"Un verdadero descubrimiento" El ministerio del diácono en las exequias

"Cuando fui ordenado diácono, mi vida familiar estaba en plena efervescencia. Tenía dos hijas pequeñas, de ocho y seis años, y mi esposa esperaba la tercera"
"En ese contexto de niñez, juegos, catequesis familiar y pañales, pensaba con naturalidad que mi servicio pastoral se orientaría hacia la infancia, la pastoral familiar, los jóvenes..."
"Sin embargo, la realidad que el Señor me tenía preparada fue bien distinta: me pidieron colaborar como diácono en el Cementerio de San Isidro"
"Sin embargo, la realidad que el Señor me tenía preparada fue bien distinta: me pidieron colaborar como diácono en el Cementerio de San Isidro"
Cuando fui ordenado diácono, mi vida familiar estaba en plena efervescencia. Tenía dos hijas pequeñas, de ocho y seis años, y mi esposa esperaba la tercera. En ese contexto de niñez, juegos, catequesis familiar y pañales, pensaba con naturalidad que mi servicio pastoral se orientaría hacia la infancia, la pastoral familiar, los jóvenes... En fin, aquello que estaba más presente en mi día a día.
Sin embargo, la realidad que el Señor me tenía preparada fue bien distinta: me pidieron colaborar como diácono en el Cementerio de San Isidro. Allí, mi tarea principal sería asistir en las exequias, de manera que los presbíteros de la parroquia pudieran dedicarse con mayor libertad a la celebración de la Eucaristía y otras tareas propias de su ministerio. Era un planteamiento profundamente bíblico y eclesial, que recordaba a la institución de los siete primeros diáconos en los Hechos de los Apóstoles, cuando los Doce deciden delegar ciertas funciones para poder centrarse ellos en la oración y el ministerio de la Palabra. Acepté con obediencia, aunque reconozco que mis expectativas se vieron transformadas radicalmente.

"Las exequias y la comunión a los enfermos, aunque no eran lo que yo había pensado, se revelaron como caminos profundos de gracia"
Pasé de imaginarme entre jóvenes, matrimonios y catequesis, a encontrarme rodeado de ancianos, enfermos y personas que llegaban al final de su vida terrena. Pronto me vi no solo celebrando exequias, sino también llevando la comunión a enfermos, casi todos, solos o muy frágiles. Lo que en un principio me sorprendió y hasta me desconcertó, fue tornándose poco a poco en un verdadero descubrimiento ministerial. Encontré en ese acompañamiento un lugar privilegiado para ejercer el diaconado como servicio, como consuelo, como presencia de la Iglesia en los márgenes de la vida. Las exequias y la comunión a los enfermos, aunque no eran lo que yo había pensado, se revelaron como caminos profundos de gracia.
Es cierto que en aquel momento tanto el servicio en las exequias como el ministerio de llevar la comunión estaban reservados a ministros ordenados. Con el paso del tiempo, he visto cómo en mi parroquia esas funciones han sido asumidas, por ministros extraordinarios, es decir, por laicos. Esta evolución podría suscitar recelos, pero creo firmemente que no debemos ver con celos la participación de los fieles laicos en estos servicios. Muy al contrario, es una expresión hermosa de la corresponsabilidad en la Iglesia, de la riqueza del sacerdocio común de los fieles y de la acción del Espíritu que sopla donde quiere. No obstante, sí es verdad que cuando el ministro sagrado realiza estos actos, muchas veces la gente percibe un cierto valor simbólico y espiritual que refuerza el sentido de lo sagrado y de la comunión con la Iglesia entera.
Entre todas las experiencias que viví en el ministerio de exequias, hay una que marcó profundamente mi vida como diácono: la pandemia del COVID-19. Fueron meses muy duros, de miedo, de incertidumbre, de dolor contenido. Las exequias se celebraban de forma muy limitada. En muchos casos, yo era el único presente, junto al conductor del coche fúnebre y el difunto. No había familiares, ni flores, ni cantos. Sólo el silencio y la oración. Confieso que hubo momentos de temor, de sentirme completamente solo ante un escenario tan inhabitual y desolador.
Pero el Señor convirtió ese desierto en un lugar de gracia. Viví cada despedida como un acto de amor inmenso, en el que yo tenía el privilegio de representar a toda la familia, a toda la comunidad eclesial, de ofrecer la oración de la Iglesia y la bendición final a tantos hermanos que partían en soledad. Aquellas exequias fueron, para mí, uno de los regalos más grandes que he recibido como diácono. Un verdadero misterio de comunión en medio del aislamiento.

"Aquellas exequias fueron, para mí, uno de los regalos más grandes que he recibido como diácono. Un verdadero misterio de comunión en medio del aislamiento"
En este servicio de despedida he acumulado muchas anécdotas, algunas incluso curiosas. El Cementerio de San Isidro es un lugar histórico en Madrid, donde están enterradas muchas personalidades relevantes del ámbito político, cultural y social. También, por su cercanía al antiguo estadio Vicente Calderón, es el lugar elegido por muchos seguidores del Atlético de Madrid, lo que ha generado en ocasiones despedidas muy sentidas y coloridas, a pesar de mi corazón merengue. He acompañado a familias de todos los estratos sociales, de todas las edades y situaciones. Pero siempre, absolutamente siempre, he percibido en los asistentes un respeto profundo, un recogimiento sincero. Incluso quienes están más alejados de la vida eclesial, cuando asisten a una exequia lo hacen con una actitud de apertura, de silencio y de deseo de despedida digna. Es un momento privilegiado para tocar corazones, para anunciar la esperanza cristiana de la vida eterna, para sembrar consuelo donde hay dolor.
"He acompañado a familias de todos los estratos sociales, de todas las edades y situaciones. Pero siempre, absolutamente siempre, he percibido en los asistentes un respeto profundo, un recogimiento sincero"
Recuerdo también cómo, a veces, una simple oración, un gesto de cercanía, un responso bien rezado, podían cambiar completamente el ambiente. Personas que llegaban frías, distantes, acababan agradeciendo profundamente la presencia de la Iglesia, el cariño, la serenidad que transmite un rito bien celebrado. Porque, en el fondo, todos necesitamos esperanza, todos buscamos una palabra de sentido cuando la muerte irrumpe en nuestra vida. Y ahí el diácono tiene un papel esencial: no tanto como protagonista, sino como servidor del consuelo, como presencia humilde de la misericordia divina. No predica una teoría, sino que reza desde la fe de la Iglesia, camina junto al que sufre, ayuda a mirar más allá de la muerte.
Si algo he aprendido es que el diaconado, lejos de encasillarse en áreas juveniles o familiares —aunque también puedan formar parte—, es ante todo un ministerio de disponibilidad. Uno no elige el campo, sino que se deja enviar. Y cuando uno se abre a lo que el Señor propone, incluso si no coincide con nuestros planes, puede descubrir una vocación más profunda, una llamada concreta a servir donde más se necesita. A mí, personalmente, me pasó eso con las exequias. Empecé pensando que era un encargo provisional, casi un ajuste logístico. Y he acabado viendo en ello uno de los núcleos más fecundos y ricos de mi vida diaconal.
"El Señor escribe derecho con renglones torcidos, y aunque mis planes eran otros, el suyo era mucho mejor"
Hoy miro atrás y doy gracias. Gracias por tantos rostros, tantos nombres, tantas lágrimas compartidas. Gracias por poder ser instrumento de paz y de fe en el último adiós. Gracias, sobre todo, porqueel Señor escribe derecho con renglones torcidos, y aunque mis planes eran otros, el suyo era mucho mejor. Las exequias, lejos de ser una tarea triste o secundaria, han sido para mí un verdadero regalo.
