, tras vivir la alegría infantil de la Navidad y sufrir el tormento de la muerte en cruz, culmina con la resurrección del Señor. Claro está, para ello debemos prescindir de la máxima especulación en la que, por claros intereses gremiales, nos hemos entretenido durante siglos, la de pensar que salvarse consiste en librarse de las penas del Infierno. Hoy, uno no puede menos de preguntarse, sin miedo escénico y sin complejos, qué penas serían esas y cómo las produciría el Infierno en caso de que tan terrorífico horizonte formara parte de nuestra vida real.  

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Dilucidada la cuestión de que el Infierno no solo no existe, sino de que ni siquiera puede existir si se parte de la evidencia de la existencia de Dios (tomadas en serio, ambas entidades, la de Dios y la del Infierno, son excluyentes), y también la de que, si ya nos resulta indigesta una “cadena perpetua”, una “pena eterna” ni siquiera podría tener cabida en una mollera bien estructurada por la tan poderosa como sencilla razón de que toda pena razonable ha de ser forzosamente educadora y redentora, nada más natural que nos preguntemos a qué nos referimos exactamente cuando decimos que necesitamos salvarnos. Entendida la salvación como liberación, la cuestión se reduce a saber de qué debemos librarnos o qué es exactamente lo que debemos evitar para vivir en profundidad la vida que se nos ha regalado.

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Formulada así, la salvación no solo parece enteramente otra cuestión, sino también la que más debería importarnos. Además, sería la más acuciante cuando la vida transcurre por cauces que desembocan en acantilados. La aparente incongruencia del título de esta reflexión nos sitúa, sin embargo, en el buen camino a poco que despojemos el verbo "dar" de toda connotación “graciosa” para poner de relieve su mecánica productora. No nos acercamos a la vaca para pedirle que nos regale leche con que podamos preparar un delicioso desayuno, sino para sanearla, cuidarla y alimentarla a fin de que, tras ordeñarla cuidadosamente, recompense o rentabilice nuestro trabajo produciendo un alimento tan crucial y saludable para la vida humana. Sin dejar de ser un animal al que se le debe el trato que su condición merece, en nuestras manos la vaca se convierte, a fin de cuentas, en una fábrica de leche en la que es preciso invertir mucho y trabajar duro para obtener resultados.

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Si ponemos a nuestra querida Iglesia en el lugar de la vaca, no es difícil ver en la leche la salvación que perseguimos. A fin de cuentas, insisto, la vaca no deja de ser una herramienta animada para producir alimento, y la Iglesia, un instrumento divino para traernos la salvación. Ambas son respectivamente gracia de la naturaleza y de la fe que se nos ofrece para ayudarnos a recorrer el camino de la vida. Pero somos nosotros los que debemos hacer el recorrido. De lo contrario, no hay meta ni salvación posibles. La salvación, siendo pura gracia divina, como también lo es la lecha de la vaca, no deja de ser una lapa adjetival adherida a nuestras acciones: no hemos nacido con una quiebra ósea que nos haga caminar cojeando con peligro de caer al menor tropiezo, sino con una masa muscular que necesita ejercicio para vigorizarse. Recorrer el camino es lo que realmente nos salva porque nos mantiene erguidos y vivos, mientras que permanecer tumbados en el sofá nos anquilosa y agosta. Nuestro comportamiento es el terreno en el que se juega la gran partida de ajedrez que es nuestra vida, el ámbito en el que con propiedad podemos hablar de salvación, pues el tablero del “más allá” está enteramente en las manos de Dios, manos ciertamente seguras, manos de perdón y gloria.

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El mal no está encapsulado ahí fuera para ingerirlo como un veneno ni es un insidioso vagabundo que nos acecha con sus bártulos preparados para, al mínimo descuido nuestro, ocupar nuestra casa. Tampoco es un enemigo enconado que nos la tenga jurada, al que debamos enfrentarnos a cuerpo descubierto día y noche para conservar la piel. El gran error de nuestra cultura es que hemos personificado las quiebras de nuestro proceder dando cancha al mal, como si de una ponzoña a ingerir o de un enemigo siniestro se tratara. Además, lo hemos personificado hasta convertirlo poco menos que en un ser todopoderoso, en un esperpéntico Satanás, muñeco de cartón piedra, válido únicamente para jugar a películas o cuentos de terror.

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Lo cierto es que las pequeñas guerras que a cada uno nos toca librar no se deben a aviesos tentadores diabólicos que se afanan para ganarnos para su insensata causa, sino al regusto que nos producen comportamientos que nos hacen daño. Y las grandes guerras que involucran a la humanidad entera no se deben a siniestros personajes malignos que tratan de llevar los pueblos a la ruina, sino a descerebrados gobernantes que aspiran a mandar donde no deberían hacerlo. De hecho, la solución, por ejemplo, de la espantosa guerra en curso de Ucrania no depende de que pueblos solo artificialmente enemigos, el ruso y el ucraniano, se reconcilien y hagan las paces, sino de que sus gobernantes actúen con el mínimo sentido común de saber qué es lo que realmente importa y de hacer todo lo posible por conseguirlo. Todo amor es constructivo, mientras que cualquier odio es destructivo. ¿Qué se pretende ganar, a fin de cuentas, con el indescriptible sufrimiento que todas las guerras causan a la población? Solo aumentar el orgullo y el poderío de unos pocos insensatos.

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El día en que entendamos que el mal nace, crece y muere en nosotros mismos habremos descubierto las profundidades del océano de nuestra propia vida e iluminado nuestro propio horizonte de seres racionales. Si el escenario y su equipamiento es el mismo para todos, ¿de qué depende que un hombre sea belicoso y otro pacificador; que uno robe a mansalva y acapare cuanto pasa por sus manos y otro las abra para dar a sus semejantes cuanto tiene; que unos pasen por la vida como un mal nublado y otros se comporten como perenne primavera, y, en definitiva, que unos tengan que llorar mientras otros ríen? Únicamente de la actitud que cada cual adopte frente a su vida, de lo que quiera hacer con ella, de cómo quiera emplear su tiempo. Nuestra gran ceguera, la que en última instancia hace que nos equivoquemos, se debe a que no distingamos fácilmente la diferencia entre vivir creando problemas o resolviéndolos, entre odiar y amar.

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Tenemos la vaca para alimentarnos y tenemos la Iglesia para salvarnos. Pero, para conseguir ambas cosas, alimento y salvación, somos nosotros mismos los que deberemos cuidar como es debido la primera y reajustar nuestra conducta para formar realmente parte de la segunda. El de la salvación es un partido enconado entre los valores y los contravalores que tejen nuestra vida. Se juega siempre en casa. A más y mejores valores, mejor resultado, más salvación. El día que entendamos a fondo qué son realmente los valores y los contravalores habremos descubierto la clave para entender absolutamente todo lo que nos pasa y despojar nuestra existencia de tantos misterios innecesarios.

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Antes que nada, Jesús de Nazaret es nuestro modelo de vida humana, un modelo que nos enseña a ser pacíficos y a perdonar las veces que sea necesario, y que incluso supedita la ofrenda a Dios a la reconciliación con el hermano. Un modelo, en resumidas cuentas, que nos enseña a llamar “padre” a Dios y a tratarlo y comportarse en consecuencia. Todo lo demás, absolutamente todo, incluidos los dogmas, las escrituras, el derecho canónico, las jerarquías eclesiales y las prácticas rituales, es meramente instrumental y secundario, solo útil en la medida en que favorezca la paz, el perdón y el amor entre los hombres. A mi humilde entender, esa es la propuesta de vida que nos hace el niño para cuyo nacimiento litúrgico nos preparamos en este tiempo del Adviento.

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